EUGENIO ONEGUIN
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Aleksandr Pushkin


A PEDRO ALEKSANDROVICH PLETNEV

No pensando divertir al orgulloso mundo, y en aprecio a nuestra amistad,
quisiera ofrecerte un testimonio digno de ti, digno de un alma bella
colmada de sueños sagrados, de poesía pura y verdadera, de pensamientos
elevados y de sencillez. Pero ¡qué se va a hacer! Acepta, con mano
benevolente, esta colección de capítulos tan diversos, mitad cómicos,
mitad tristes, populares, espirituales, fruto descuidado de mis
entretenimientos, insomnios, inspiraciones ligeras, frías observaciones
de mi cerebro y amargas decepciones del corazón; fruto de mis años
marchitos antes de florecer.


CAPÍTULO PRIMERO

Se apresura a vivir y a sentir

(Príncipe de Viasemski)

Mi tío, hombre de austeras normas de vida, al caer seriamente enfermo,
se atrajo súbitamente el respeto de cuantos le rodeaban.

¡Que su ejemplo sirva a los demás de ciencia! Pero ¡Dios mío, qué
aburrimiento estar sentado día y noche con un enfermo, sin alejarse de
él ni un solo paso! ¡Qué fastidio tan enorme divertir a un moribundo,
arreglarle las almohadas, darle tristemente la medicina y suspirar y
pensar: <<¿Cuándo te llevará el diablo?>>!

Así pensaba el joven atolondrado y pícaro, único heredero de todos sus
parientes, corriendo en una diligencia, por la voluntad del
Todopoderoso, en medio de una nube de polvo.

Amigos de Ruslán y Ludmila^([1]), permitidme que ahora mismo, sin más
introducción, os presente al héroe de mi novela. Mi buen amigo Onieguin
nació a orillas del Neva, donde tal vez naciste o brillaste tú, lector.
Yo me paseé mucho tiempo por allí; pero el clima del Norte me sienta
mal.

Su padre, trabajando concienzudamente y con nobleza, vivía acosado de
deudas; daba tres bailes al año, lo que acabó de arruinarle. No
obstante, el destino protegía a Onieguin; al principio le cuidaba una
_madame_, más tarde le reemplazó un _monsieur_. El niño era travieso,
pero simpático. _Monsieur l’abbé_, un francés pobre, para no atormentar
al chiquillo, le enseñaba todo entre bromas, no le aburría con severas
reglas de moral, le regañaba levemente por las travesuras y le llevaba
de paseo al Jardín de Verano^([2]).

Cuando llegaron para Eugenio los días de las esperanzas y de la tierna
melancolía, los días de la rebelde juventud, echaron a monsieur. He aquí
a mi Onieguin en libertad, frecuentando el gran mundo, peinado a la
última moda y vestido como un _dandy_ de Londres. Sabía hablar y
escribir perfectamente el francés, bailaba muy bien la mazurca y
saludaba con elegancia. ¿Qué más queréis? La sociedad decretó que era
inteligente y muy simpático.

Todos hemos estudiado poco y de cualquier manera; así es que, gracias a
Dios, en nuestro país no es difícil sobresalir en educación. Onieguin
era, según la opinión de muchos —jueces seguros y severos—, un joven
erudito, pero pedante. Poseía el afortunado talento de saber hablar
superficialmente de todos los temas con el aire docto del conocedor, de
guardar silencio en una conversación seria y de despertar la sonrisa de
las damas con el fuego de inesperados epigramas. Sospechaban en él un
talento. Verdaderamente, podía sostener una discusión varonil sobre
Byron y Benjamín, sobre los carbonari, Parni o el general Jomin^([3]).
Hoy día el latín no está de moda; pero, a decir verdad, él sabía lo
bastante este idioma para poder descifrar los epígrafes, hablar de
Juvenal, poner un _vale_ al final de una carta y recitar sin dificultad
dos o tres versos de la Eneida. No tenía suficiente afán ni interés para
rebuscar en el polvo cronológico la historia de la tierra; pero se sabía
de memoria todas las anécdotas desde los tiempos de Rómulo hasta
nuestros días. No tenía ninguna pasión elevada, y, careciendo de
verdadero interés por el estudio de la poesía, no podía distinguir el
yambo del coreo, como nos pasa a nosotros. No le gustaban Homero ni
Teócrito; sin embargo, leía a Adam Smith y era un profundo economista;
es decir, sabía juzgar de qué manera el gobierno se enriquece, de qué
vive y por qué no le hace falta oro cuando tiene materias primas. Su
padre no le comprendía y empeñaba sus tierras.

No tengo tiempo de enumerar todo cuanto sabía Onieguin; pero en lo que
era un verdadero genio, lo que conocía más a fondo, lo que desde su
juventud era para él trabajo, sufrimiento y alegría, lo que ocupaba todo
el día de su pereza y hastío, era la ciencia de la dulce pasión que
cantó Ovidio Nasón, y por la que acabó como un mártir su vida brillante
y turbulenta en la profundidad de las estepas de Moldavia, lejos de
Italia. El ímpetu del corazón, engaño encantador, nos hace sufrir muy
pronto. No es la Naturaleza la que nos enseña el amor, sino madame de
Staël y Chateaubriand.

Con ansia deseamos conocer prematuramente la vida, y la aprendemos en
las novelas. Hemos conocido todo; pero entretanto, no hemos gozado de
nada. Adelantando la voz de la Naturaleza no hacemos más que perjudicar
nuestra dicha, y la ardiente juventud vuela demasiado tarde tras ella.
Onieguin pasó también por esta fase; sin embargo, ¡qué bien conoció a
las mujeres! Muy pronto supo fingir, ocultar la esperanza y los celos,
desengañar, persuadir, mostrarse sombrío, decaído, orgulloso u
obediente, atento o indiferente. ¡Con qué languidez callaba! ¡Qué fogosa
elocuencia! En las cartas de amor, ¡qué deliciosas negligencias! Sabía
olvidarse de sí mismo, deseando sólo una cosa, viviendo únicamente para
ella. ¡Qué rápida y dulce era su mirada, qué tímida e impertinente! A
veces, sus ojos se enturbiaban con lágrimas sumisas. ¡Qué bien sabía
adaptarse a las circunstancias! Maravillaba a las almas sencillas,
asustándolas con desesperación premeditada o divirtiéndolas con
agradables lisonjas. Aprovechaba el momento de emoción y descuido del
alma cándida, conquistaba con inteligencia y pasión, sabía esperar una
caricia involuntaria, suplicar o exigir una confesión, captar el primer
latido del corazón, perseguir el amor, lograr de repente una entrevista
secreta y después dar a solas lecciones en silencio. Enseguida supo
atormentar a las perfectas coquetas. Cuando quería humillar a sus
rivales, les tendía sutiles redes, los difamaba mordazmente; pero
vosotros, maridos ingenuos, seguíais siendo amigos suyos. El esposo
celoso estaba bien con él, a pesar de ser discípulo de Faublas^([4]), lo
mismo que el viejo desconfiado y el inconsciente cornudo, satisfecho de
sí mismo, de su comida y su mujer. ¡Qué bien sabía atraer la piadosa
mirada de la viuda resignada, y, aparentando timidez y azoramiento,
entablar conversación con ella! ¡Cómo sabía disertar sobre el platonismo
con cualquier señora, hacer reír con un epigrama inesperado y seguir la
corriente a la tontuela! Se parecía al lobo fiero que, consumido por el
hambre, sale al bosque frondoso y corretea entre los perros alrededor
del rebaño sin experiencia; todo duerme, y, de pronto, el ladrón huye
con un corderito al bosque sombrío.

