Un debate tecnopolítico sobre el realismo mágico de las redes
comunitarias

La Imilla Hacker

La Imilla Hacker forma parte de un grupo de mediactivistas bolivianas.
Atraída por el punto de convergencia entre política, tecnología y
género, produce el podcast "El Desarmador", un espacio para analizar
nuestro relacionamiento con la tecnología a partir de nuestras voces
latinoamericanas. Read more

Si hay un discurso que desde los márgenes tecnológicos venimos
repitiendo, hasta el punto de casi haberlo convertido en un cliché, es
que las redes comunitarias vendrán para salvarnos de todos los males del
escaparate en que el capitalismo industrial y la industria de la
vigilancia han convertido el internet. Y quien dice redes dice su
acepción más física: cables y antenas, la infraestructura por la que
moveremos otros datos más o menos liberados a su vez.

 

Tiene su lógica, pues: frente a la centralización, el antídoto es
descentralizar. Frente al expolio del modelo de mercado, la autogestión
es el único camino. Frente a una censura monolítica, la diversidad de
criterios y la auto-regulación de cada comunidad. Claro que nos queda
tanto por descolonizar, y tanto por autogestionarnos, que al final del
día las horas no nos cuadran. Se hace muy difícil autogestionarse el
alimento, la energía, los cuidados, y por si fuera poco, las
comunicaciones en todos sus entresijos.

 

La magia de las redes inalámbricas me cautivó desde que la descubrí, y
fui la primera en subirme a un tejado cuando había que levantar una
antena. Pero quería aprovechar estas líneas para compartir una sospecha
que me viene asaltando de un tiempo a esta parte, en torno a las
estrategias técnicas y comunicativas que las rodean.

 

    Nos queda tanto por descolonizar, y tanto por autogestionarnos, que
    al final del día las horas no nos cuadran. Se hace muy difícil
    autogestionarse el alimento, la energía, los cuidados, y por si
    fuera poco, las comunicaciones en todos sus entresijos.

 

Oportunismo tecnológico en una “banda basura”

 

En un mundo en que todo está regulado, el espectro no iba a ser menos –
y por eso el hack legal de las compas mexicanas (1) es de lo más
interesante, ya que conecta la reivindicación de los Pueblos Indígenas
sobre su tierra con las otras dimensiones del territorio: las ondas
también son de los pueblos, y por lo tanto, nuestro es el derecho de
usarlas.

 

La experiencia con las redes de telefonía es excepcional: pareciera que
sólo en los márgenes, donde por desinterés o incapacidad no llegaron los
gigantes tecnológicos, es donde puede darse un cierto laboratorio donde
se mezclan prácticas, saberes y necesidades.

 

De la experiencia en Oaxaca, México, (2) lo que me parece más
emocionante no es ya tanto el uso de la técnica, ni su socialización,
sino las condiciones de organización comunitarias que permiten tal
experimento. No es la magia de las placas con FPGAs (3), sino la
asamblea en la que la comunidad decide cuál es el plazo en que quiere
amortizar su infraestructura y, por tanto, cuál le parece que es un
precio justo para el minuto de llamada. Ese ejercicio de la imaginación
es lo revolucionario.

 

Sin embargo, es por algo que vemos muy pocas experiencias comunitarias
con el GSM, y en cambio las redes wifi han proliferado (y desaparecido)
mucho más. Los que hacen las reglas pensaron, hace ya un tiempo, que las
microondas en la banda de absorción del agua (las frecuencias de la
wifi) eran una banda de calidad dudosa y por tanto las abrieron para su
uso sin licencia (4) . Con esta decisión (y el acceso a hardware barato
y fácil de hackear) llenaron un hueco de conectividad en la última
milla, y proliferaron comunidades emocionadas con los enlaces caseros,
así como hackers que hacían los programas para hacer posible el sueño de
otra internet conectada “de abajo arriba” (5).

