Los que se van de Omelas
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  Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las 
  golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante 
  ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, 
  los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de 
  los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y 
  paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las 
  avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y 
  los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas 
  eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, 
  maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero 
  dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando 
  mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música 
  era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y 
  la gente bailaba, toda la procesión no era más que un 
  enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus 
  agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas 
  por encima de la música y de los cantos. Todas las 
  procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la 
  ciudad, hacia la gran pradera llamada Verdecampo, donde 
  chicos y chicas, desnudos bajo el sol, con los pies, las 
  piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban 
  a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban 
  ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines 
  estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. 
  Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban 
  muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha 
  hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y 
  al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas 
  con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la 
  nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con 
  un fuego blanco y oro bajo la luz del sol, ornada por el 
  profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso 
  para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto los 
  gallardetes que limitaban el terreno donde iba a 
  desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios 
  prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por 
  las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más 
  próxima, avanzando siempre, un agradable presente 
  difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se 
  condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de 
  campanas.
  
  ¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo 
  describir a los ciudadanos de Omelas?
  
  Entiendan, no eran gentes simples, aunque fueran felices. 
  Pero las palabras que expresan la alegría ya no suenan muy a 
  menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Una 
  descripción tal tiende a afirmar mis presunciones. Una 
  descripción tal tiende a hacer pensar en la próxima 
  aparición del Rey, montado en un espléndido garañón y 
  rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de 
  oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no 
  había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había 
  esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las 
  leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco 
  numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, 
  tampoco tenían Bolsa de Valores, ni publicidad, ni policía 
  secreta, ni bombas atómicas. Y sin embargo, repito que no 
  eran gentes simples, tranquilos campesinos, nobles salvajes, 
  benévolos utopistas. No eran menos complicados que nosotros. 
  Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada 
  por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad 
  como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, 
  sólo el mal es interesante. Ésta es la traición del 
  artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el 
  terrible aburrimiento del dolor. Si no pueden ganarles, 
  únanse a ellos. Si eso duele, vuelvan a comenzar. Pero 
  aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la 
  violencia es perder todo lo demás. Y casi lo hemos perdido 
  todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar 
  la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas 
  palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto 
  niños ingenuos y felices…, aunque, de hecho, sus niños 
  eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y 
  apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. 
  ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor 
  descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena 
  en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; érase una 
  vez, hace tanto tiempo, en un lejano país… Quizá sería 
  mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no 
  estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré 
  satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su 
  tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros 
  volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los 
  habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se 
  funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, 
  lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si 
  se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni 
  necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, 
  etcétera—, podían tener perfectamente calefacción 
  central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa 
  clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos 
  inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía 
  distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá 
  no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor 
  importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los 
  habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante 
  los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes 
  rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de 
  Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su 
  arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado 
  del Campo. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les 
  parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, 
  caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les 
  parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, 
  no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de 
  donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas 
  enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a 
  copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, 
  deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque 
  ésta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no 
  tener templos en Omelas…, al menos no templos materiales. 
  Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas 
  pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, 
  ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los 
  hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las 
  procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de 
  las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la 
  gloria del deseo, y que (y éste no es un extremo que haya 
  que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales 
  sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que 
  sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser 
  de otro modo? Al principio pensaba que no existían las 
  drogas, pero ésta es una actitud puritana. Para aquellos que 
  lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede 
  perfumar las calles de la ciudad, el drooz que primero aporta 
  al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble 
  ligereza, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora 
  languidez, y finalmente maravillosas visiones del verdadero 
  arcano y de los más grandes secretos del Universo, al tiempo 
  que excita los placeres del sexo más allá de toda 
  imaginación…, y no crea hábito. Para aquellos que tienen 
  gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. 
  ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El 
  sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del 
  valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos 
  tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria 
  carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; 
  está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer 
  generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no 
  contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más 
  justo y más hermoso que hay en la mente de todos los 
  hombres, y con el esplendor del verano dominando el mundo: 
  eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, 
  y la victoria que celebran es la victoria de la vida. 
  Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de 
  tomar drooz.
  