A veces, cuando aún está en la cama, le traen tarjetas. ¿Qué será? ¿Una
invitación? En efecto, tres casas le invitan para la noche; aquí habrá
un baile, allí una fiesta infantil. ¿Adónde acudirá mi travieso, por
quién empezará? Da igual; no es difícil llegar a tiempo a todos los
sitios. Por el momento, en traje de mañana, con un ancho sombrero a lo
Bolívar, Onieguin se pasea por los grandes y espaciosos bulevares, hasta
que el toque sonoro le llama a comer.

Ya oscurece; se sienta en el trineo, se oye el grito del cochero:
<<Cuidado, cuidado>>; un polvillo helado platea su cuello, de castor.
Corre hacia el <<Tolón>>; está seguro de que allí le aguarda
Kaverin^([5]). Al entrar, un corcho salta hasta el techo, liberando el
vino, que brota cual cometa. Le sirven un _roastbeef_ ensangrentado,
trufas, lujo de los años juveniles, y el mejor aspecto de la cocina
francesa: el inmortal pastel de Estrasburgo, el queso de Limburgo y la
dorada piña. La sed pide más copas, quiere apagar el ardor de la grasa
de las croquetas; pero un toque les avisa que el nuevo _ballet_ ha
empezado. Mordaz legislador del teatro, admirador voluble de las
encantadoras actrices, respetable ciudadano de los bastidores, Onieguin
volaba al teatro donde cada cual, respirando la crítica, está a punto de
aplaudir el _entre-chat_, silbar _Fedra o Cleopatra_, llamar a
Moina^([6]) por el mero gusto de lucirse. ¡Fantástico mundo! Allí, en
los viejos tiempos, brillaron Fonvisen^([7]), amigo de la libertad y
poseedor de la sátira atrevida, y su imitador Kniagnin; allí Ozerov
compartió las lágrimas y los aplausos de los espectadores con la joven
Semionova; allí nuestro Katenin resucitó el elevado género de Corneille;
allí se representaron las numerosas comedias de Chajovcki; allí nació la
fama de Didlo; allí, entre bastidores, transcurrieron mis años
juveniles. ¡Diosas mías! ¿Qué es de vosotras? ¿Dónde os halláis?
Escuchad mi triste llamada. ¿Seguís siempre iguales? ¿Otras doncellas,
sustituyéndoos, lograrán reemplazaros? ¿Escucharé de nuevo vuestros
coros? ¿Volveré a contemplar la danza sutil de la Terpsícore rusa? Pero
tal vez mi mirada cansada no encontrará en la escena aburrida caras
conocidas, y, fijando en este mundo ficticio los desilusionados
impertinentes, espectador indiferente de la alegría, me pondré a
bostezar en silencio y a recordar el pasado.

Ya está lleno el teatro; resplandecen los palcos; el _parterre_ y la
platea burbujean; en el impaciente gallinero aplauden. Al levantarse el
telón, aparece Itsomina^([8]), brillante y vaporosa, rodeada de ninfas y
obediente al mágico arquillo del violín. Con un pie roza apenas el
suelo, con el otro gira lentamente; de pronto da un salto y un instante
después vuela como el plumón a los sones de Eolo. Su esbelto talle se
cimbrea mientras bate una pierna con otra. Todos aplauden. Onieguin
entra y se abre paso entre las butacas, pisando de continuo. Dirige los
impertinentes hacia los palcos de las damas desconocidas, recorre con la
mirada todos los pisos; no le gustan las caras ni los atavíos. Por todos
lados saluda a caballeros, con displicencia echa una mirada a la escena,
da la vuelta, bosteza y piensa: <<Ya es hora de variarlos a todos: he
soportado durante mucho tiempo el _ballet_; pero hasta Didlo me cansa>>.

En la escena saltan todavía los amores, demonios y serpientes…

La gente no termina de patalear, toser, sisear, aplaudir. En los
vestíbulos dormitan los lacayos, envueltos en sus pellizas; por todas
partes brillan faroles; los caballos, arrecidos, piafan, cansados de la
espera, y los cocheros, alrededor del fuego, insultan a sus amos y dan
palmadas. Pero ya salió Eugenio; va a su casa para cambiarse de traje.

Me gustaría pintar un cuadro exacto del solitario gabinete en donde
Onieguin, alumno ejemplar de la moda, se viste, se desviste y se vuelve
a vestir. Todo lo que vende Londres, meticuloso en los abundantes
caprichos, y que a través de las olas del Báltico nos trae a cambio de
madera y tocino. Todo cuanto en París un gusto ávido inventa para el
entretenimiento, el lujo y lo superfluo de la moda, todo adornaba el
cuarto de este filósofo de dieciocho años. Pipas de ámbar de
Constantinopla, objetos de porcelana y bronce sobre la mesa, delicias
para los gustos refinados, perfumes en frascos de cristal, peines, limas
de mesa, tijeras rectas y torcidas, treinta clases de cepillos para las
uñas y para los dientes.

Rousseau, me permito anotar de paso, no podía comprender cómo el serio
Grim se atrevía a limpiarse las uñas en su presencia; pero en este caso
el insensato y elocuente defensor de la libertad y de los derechos se
equivocaba completamente. Se puede ser un hombre activo y pensar en el
cuidado de las uñas al mismo tiempo. ¡Para qué discutir con nuestro
siglo inútilmente! La costumbre es déspota entre los hombres.

Eugenio, segundo Kaverin, temía a los críticos envidiosos; era un
pedante en el vestir, y lo que nosotros llamaríamos un petimetre. Se
pasaba, por lo menos, tres horas delante del espejo y salía del tocador
semejante a la Venus si, ataviada de traje masculino, la diosa se
dirigiese a un baile de máscaras. En la Europa actual, entre la gente
educada, el arreglo de las uñas no parece una tarea pesada.

Entreteniendo vuestra mirada curiosa, yo podría describir aquí su traje
a la última moda. Claro que esto sería atrevido, mas describir es mi
asunto. Pero en ruso no existe ninguna de estas palabras: pantalón,
frac, chaleco; lo reconozco y me excuso, pues ya sin esto mi pobre
estilo podría contener menos palabras extranjeras, aunque haya
consultado el diccionario académico.

