| ACERCA DE MÍ Y ESTE ESPACIO EN GOPHER Y HTTP
Soy editor y diseñador editorial. Escribo
también algunas veces crónicas, artículos,
reseñas, ensayos, ficciones, algún poema. Vivo
en México.
De lo tantísimo que debo a mi amigo Emilio[1]
está hacerme notar un alegato a favor de la
marginalidad y las cosas sencillas, que pasé
por alto u olvidé más tarde cuando leí la
novela hace ya más de veinte años:
«Nuestro método es más simple y, creemos,
mejor. Sólo pretendemos conservar los
conocimientos imprescindibles, intactos y a
salvo. No queremos por ahora incitar las iras de
nadie. Pues si nos destruyen, el conocimiento
muere con nosotros, quizá para siempre. Somos
ciudadanos modelo, a nuestro modo. Caminamos por
los viejos rieles, dormimos de noche en las
colinas y la gente de las ciudades nos deja en
paz. Nos detienen y nos registran a veces, pero
de nada pueden acusarnos. La organización es
flexible, fragmentaria y dispersa. Algunos nos
hemos cambiado la cara o las impresiones
digitales con ayuda de la cirugía. En este
preciso momento nuestra tarea es horrible.
Estamos esperando a que estalle la guerra y que,
con la misma rapidez, llegue a su fin. No es
nada agradable, pero no gobernamos las cosas.
Somos la rara minoría que clama en el desierto.
Cuando la guerra termine, quizá podamos ser
útiles al mundo».
―Ray Bradbury, *Fahrenheit 451*, traducción
de Francisco Abelenda, México: Planeta, pp. 176.
Se trata de una lección de humildad y ―aun
con pesar algunas veces― de generosidad, cuyo
propósito sea, quizá, sostener esa parte del
mundo que las otras intentan sepultar o hacer
arder (porque la angustia, soledad y desorden de
la mente devienen seguido en la angustia,
soledad y desorden del mundo). Sus
manifestaciones no son raras. Ni en el arte ni
en la web o en nuestra propia calle. Pero, como
resulta evidente, no son mayoritarias.
No gobiernan las cosas.
Perduran y persisten, en cambio.
Por eso conviene, creo, recordar esas palabras
de Bradbury, sobre todo en internet (aunque no
sólo ahí), donde tan seguido la codicia
intenta arrebatarnos el fuego. El mismo fuego
que aprendimos a crear para reunirnos a su
alrededor desde hace milenios, en busca de
calor, alimento e historias, y que hoy nos aisla
y convierte en súbditos más veces de las que
nos une o libera a través de la pantalla (el
contrato social de Rawtext detalla esto
mejor).[2]
Pero no tiene que ser así. Y no lo será
mientras nosotros, que caminamos sobre las vías
abandonadas, que dormimos de noche en las
colinas, que nos entendemos granos de arena,
fragmentos diminutos y dispersos de un mapa que
no vemos pero brilla, como debe brillar la Vía
Láctea en la oscuridad del mar o el desierto,
persistamos en nuestra tarea, en todo lugar, en
todo tiempo. Y mientras conservemos la alegría
y el deseo de explorar,[3] de crear y compartir
lo que sea que podamos.
Personalmente, me adhiero aquí ―y fuera de
aquí― al espíritu del no tan improvisado
manifiesto Bradbury que compartió mi amigo
aquella vez:
1. Sólo pretendemos conservar los
conocimientos imprescindibles,
intactos y a salvo.
2. Nuestra organización es flexible,
fragmentaria y dispersa.
3. No gobernamos las cosas.
4. Caminamos por los viejos rieles,
dormimos de noche en las colinas
y la gente de las ciudades nos
deja en paz.
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