  La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya 
  Campoverde. Un maravilloso aroma a comida escapa de las 
  tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de 
  los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso 
  pastel permanecen prisioneras en la barba gris de un hombre 
  de rostro placentero. Los chicos y las chicas han montado en 
  sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida 
  de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, 
  distribuye flores de una gran capa, y la gente se las mete 
  entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años 
  permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una 
  flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le 
  sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar 
  y ni siquiera les ve, sus ojos oscuros están perdidos en la 
  suave y ondulante magia de la melodía.
  
  De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la 
  flauta de madera.
  
  Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una 
  trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se 
  halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, 
  penetrante. Los caballos patalean y se agitan. 
  Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el 
  cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: 
  «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro…». 
  Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de 
  partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la 
  impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el 
  viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.
  
  ¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta 
  celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? 
  Entonces déjenme describirles algo más.
  
  En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos 
  de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas 
  mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada 
  con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta 
  luz se filtra en su interior por los intersticios de las 
  planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún 
  lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño 
  cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de 
  mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado 
  cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen 
  serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto 
  tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una 
  alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado 
  en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece 
  tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es un 
  retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su 
  imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la 
  falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los 
  dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado 
  en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene 
  miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los 
  ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la 
  puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta 
  permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto 
  algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso 
  del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría 
  horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, 
  aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para 
  que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran 
  al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. La 
  escudilla y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta 
  vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes 
  que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el 
  niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede 
  recordar la luz del sol y la voz de su madre, habla algunas 
  veces. «Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. 
  ¡Seré bueno!». Ellos no contestan nunca. Antes, por la 
  noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero 
  ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, 
  mhmm-haa», y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus 
  piernas son puros huesos y su vientre una enorme 
  protuberancia; vive de medio bol de harina y manteca al día. 
  Está desnudo. Sus muslos y sus posaderas no son más que una 
  masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado 
  sobre sus propios excrementos.
  
  Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. 
  Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden 
  que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus 
  relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus 
  sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de 
  sus cosechas y la clemencia de su clima dependen 
  completamente de la horrible miseria de aquel niño.
  
  Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen 
  entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de 
  comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño 
  son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo 
  a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les 
  haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran 
  siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten 
  el desaliento, al que siempre se habían creído superiores. 
  Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas 
  las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. 
  Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera 
  conducido a la luz del sol, fuera de aquel abominable lugar, 
  si fuera lavado y alimentado y reconfortado, sería sin la 
  menor duda una gran cosa; pero si se hiciera esto, toda la 
  prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían 
  destruidas a la siguiente hora. Ésas son las condiciones. 
  Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y 
  mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas 
  por la posibilidad de la felicidad de uno solo: sería dejar 
  ingresar el crimen en la ciudad.
  
  Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay 
  que decirle una palabra amable al niño.
  
  A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o 
  inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y 
  afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando 
  durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan 
  a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no 
  obtendría gran cosa de su libertad: un pequeño y vago 
  placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. 
  Es demasiado deficiente y estúpido como para conocer la 
  menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo en el 
  miedo para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres 
  son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un 
  trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría 
  indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, 
  sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que 
  sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan 
  cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia 
  de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, 
  su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su 
  impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente 
  del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la 
  felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, 
  al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la 
  compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de 
  tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su 
  arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su 
  ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados 
  con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable 
  no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, 
  el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa 
  música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se 
  alinean para la carrera, bajo el sol de la primera mañana 
  del verano.
  
  ¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? 
  Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.
  
  A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al 
  niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; 
  de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, 
  un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno 
  o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a 
  la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen 
  andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van 
  solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el 
  viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de 
  iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los 
  campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o 
  hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan 
  Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para 
  la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen 
  es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es 
  imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin 
  embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy 
  bien hacia dónde van.
  
  
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  Ursula K. Le Guin, «The Ones Who Walk Away from Omelas» 
  (Los que se van de Omelas, traducción de Domingo Santos y 
  Sebastián Castro). El relato fue publicado originalmente en 
  la antología de ciencia ficción *New Dimensions 3* (editada 
  por Robert Silverberg), en octubre de 1973. La autora lo 
  incluyó más tarde en su colección de cuentos *Las doce 
  moradas del viento* (1975).
  
  https://lecturia.org/cuentos-y-relatos/ursula-k-le-guin-los-que-se-van-de-omelas/2421/