Ahora no es éste nuestro objeto; es mejor, corramos deprisa al baile,
adonde va Onieguin en una carretela de alquiler. Los dobles faroles del
coche forman arco iris en la nieve, y a lo largo de la dormida calle
irradian alegremente su luz sobre las casas apagadas. Súbitamente brilla
una soberbia casa, toda rodeada de lamparillas; en los ventanales se
divisan sombras, perfiles de damas y de famosos donjuanes. He aquí a
nuestro héroe, que se acerca a la entrada, pasa delante del portero,
sube los escalones como una flecha, se alisa el pelo con una mano y
entra.

La casa rebosa de gente, y la música ruge, ya cansada de tanto tocar; la
multitud está ocupada con la mazurca, entre el ruido y las apreturas;
resuenan las espuelas de los apuestos militares, las piernecitas de las
lindas damas giran, tras sus rastros vuelan miradas inflamadas, y el
lamento de los violines ahoga el cuchicheo envidioso de las esposas.

En los días alegres y placenteros también yo me volvía loco por el
baile; no hay lugar más seguro para una declaración y para la entrega de
una carta. ¡Oh respetables maridos! Voy a ofreceros mis servicios; os
ruego que tengáis en cuenta mis consejos; os quiero advertir, igual que
a vosotras, mamás: sed más severos, observad mejor a vuestras esposas e
hijas, mantened firmes vuestros impertinentes; si no, si no…, ¡Dios os
libre! Yo escribo esto porque ya no peco hace mucho tiempo. ¡Ay de mí!

Malgasté mucha vida en tantas diversiones; pero, si no fuera por las
austeras costumbres, aun ahora me gustarían los bailes. Me encantan la
juventud jovial, el bullicio, el lujo, la alegría, los atavíos
complicados de las damas. Adoro sus piernecitas, aunque no es fácil
encontrar tres pares de piernas hermosas en toda Rusia. ¡Ay, durante
mucho tiempo yo no pude olvidar dos piernecitas! Triste y desencantado,
todavía me acuerdo de ellas y en sueños me perturban el corazón. ¿Cuándo
y dónde, en qué desierto las olvidarás, insensato? ¡Ay, piernecitas,
piernecitas! ¿Dónde estáis ahora? ¿En qué sitio pisáis las flores
eternas? Acostumbradas a la delicadeza de Oriente, no habéis dejado
huellas en la triste nieve del Norte. Os gustaban las mullidas alfombras
y sus contactos soberbios. Hace mucho tiempo que por vosotras olvidé la
sed de la gloria y de los elogios, la tierra de mis padres y la
reclusión. Desapareció la felicidad juvenil a la par que vuestras
ligeras huellas de los prados.

El pecho de Diana y las mejillas de Flora son encantadores, queridos
amigos; sin embargo, la piernecita de Terpsícore tiene más encantos para
mí, promete a la mirada una recompensa inapreciable, atrae con su
belleza ideal los más caprichosos deseos; la quiero, amiga Elvina, bajo
el largo mantel de la mesa, sobre el verdor de los prados en primavera,
ante el hierro de la chimenea en invierno, en el suelo de la sala
encerado como un espejo, al lado del mar, en la roca de granito. Me
acuerdo del mar antes de la tormenta. ¡Cómo envidiaba a las olas que
corrían impetuosas a tenderse con amor a sus pies! ¡Cuánto deseaba yo
entonces rozar con mis labios sus lindos pies al par que las olas! No,
nunca en los ardientes días de mi juventud fogosa deseé yo con tanto
sufrimiento besar los labios de Armida, las rosas ardientes de sus
mejillas o sus lánguidos senos. ¡No, nunca desgarró tanto mi alma el
ímpetu de la pasión! Recuerdo otros tiempos, a veces en secretos
ensueños, sujeto a la dicha por el estribo, y siento la piernecita entre
mis manos. Mi imaginación hierve de nuevo, su roce enciende la sangre de
mi corazón marchito y vuelve el tedio, el amor… Pero basta ya de
glorificar bellezas altaneras con mi lira charlatana; no son dignas de
las pasiones ni de los cantos que inspiran sus palabras encantadoras, y
sus miradas engañan igual que sus piececitos.

¿Qué hay de mi Onieguin? Rendido, después del baile vuelve a su casa
para dormir, mientras el turbulento Petersburgo se despierta al redoble
del tambor. El comerciante se levanta, el vendedor ambulante sale a la
calle, el izvoschik^([9]) se dirige a su parada; una mujer de
Ojta^([10]) corre con un jarro de leche; la nieve cruje bajo sus pies.
Los agradables ruidos de la mañana surgen por doquier, las persianas se
abren, el humo de las chimeneas se eleva en torbellinos hacia el cielo
azul, y el panadero, alemán metódico, con un gorro de papel, ya abrió
varias veces su _was ist das_.

El hijo de lujo y de las diversiones, cansado del alboroto del baile,
duerme apaciblemente en la beatífica oscuridad, transformando el día en
noche. Se despierta después del mediodía y reanuda su vida monótona y
abigarrada hasta la mañana siguiente. Hoy igual que ayer, mañana igual
que hoy. Pero ¿era feliz mi Eugenio con su libertad, en la flor de sus
mejores años, en medio de sus brillantes conquistas, entre sus diarios
goces? No; enseguida se enfriaron sus sentidos, le cansó el mundanal
ruido, las bellezas ocuparon muy poco sus pensamientos cotidianos, las
infidelidades tuvieron tiempo de fatigarle, los amigos y la amistad le
aburrieron. No siempre se puede regar el bistec y el pastel de
Estrasburgo con una botella de champaña, ni acumular palabras mordaces
cuando duele la cabeza; aunque era un pícaro inflamable, al fin acabó
por odiar la guerra, la espada y el plomo.

La enfermedad cuya causa es necesario buscar en lejanos tiempos,
parecida al esplín inglés, o mejor, a nuestra _jandra_ rusa, se fue
apoderando poco a poco de él. ¡Gracias a Dios, no le vino la idea de
darse un tiro; pero perdió todo su apego a la vida! Como Childe Harold,
frecuentaba los salones, taciturno y melancólico; nada le conmovía, nada
le sacaba de su ensimismamiento: ni los chismes de sociedad, ni el
boston, ni las miradas prometedoras, ni los suspiros indiscretos.
¡Caprichosas del gran mundo! A todas os abandonó él antes que le
dejaseis. Verdad es que en nuestros tiempos el buen tono es bastante
aburrido. Puede ser que alguna dama hable de Sey o de Bentham; pero, en
general, su conversación es más insoportable que una charla insulsa.
Añádase a esto que son tan castas, tan altaneras, tan inteligentes, tan
devotas, tan prudentes, tan serias, tan inaccesibles a los hombres, que
con sólo verlas ya da el esplín. También a vosotras os dejó mi Eugenio,
jóvenes bellezas que los drochki^([11]) atrevidos raptan por las calles
de San Petersburgo al anochecer. Renegando de los placeres tempestuosos,
Onieguin se encerró en su casa, bostezando, tomó la pluma: quería
escribir; pero este trabajo tenaz le fastidiaba; no salió nada de su
pluma y no entró en la corporación de los hombres agresivos, a los que
no juzgo, porque pertenezco a su gremio.