 

Si la wifi nació como una “banda basura”, fue lindo lo que pudimos
construir, por un tiempo, de esos desperdicios. La llegada del acceso
personal (para quien tenga un celular, y para quien pueda pagarse los
megas) marca el fin de fiesta para el bricolaje hacker que soñaba con un
modelo de acceso compartido y comunitario en cada tejado – aunque sigue
siendo una gran oportunidad para el cooperativismo y el autoempleo en
zonas rurales (6).

 

    Lo más emocionante no es ya tanto el uso de la técnica, ni su
    socialización, sino las condiciones de organización comunitarias que
    permiten tal experimento

 

Redes comunitarias y extractivismo digital

 

Escucho dos objeciones a este modelo de autogestión de las
comunicaciones lideradas por los hackers.

 

La primera sería que, con algunas excepciones, muchísimas de estas
experiencias caen, aun sin quererlo, en un cierto solucionismo
tecnológico. Esto tiene mucho que ver con los privilegios que suponen
una precondición para conseguir navegar ciertas aguas (prueben a digerir
los primeros párrafos de la interesantísima “batalla de las mesh” (7)).
En los círculos tecnológicos que promueven estas redes, una tiene que
vacunarse frente a un cierto vanguardismo techie: puede ser muy
complicado entender una conversación donde por lo general es un grupo de
machitos que discute de malas maneras y sin poder evitarlo las virtudes
de varios acrónimos como Babel, B.A.T.M.A.N., BMX6, OLSR, o 802.11s.
Darle tanto protagonismo a qué protocolo es más cool exige mucha
dedicación y ahuyenta a mucha gente. Y no me queda claro que esa sea la
conversación más importante.

 

Es construir la casa por el tejado: y obviamente, según donde se vaya
una a parar, las personas que tienen los martillos serán casi todas
clasemedieros, universitarios, blancos y varones. En un ejercicio de
magnanimidad, integrarán a una recién llegada que tenga la curiosidad,
la paciencia y el aguante suficientes. Se entiende si el precio de pasar
por ahí hace que muchas prefieran centrarse en otras cosas o trabajar en
espacios no mixtos.

 

    Es construir la casa por el tejado: y obviamente, según donde se
    vaya una a parar, las personas que tienen los martillos serán casi
    todas clasemedieros, universitarios, blancos y varones.

 

La otra objeción tiene que ver con la honestidad. A la pregunta de ¿por
qué hacemos esto?, muchas veces es complicado dar una respuesta honesta.
Puede que querramos enlazar la casita del hacklab con algún otro lugar
del vecindario, con una escuelita, con la radio comunitaria. En el
fondo, está la necesidad hacker de divertirse (¡pero obvio!), de jugar
con la tecnología, de hacer vaquita para comprar juguetes caros. Y no se
nos escapa que todo eso amasa capital cognitivo y social, o en otras
palabras, nos va a permitir encontrar laburo el día de mañana. De
aquellas redes ciudadanas, estas empresitas explotadoras. ¿Qué es lo que
falló, y cómo evitar, en el futuro, la frustración de contribuir a una
formación comunitaria que después se fuga gota a gota fuera de la
comunidad, hacia el mercado?

 

Honestidad también para pensar, mientras sostienes un router en lo alto
de una escalera, en qué responderle a una compa de una comunidad a diez
horas de la capital cuando nos pregunta ¿y esto puedo hacerlo yo? Si,
compita, con la dedicación suficiente puedes crimpar cable, flashear un
router, aprender estos encantamientos sobre TCP/IP. Pero, al final del
día, tendrás que comprar este pinche router a una empresa gringa, y
pagar un sobreprecio salvaje por unos aranceles que no vas a ver
empleados en tu comunidad, y pagar el peaje por ingresar a la red de
redes, y pagar a la mafia de los nombres de dominio. Y todo para que a
la primera tormenta te quedes sin servicio y los hackercitos de la
capital se “hagan gas” porque están ocupados en otras cosas.

 

Para no caer en el solucionismo no me vale la solución tecnológicamente
elegante, sino la solución consensuada. Y la respuesta, en
tecnopolítica, es el social-ware: pasa más por cómo se construyen los
procesos, y cómo articulamos la gobernanza y las alianzas en nuestras
comunidades.