Se dedicó de nuevo al ocio, languideció por el vacío de su alma, se
sentó con la loable intención de apropiarse de la ciencia ajena; sobre
el estante colocó una fila de libros; leía, leía, mas todo sin provecho.
Este es aburrido, aquél contiene desengaño y extravagancias, el uno
carece de conciencia, el otro está desprovisto de sentido; los clásicos
son anticuados, los modernos deliran de vejez; todos, bajo diferentes
aspectos, son pesados. Abandonó los libros, como hiciera antes con las
mujeres, y corrió la cortina negra, en señal de luto, sobre la
estantería cubierta de polvo.

Como él, me liberé del peso de los prejuicios sociales, abandoné las
vanidades y por aquella época me hice amigo suyo. Me gustaban sus
rasgos, su voluntaria inclinación a soñar, su original rareza y su
temperamento áspero y frío. Yo estaba amargado; él, sombrío. Los dos
conocíamos el ardor de las pasiones; la vida nos aburría a ambos; en
nuestros corazones se había apagado el fuego; a los dos nos esperaba la
maldad de la ciega Fortuna y de la gente desde el principio de nuestros
días. Todo era triste, penoso y doloroso. Pero en la lucha venció mi
inteligencia; mi suerte se unió voluntariamente a su destino
desconocido. Desanimó el entusiasmo de mi pensativa juventud; pero yo
encontraba en sus charlas una dulzura indecible. Me puse a ver con sus
ojos; mis palabras tomaron el son de su triste habla. Descubrí el pobre
tesoro de la vida a cambio de los errores pasados de fe y esperanza, don
de los ignorantes.

El alma del que ha vivido y ha pensado no puede por menos de despreciar
a la gente. A aquel que es sensible le atormenta la visión de los días
irrevocables; ya no conoce el placer; la víbora del recuerdo y el
arrepentimiento le consumen. Todo esto añade a veces muchos encantos a
la conversación. Al principio, el lenguaje de Onieguin me desconcertaba;
pero me acostumbré a sus discusiones sardónicas, a sus bromas de miel y
vinagre y a la maldad de sus tenebrosos epigramas.

Muy a menudo, en la época de verano, cuando el cielo sobre el Neva está
claro y transparente y cuando el espejo del agua no refleja el rostro de
Diana, nos acordábamos de las pasadas relaciones, de los amores de
antaño. Otras veces, sentimentales e indolentes, nos embriagábamos
silenciosamente con el soplo de la noche, como el prisionero que en sus
delirios es transportado de la cárcel al bosque verde. Así nuestros
ensueños nos trasladaban a la época de nuestra primera juventud.

Con el alma llena de compasión, apoyado en el malecón, en pie, estaba
Eugenio todo pensativo. Reinaba el silencio; no se oía más que a los
centinelas nocturnos, que se llamaban el uno al otro, y, de cuando en
cuando, el ruido lejano de los _drochki_, que pasaban por la calle de
Milionaya, o la barca que bogaba en el río dormido, impulsada por los
remos, y a lo lejos nos fascinaban el clarín y la música alegre. Pero de
todas las diversiones nocturnas la más dulce era el canto de las octavas
de Tasso.

¡Oh, olas del Adriático! ¡Oh Brento! Tal vez no vuelva a veros ni a oír
vuestra mágica voz, sagrada para los hijos de Apolo, que me hizo
familiar la lira altanera de Albión. En libertad gozaré con indolencia
de las noches de la dorada Italia, bogando en una góndola secreta en
compañía de una joven veneciana, a veces charlatana, otras silenciosa;
con ella mis labios aprenderán el lenguaje de Petrarca y del amor.
¿Llegará la hora de mi libertad? ¡Ya es tiempo, ya es tiempo! La
imploro; voy errante por el piélago y la espero; invoco los vientos
favorables a la fiera tempestad que empuje mi barco entre las olas por
los caminos abiertos del mar. ¿Cuándo empezaré mi libre carrera? Ya es
hora de dejar la orilla aburrida; me es hostil el ambiente, y entre las
playas del Sur, bajo el cielo de mi África^([12]), podré suspirar por la
sombría Rusia, en la que sufrí, amé y enterré mi corazón^([13]).

Onieguin estaba decidido a visitar conmigo todos los países
desconocidos; pero el destino nos separó muy pronto por mucho tiempo.
Por aquel entonces murió su padre; delante de Eugenio se reunió un
regimiento de avarientos acreedores. Como cada uno tiene su inteligencia
y su manera de reaccionar, Eugenio, que odiaba los pleitos, se encontró
con su suerte; les entregó la herencia, no viendo en ello una gran
pérdida o previendo desde lejos la muerte de su tío. Efectivamente, de
pronto recibe una carta del intendente anunciándole que su tío está en
cama muriéndose, y que le alegraría despedirse de él. Después de leer el
triste mensaje, Eugenio se puso en camino apresuradamente, bostezando de
antemano y dispuesto, por el dinero, a los suspiros, al aburrimiento y
al engaño. Y aquí empecé yo mi novela. Pero al llegar al pueblo ya
encontró a su tío sobre la mesa mortuoria, preparado como un obsequio
para la tierra. En el patio había una multitud de sirvientes; de todas
partes llegaban, para ver al muerto, sus amigos y enemigos, así como los
frecuentadores de entierros. Enterraron al difunto; los curas y los
invitados comieron y bebieron, y después se retiraron gravemente, como
si se hubiese tratado de un negocio.

Dueño completo de los talleres, aguas, bosques y tierras, he aquí a
nuestro Onieguin convertido en provinciano, muy contento de haber
cambiado la antigua ruta de su vida. Durante dos días, la soledad de las
praderas, la frescura del bosque sombrío, el susurro del tranquilo
riachuelo le parecieron algo nuevo; al tercer días, el bosquecito, el
monte y los campos ya no le entretuvieron; más tarde le dieron sueño;
después vio claramente que hasta en el campo reina el mismo
aburrimiento, aunque no haya calles, ni palacios, ni cartas de amor, ni
bailes, ni versos. La _jandra_ le seguía, siempre en guardia, como si
fuese su sombra o una fiel esposa.

Yo, sin embargo, había nacido para la tranquilidad del campo. En la
soledad resuena mejor la voz de mi lira, adquieren más vida mis ensueños
de creador, me consagro a inocentes placeres, vago por las orillas del
lago solitario y el _dolce far niente_ es mi ley. Cada día me despierto
para la dulce indolencia, leo poco, como mucho y no corro tras la
gloria. ¿No es así como pasé mis años dichosos de juventud en la
tranquilidad y el reposo? ¡Flores, amor, aldea, prados, ocio, os quedo
consagrado con toda mi alma!

Estoy contento de encontrar siempre diferencias entre Onieguin y yo,
porque así, ni el lector burlón, ni el ingenioso editor, podrán
calumniarme al ver aquí sus rasgos, diciendo que he pintado mi retrato
como Byron, el orgulloso poeta. ¡Como si me fuera posible escribir un
poema sobre cualquier persona que no sea yo mismo! Diré de paso que
todos los poetas son amigos del amor soñador. A veces soñaba con lindos
objetos, mi alma guardaba su imagen secreta y después la musa les daba
vida. Así, indolente, canté en mis poesías a la doncella de las
montañas, mi ideal más elevado, y a las cautivas de los bordes del
Salguir.

Ahora oigo a menudo de vosotros, amigos, esta pregunta: <<¿Por quién
suspira tu lira? ¿A qué damisela envidiosa dedicaste tu canto? ¿Qué
mirada, impresionada con tu inspiración, recompensa tu pensativa melodía
con una tierna caricia? ¿A quién han divinizado tus versos?>>. ¡Amigos,
palabra de honor que a nadie! Yo he experimentado sin alegría alguna el
terrible tormento de la pasión. ¡Dichoso el que lo une al ardor de la
rima! Con esto aumenta el delirio sagrado de la poesía; siguiendo a
Petrarca y colmando las torturas del corazón, alcanzó, entretanto, la
gloria; pero yo, cuando amaba, tornábame tímido y mudo.

Pasa el amor, aparece la musa y se despeja mi sombría inteligencia; otra
vez libre, busco la unión entre los mágicos sonidos, los sentidos y los
pensamientos. Escribo, y el corazón no se aflige; la pluma, al contacto
de los versos incompletos, olvidándose, no describe ni los piececitos,
ni las cabezas de mujer; la ceniza apagada ya no se inflama. Sigo
estando triste; pero ya no tengo lágrimas, y muy pronto en mi alma se
calmarán los restos de la tempestad. Entonces empezaré un poema de
veinticinco cantos. Ya he pensado en la forma y en el nombre del héroe.
Por ahora he terminado el primer capítulo de mi novela. Lo repasaré
severamente. Sé que hay muchas contradicciones; pero no quiero
arreglarlas. Pagaré mi deuda a la censura, y para la crítica entregaré
los frutos de mi trabajo. Mostraré a orillas del Neva^([14]) mi recién
nacida creación para alcanzar los dones de la gloria: las malas
interpretaciones, los reproches y las discusiones.



CAPÍTULO II


¡Oh Rusia, inmensa aldea!

 

El pueblo donde se aburría Eugenio era un rinconcito encantador; allí el
amigo de los deleites inocentes podrá bendecir al cielo. La casa
señorial, aislada y protegida de los vientos por una montaña, dominaba
el riachuelo; a lo lejos, frente a ella, los prados y los jardines
dorados en flor mezclaban sus matices. Aquí y allí aparecían aldeas; los
rebaños andaban errantes por los campos, y la entrada ensanchaba el
profundo, enorme y abandonado parque, refugio de las pensativas dríadas.
El respetable castillo, sólido y tranquilo, fue construido al gusto de
la sabia antigüedad. Las estancias eran todas altas y espaciosas; el
salón estaba tapizado de seda; de las paredes colgaban retratos de los
zares, y estufas de azulejos lo adornaban. Todo estaba ahora
descolorido, no sé francamente por qué; pero la verdad es que a mi amigo
también le tenía sin cuidado, pues bostezaba del mismo modo en un salón
moderno que en uno antiguo.

Se estableció en aquel ambiente sosegado, en el que el antiguo dueño
mató moscas, regañó con el ama de llaves y miró por la ventana durante
cuarenta años. Todo era sencillo: el suelo de roble, los dos armarios,
la mesa, el diván de plumas; pero era imposible encontrar la mínima
mancha de tinta. Onieguin abrió los armarios; en uno encontró el libro
de las cuentas; en otro, un verdadero regimiento de licores, jarros con
sidra y un calendario del año mil; el anciano, siempre muy ocupado, no
había consultado nunca más libros que éstos. Solo en medio de sus
posesiones, al principio, para pasar el rato, pensó Eugenio en
establecer un nuevo orden. En su desierto, el sabio solitario sustituyó
el yugo de la antigua _barchina_^([15]) por un sencillo _obrok_^([16]),
y el siervo bendijo al cielo. Sin embargo, uno de sus vecinos,
calculador y avaro, se enfadó con él, viendo en esto un mal terrible;
otro sonrió astutamente, y todos sin excepción, acordaron a coro que era
un chiflado peligroso.

Al principio iban todos a visitarle; pero en cuanto vislumbraba sus
coches caseros a lo lejos del camino real, mandaba que le ensillasen su
caballo del Don y salía por la puerta trasera. Ofendidos por tal acto,
todos rompieron su amistad con él. <<Nuestro vecino es un ignorante, un
chiflado, un masón, y bebe vaso tras vaso de vino tinto, no besa la mano
a las señoras y habla a la manera moderna>>. Tal era la opinión general.

Por aquella época llegó al pueblo un nuevo propietario, llamado Vladimir
Lenski; también dio motivos de un severo juicio a la vecindad. Bello en
la plenitud de sus mejores años, con bucles negros hasta los hombros, de
alma hermana a la de Goethe, admirador de Kant y poeta, por añadidura;
de espíritu fogoso y bastante raro, poseía, además, un lenguaje
exaltado. De la brumosa Alemania trajo frutos de sabiduría y fantásticos
sueños. Su alma no se había marchitado aún con la fría corrupción de la
vida; el saludo de un amigo y el cariño de las jóvenes le consolaban; su
corazón bueno e inexperto alimentaba esperanzas. El lujo y el bullicio
del mundo fascinaban todavía su inteligencia juvenil. Entretenía las
dudas de su corazón con dulces sueños; el fin de nuestra vida era para
él un atrayente enigma, ante el que se rompía la cabeza y sospechaba
milagros. Creía que un alma gemela tenía que unirse a la suya, que,
languideciendo, le esperaba impaciente noche y día; creía que los amigos
eran capaces de tomar las cadenas por él, y que sus manos no temblarían
al romper el cáliz del calumniador; que hay entre los hombres amigos,
sagrados, escogidos por la Providencia; que los de su inmortal familia,
con inevitables rayos, algún día nos iluminarán, y entonces darán la
dicha al mundo. Muy pronto la indignación, la compasión, el amor de lo
bueno y el dulce tormento de la gloria turbaron su corazón. Con la lira
erraba por el mundo bajo el cielo de Schiller y Goethe, cuyo fuego
poético inflamó su alma; y, afortunado, no avergonzó a las musas del
arte elevado; en sus cantos siempre conservó orgullosamente los
sentimientos nobles, los ímpetus de sueños virginales y el encanto de lo
sencillo. No cantaba las viciosas diversiones, ni a las despreciables
Circes; no quería ofender al mundo con su lira encantadora. Admirador de
la verdadera dicha, no celebraba las redes de la voluptuosidad, como
aquel cuya alma fría, llena de vergonzosa apatía, presa de malsanos
desvaríos, víctima de pasiones funestas, persigue en su aburrimiento la
imagen de los goces pasados, y, en su locura, los descubre al mundo en
poemas fatales.