 

Redes libres, sí, ¿pero para quién estamos trabajando?

 

Parte de esa honestidad radical que necesitamos en tecnopolítica pasa
por no dejar nunca de descolonizarnos. Admiro lo que ha conseguido
Guifi.net en la remota Catalunya (8), y les deseo lo mejor en su futura
red nacional. Pero me desconcierta cuando les veo venir a zonas rurales
en Latinoamérica a decir que es fácil construir una red como la suya,
sin darse mucha cuenta de que están en comunidades donde incluso la
conexión eléctrica es precaria.

 

Puede que sea fácil cuando el coste de levantar un nodo o tirar fibra es
asumible sin que duela al bolsillo, o cuando un gran porcentaje de la
población tuvo acceso a formación técnica gratuita y de calidad. Es un
error caer en la tentación de extrapolar experiencias en contextos
diferentes. Cierta propaganda tecno-positivista es realismo mágico:
puede ser prefigurativa, ilusionante, pero si no se aterriza no deja de
ser una fábula.

 

Por otro lado, no consigo quitarme la sensación de que cada dispositivo
que conectamos, sin hacer otro trabajo de comunicación autogestiva
paralela igualmente importante, viene a hacer proselitismo y trabajo
gratis para Mr. Zuckerberg y su banda. Se te queda un poco cara de
estúpida cuando instalas software libre en un aula de informática con
compus viejitas, con un enlace wifi casero, sólo para que veinte nuevas
terminales puedan conectarse a Facebook o ver videos en YouTube. Quizás
no habíamos pensado bien cuál era la prioridad allá, y desde nuestro
impulso de hacer en realidad sólo poníamos una pieza más en el tablero
del panóptico global.

 

Como dice la periodista Marta Peirano, fundadora de CryptoParty Berlín,
en su último libro, “el enemigo conoce el sistema” (9). Tiene que dar
mucha rabia levantar a pulso un proyecto como la red callejera SNET sólo
para que el gobierno de turno venga y se lo apropie (10). Quizás la
lección ahí sea que no sirve de nada autocensurar las conversaciones
sobre política porque venir a desmantelarte será un acto político. O
acaso nuestras redes tienen que ser más oscuras, o más analógicas y más
efímeras, atacar y desaparecer para que no puedan nunca ser apropiadas.

 

    O acaso nuestras redes tienen que ser más oscuras, o más analógicas
    y más efímeras, atacar y desaparecer para que no puedan nunca ser
    apropiadas.

 

Mientras quede algo que decir

 

Al final de “los invisibles”, un libro hermoso sobre la movida autónoma
en la Italia de los 70s (11), alguien dice que ganaron, porque las
radios libres seguían encendidas, pero que también perdieron: perdieron
compas por la heroína, la represión, las deserciones y la apatía. La
antena seguía emitiendo, pero nadie tenía ya nada que contar.

 

Elegir el bando de las de abajo es asumir repetidas pérdidas. Perdemos
cuando aparecemos en una comunidad en el amazonas con radios de onda
corta, al mismo tiempo que el oficialismo inaugura antenas de LTE. La
misma temporada trajo la señal, la cocaína, el whatsapp y la
prostitución. Con o sin carretera. Extractivismo no es sólo lo que se
lleva nuestras materias primas: es el exterminio de nuestras formas de
vida ancestrales. Es la claudicación de lo digital.

 

Dirán que está pesimista esta imilla, pero como dijo alguien, sólo las
pesimistas pueden cambiar las cosas. Sabemos que será lento y penoso el
trabajo que tenemos enfrente. Lo haremos con los medios a nuestro
alcance, cambiando de táctica cuantas veces haga falta. Y cuando llegue
el momento de decidir, la tecnología que consideremos apropiada para
comunicarnos seguramente lleve décadas desfasada. Pero estaremos
orgullosas del mecanismo social que la sostenga.

 

Mientras nos quede algo que decir, ahí estaremos. Quizás no se nos
escuche tan lejos, ni tan rápido, ni tengamos la mejor conectividad.
Pero nuestra voz no hay quien la calle.