Cantantes del ciego arrebato, en vano nos comunicáis en las elegías
vuestras impresiones sobre las travesuras juveniles; en vano las
vírgenes, que son discreción, escuchan atentamente los sonidos de la
dulce lira, fijan en vosotros cariñosas miradas, sin atreverse a empezar
la conversación; en vano le gusta a la frívola juventud celebraros en
los festines; ella guarda en el corazón y en los labios la tierna
dulzura de los versos que, venciendo su timidez, murmura al oído de las
doncellas avergonzadas. Con sonidos y palabras vacías sembráis la maldad
viciosa. Cantantes del amor, decid vosotros mismos, ¿cuál es vuestro
oficio? No os coronarán ante el Juez Palas, no obtendréis recompensa; la
posteridad no os reconocerá. ¿Es decoroso para un altivo poeta el
ocuparse de industria? Pero os son más gratas, lo sé por experiencia,
las lágrimas mezcladas de sonrisas; habéis nacido para la gloria
femenina; no os importa el murmullo; me dais lástima y me sois
simpáticos; no sois como el severo Lenski, cuyos versos las madres
ordenaron, desde luego, leer a sus hijas.

Loaba el amor puro y dócil, y su melodía era clara como el espíritu de
la joven sencilla como el sueño de un recién nacido, como la luna, diosa
del secreto y de los dulces suspiros en el tranquilo desierto del cielo.
Cantaba la separación y la tristeza, un <<algo>>, la brumosa lejanía y las
románticas rosas. Cantaba los lejanos países en los que sus lágrimas
ardientes corrieron en silencio. Cantaba el marchito color de la vida
casi a los dieciocho años. En aquel desierto, donde sólo Eugenio podía
apreciar sus dotes, no le gustaban los festines de los señores; huía de
sus ruidosas tertulias, de su conversación prosaica sobre la siega, el
vino, los perros y los parientes, en las que, naturalmente, no brillaban
por la sensibilidad, ni el fulgor poético, ni siquiera por la más
elemental noción de arte. La charla de sus lindas esposas era mucho
menos interesante aún. Rico, de buen tipo, Lenski era recibido en todos
sitios como un posible pretendiente; tal es la costumbre en los pueblos.
Todos querían casar a sus hijas con aquel vecino medio ruso; en cuanto
entraba él, la conversación giraba en torno al aburrimiento de la vida
de soltero; le llamaban junto al samovar, y Dunia servía el té, mientras
sus familiares le murmuraban: <<Pon toda tu atención>>. Después, traían la
guitarra y, ¡Dios mío!, se ponía a chillar: <<_Ven a mi palacio dorado_>>.

Pero, claro, Lenski no tenía ganas de arrastrar las cadenas del
matrimonio, y deseaba con todo su corazón entablar amistad con Onieguin.
Por fin se entendieron; mas la ola y la piedra, los versos y la prosa,
el hielo y el fuego no son tan diferentes entre sí. Al principio, por
esta mutua diferencia, se juzgaron ambos aburridos; después se gustaron;
más tarde empezaron a montar juntos a caballo, y muy pronto se hicieron
inseparables. Así la gente —lo reconozco el primero— busca amigos por no
tener nada que hacer. Pero entre nosotros no hay amistad; los prejuicios
nos hacen considerar a los demás como ceros a la izquierda, juzgándonos
unidades; nos creemos unos Napoleones y tratamos a la mayoría de la
gente como simples animales que sólo nos sirven de instrumento: el
sentimiento nos parece ridículo y extraño. Eugenio era mucho más
transigente, aunque conociera bien a la gente y la despreciara en
general; pero no hay regla sin excepción, y distinguía mucho a algunos,
porque, en el fondo, respetaba los sentimientos ajenos. Escuchaba a
Lenski con una sonrisa; todo le parecía nuevo; el inflamado lenguaje del
poeta, su inteligencia, aún vacilante en las opiniones, y su mirada
siempre inspirada. No dejaba salir de sus labios palabras
desilusionadoras, y pensaba: <<Es inútil querer deshacer su gozo
momentáneo; que viva por ahora creyendo en la perfección del mundo;
tiempo vendrá en que se rompa su encanto sin mi intervención; perdonemos
los arrebatos, el ardor, el delirio de los años juveniles>>.

Entre ellos todo suscitaba discusiones, y esto los atrajo a la
reflexión. Los acuerdos de las antiguas tribus, los frutos de la
ciencia, el bien y el mal, los prejuicios de los siglos, el destino y la
vida, todo se sometía por turno a su juicio. El poeta, en la vehemencia
de sus opiniones, leía párrafos de autores del Norte, y el indulgente
Eugenio, aunque no los entendía mucho, escuchaba atentamente al joven.
Pero el amor era lo que más a menudo ocupaba los espíritus de mis dos
solitarios. Liberados de sus revoltosos poderes, Onieguin decía de él,
con un involuntario suspiro de pena: <<¡Dichoso el que vivió sus
inquietudes y, al fin, se liberó de ellas! ¡Dichoso quien no las conoció
y apagó el amor con la separación, quien evitó la enemistad con
sarcasmo, bostezó con sus amigos y su mujer, sin estar atormentado por
el suplicio de los celos, y no confió al juego el capital seguro de sus
abuelos!>>.

¡La pasión del juego! En los pasados años, ni el amor a la libertad, ni
Febo, ni la amistad, ni los festines, nada podía apartarme del juego de
las cartas. Toda la noche, hasta el amanecer, pensativo, interrogaba al
legado del Destino: <<¿Caerá a la izquierda el _valet_^([17])?>>. Ya tocan
a misa; en medio de las tiradas cartas dormitaba el cansado banquero, y
yo continuaba igual, pálido y atento, lleno de esperanzas; entornando
los ojos, plegaba la esquina de mi tercer as. Ya no soy el mismo: lleno
de sangre fría, me confío a la caprichosa suerte; no pongo la carta
sombría con terror, fijándome en el secreto; dejo en paz la tiza, y la
fatal palabra _attendez_ no me viene a la boca. También me he
desacostumbrado de la rima. ¿Qué voy a hacer? Entre nosotros, diré que
me he cansado de todo; amigos, uno de estos días intentaré ocuparme de
versos blancos. Cuando recurrimos al amparo de la bandera de la
tranquilidad sensata, cuando se apaga la llama de las pasiones, nos
parecen ridículos sus ímpetus, su poder, sus tardíos llamamientos,
calmados no sin dificultad; a veces nos gusta oír la voz rebelde de las
pasiones ajenas, que conmueve nuestro corazón, igual que el veterano
inválido, en su olvidada cabaña, presta atención de buena gana a los
relatos de los jóvenes con bigote. Sin embargo, la fogosa juventud no
puede ocultar nada; siempre está a punto de charlar, de discusiones, de
amor, de tristeza, de alegría. En materia de amor, Onieguin,
considerándose un inválido, escuchaba con cara impasible de qué modo se
entregaba el corazón del poeta amante de la confesión. Eugenio conoció
sin dificultad la tierna novela de su amor; este relato lleno de
sentimientos, que desde hace tiempo ya no es nuevo para nosotros. ¡Ah!,
él amaba como ya no se ama en nuestra época, como sólo el alma
extravagante del poeta está condenada a amar, siempre, en cualquier
lugar, el mismo sueño, el habitual deseo, la acostumbrada tristeza. Ni
las grandes distancias, ni los largos años de separación, ni el tiempo
consagrado a las Musas, ni las bellezas extranjeras, ni el alegre
barullo, ni la ciencia, cambiaron su alma, animada por fuego virginal.

El adolescente, seducido por Olga, no conocía aún los tormentos del
corazón; conmovido, era testigo de sus juegos infantiles; a veces hasta
participaba en sus diversiones; los vecinos, los amigos y sus padres ya
los destinaban al himeneo. En aquel ambiente rústico, lleno de inocente
encanto, ante los ojos de su familia, florecía ella cual lirio escondido
en la hierba profunda e ignorado de mariposas y abejas. Ni la tonta de
raza inglesa, ni la voluntariosa _mademoiselle_ —que hasta ahora han
sido indispensables a causa de las reglas de la moda— mimaron a la linda
Olga; Fedeevna, con débil mano, mecía su cuna, la cuidaba, hacía su
camita, la enseñaba a rezar, y por la noche le contaba cuentos de
Bovu^([18]) y, de cuando en cuando, la mimaba.

Ella regaló al poeta los juveniles entusiasmos del primer ensueño, y,
pensando en ella, nació la inspiración del primer lamento en su lira.
¡Adiós los dorados juegos! Él se puso a buscar la profundidad del
bosque, la tranquilidad, la noche, las estrellas y la luna; la luna,
lámpara del cielo, a la que dedicamos el paseo entre las tinieblas
nocturnas, y las lágrimas, consuelo de los secretos tormentos. Pero hoy
día sólo vemos en ella a la sustituta de los faroles mal encendidos.
Siempre modesta y obediente, alegre como la mañana, sencilla como la
vida del poeta, agradable cual beso de amor, de ojos azules como el
cielo, Olga poseía todos los encantos: la sonrisa, los bucles dorados,
los movimientos, la voz, el talle esbelto; mas coged cualquier novela, y
encontraréis, seguramente, su retrato. Es muy lindo, y antes también me
gustaba a mí; pero ahora me cansa muchísimo. Permitidme, lector, que me
ocupe de la hermana mayor.

Su hermana se llamaba Tatiana. Al principio, tal nombre aclara las
primeras páginas de una dulce novela. ¿Y qué? Es agradable, sonoro; pero
a él está ligado el recuerdo de la antigüedad o de las muchachas. Todos
tenemos que reconocer nuestra falta de gusto en nuestros hombres —no
vamos a hablar de los versos—; la instrucción no se nos ha transmitido;
sólo nos ha comunicado maneras afectadas, y nada más. Y así, llamábase
Tatiana; no atraía por la belleza, como su hermana, ni por la lozanía de
sus mejillas. Salvaje, triste y callada, cual asustada gacela del
bosque, parecía una extraña en su propia familia; no sabía prodigar
caricias a su padre y a su madre; de pequeña, no quería jugar con los
otros niños, ni saltar, y muchas veces se pasaba el día entero sentada a
la ventana, sola y silenciosa. El ensueño, su amigo desde los primeros
días de su infancia, adornó de ilusiones su apacible vida campestre. Sus
delicados dedos no conocían la aguja, no se plegaban sobre el bastidor
ni animaban la tela con bordados de seda. En general, el deseo de mandar
se conoce por el síntoma siguiente: la niña, al jugar con la muñeca, se
prepara a las conveniencias, a las leyes de la sociedad, y repite
gravemente las lecciones de su mamá. Pero ni siquiera a esta edad las
manos de Tatiana cogieron las muñecas; no hablaba con ellas de las
noticias del mundo, ni de la moda. Las travesuras infantiles le eran
desconocidas; prefería escuchar, en la oscuridad, en las noches
invernales, relatos espantosos, que seducían su corazón. Cuando la
_niania_^([19]) reunía en la vasta pradera a todas las amiguitas de
Olga, no jugaba con ellas a las _gorelki_^([20]); le aburrían sus risas
chillonas y el ruido de las diversiones atolondradas. Le gustaba esperar
en el balcón la salida del sol, ver cómo en la palidez del cielo
desaparecían las estrellas a la luz del alba, y poco a poco se iluminaba
el borde de la tierra, y el mensajero de la mañana llegaba al soplo del
viento. En invierno, cuando la sombra nocturna se apodera durante tanto
tiempo de medio mundo, y cuando el Oriente duerme perezosamente en
ocioso silencio, ante la luna opaca, se despertaba a la hora habitual y
se levantaba a la luz de las bujías.

Muy pronto se aficionó a las novelas, que la compensaban de todo; se
enamoró de los engaños de Richardson y de los de Rousseau. Su padre,
hombre bueno, aunque ya retrasado para el siglo pasado, no veía en los
libros mal alguno; como no los leía nunca, pensaba que eran juguetes
frívolos, y no se preocupaba de saber qué tomo secreto dormitaba hasta
la mañana bajo la almohada de su hija; en cuanto a su esposa, le
encantaba Richardson. Le gustaba, no porque leyese a este autor ni
porque prefiriese Grandison a Lovelace, sino porque en tiempos pasados
su prima de Moscú, la princesa Paulina, le había hablado a menudo de
ellos. En aquella época, su esposo no era más que su novio, y ella
suspiraba involuntariamente por otro que, por su inteligencia y su
corazón, le gustaba mucho más; su Grandison era un simpático pisaverde,
jugador y sargento de la guardia. Lo mismo que él, ella iba siempre
vestida a la última moda y con gusto. Pero, sin pedir su consejo,
condujo al altar a la joven; el sensato marido se la llevó muy pronto a
su finca, en donde, al principio, y rodeada por gente que Dios sabría
quiénes eran, ella lloraba, se afligía, se quería escapar, y estuvo a
punto de separarse del esposo. Después, empezó a ocuparse de su casa; se
acostumbró, y se puso contenta (la costumbre nos es concedida desde
arriba para suplir la dicha); el hábito dulcificó su incurable dolor.
Pronto un gran descubrimiento la consoló del todo; entre los quehaceres
y el reposo halló el secreto para mandar a su antojo a su marido, y
desde entonces todo marchó a pedir de boca. Ella se ocupaba de los
trabajos, preparaba para el invierno conservas de setas, llevaba la
cuenta de los gastos, castigaba a los criados cortándoles el pelo,
pegaba a los sirvientes cuando se enojaba, y los sábados iba a los
baños; todo esto sin consultar con su marido.

Tiempos atrás escribía con sangre versos en los álbumes de sus dulces
amigas; llamaba Pauline a Praskovia^([21]), hablaba alargando las
palabras, pronunciaba la ene a la francesa y llevaba el corsé muy
ajustado. Todo cambió muy pronto: el corsé, el álbum, la princesa
Pauline, el cuaderno con versos sentimentales; todo fue olvidado: llamó
a Celina Akulka y, al fin, estrenó la bata guatada y la cofia.

Su marido la quería sinceramente y no se mezclaba en sus fantasías;
inconscientemente, le confiaba todo, y, como ella, comía y bebía en
batín. Su vida transcurría tranquila; a veces, al anochecer, se reunían
unas cuantas familias amigas y algunos vecinos para lamentarse,
cotillear y reírse un poco. El tiempo pasaba; entretanto, mandaban
preparar el té a Olga; después llegaba la hora de la cena; más tarde, la
de dormir, y los invitados se iban. Respetaban las buenas costumbres de
antaño en su vida apacible; por Cuaresma, tenían la costumbre de hacer
_blini_^([22]) rusos; confesaban y comulgaban dos veces al año; les
gustaban los columpios, las canciones de mesa y los _jorovod_^([23]). El
día de la Trinidad, cuando la gente escuchaba, bostezando, el tedéum,
conmovidos, dejaban correr tres lágrimas. El _kvas_^([24]) les era tan
necesario como el aire; en la mesa se servía a los invitados por orden,
según rango. De esta suerte envejecían juntos y, por fin, se abrieron
ante el esposo las puertas de la tumba y recibió una nueva corona. Murió
antes de la hora de la comida, llorado por su vecino, sus hijas y su
sincera esposa. Era un señor sencillo y bueno, y allí donde reposan sus
restos mortales dice la dedicatoria del monumento:

  BAJO ESTA PIEDRA

  YACE EN PAZ EL HUMILDE PECADOR

  DIMITRI LARIN

  ESCLAVO DEL SEÑOR Y BRIGADIER

Al volver a su pueblo natal, Vladimir Lenski visitó la tumba de su
vecino, dedicó un suspiro a sus restos y durante largo tiempo guardó la
tristeza de su corazón. <<¡Poor Yorik!>>^([25]) —exclamó con pesar—; me
tuvo en sus brazos, y ¡qué a menudo jugué yo con su medalla de
Ochakov^([26])! Me destinaba a Olga y decía: <<¿Llegaré a verlo?>>. Lleno
de sincera tristeza, Vladimir compuso allí mismo un madrigal funerario.
En el propio sitio visitó llorando los restos mortales de sus padres.
¡Ay!, en los surcos de la vida, las generaciones, cual cosechas
instantáneas, bajo la voluntad de la Providencia, nacen, maduran, caen y
otras les siguen. Así nuestra inconsciente generación crece, se
atormenta, arde y se apresura hacia la tumba de sus antepasados. ¡Ya
llegará, ya llegará nuestra hora!, y nuestros nietos nos harán salir
bien pronto de este mundo. Mientras tanto, gozad de esta vida ligera,
amigos míos; comprendo su vacío, estoy poco ligado a ella, cerré los
ojos para no ver visiones; pero de cuando en cuando lejanas esperanzas
atormentan mi corazón. Me sería penoso dejar el mundo sin rastro alguno;
no vivo y escribo para las alabanzas, aunque creo que me gustaría
glorificar mi triste suerte para que, por lo menos, algún verso, cual
fiel amigo, recuerde mi persona. Tal vez conmueva a alguien, y,
conservada por el Destino, no se perderá en el tiempo la estrofa
compuesta por mí. Quizá —¡halagadora esperanza!— un futuro principiante,
señalando mi glorioso retrato, dirá: <<¡Este sí que era un poeta!>>.
Recibe mi agradecimiento, admirador de las apacibles Aónides. ¡Oh tú,
cuya memoria guardará mi fugitiva creación, cuya mano indulgente
acariciará los laureles del viejo!



CAPÍTULO III


Elle était fille, elle était amoureuse.

(Malfilatre)

 

¿Adónde vas? ¡Ah, estos poetas!

—Adiós, Onieguin; ya es hora de que me vaya.

—No te entretengo; pero ¿dónde pasas las tardes?

—En casa de los Larin.

—Está bien, ¡válgame Dios! ¿Y no te resulta pesado matar el tiempo de
semejante modo todas las tardes?

—De ninguna manera.

—No lo puedo comprender; desde aquí veo lo que es: primeramente,
¡escucha!, ¿tengo razón?

—No es más que una sencilla familia rusa, muy amable con los invitados,
siempre provista de mermeladas, sin contar con la eterna conversación
sobre el corral, el lino, la lluvia.

—En esto no veo todavía mal alguno; pero amigo, el aburrimiento sí que
es un verdadero mal.

—Yo odio vuestra sociedad moderna; me es mucho más agradable una reunión
familiar, donde puedo…

—¿Una nueva égloga?; basta ya, querido, ¡por amor de Dios!

—Bueno; ¿qué, vienes? Es lástima.

—¡Ah!, escucha, Lenski: ¿no podría conocer a esa Filis, objeto de tus
pensamientos, de tus lágrimas, de tu rima, etcétera? Preséntamela.

—¡Tú bromeas!

—No.

—Me alegro.

—¿Cuándo me la presentas, entonces?

—Ahora mismo, si quieres; ellas nos recibirán con gusto.

—Vamos.

Los dos amigos marcharon al galope; llegaron, les prodigaron
amabilidades, según la hospitalidad de antaño, que a veces parece
pesada. Se hizo la ceremonia de los manjares rituales; trajeron platitos
de mermelada, pusieron en la mesa el jarro con agua de frambuesas…

Por el camino más corto galopan los dos amigos, a rienda suelta, hacia
casa. Ahora vamos a sorprender su conversación con cuidado.

—Bueno; ¿qué, Onieguin? Pero ¿bostezas?

—Es por costumbre, Lenski.

—Parece ser que hoy te aburres algo más que de costumbre.

—No, de la misma manera; pero me parece que ya está oscureciendo en el
campo. ¡Más deprisa! ¡Arre, arre, Andrychka! ¡Qué parajes tan desolados!
A propósito: Larina es una viejecita sencilla y muy simpática. ¡Oh!, me
temo que el agua de frambuesa va hacerme daño. Y, a propósito, dime:
¿cuál de ellas es Tatiana?

—Aquella que estaba triste y callada, como Svetlana, y que a nuestra
llegada su fue a sentar junto a la ventana.

—¿Es posible que estés enamorado de la pequeña?

—¿Qué tiene de particular?

—Si fuera poeta, como tú, escogería a la otra. No hay vida en las
facciones de Olga: es igual que una madona de Van Dyck; su cara es
redonda y sonrosada, como la de esta luna estúpida en este desolado
firmamento.

Vladimir le contestó secamente, y después guardó silencio durante el
resto del camino.

Entretanto, la aparición de Onieguin en casa de los Larin hizo gran
impresión y distrajo a todos los vecinos. Corrió adivinanza tras
adivinanza; todos se pusieron a charlar, bromear, juzgar sin miramiento,
y destinaron un novio a Tatiana; algunos hasta aseguraron que la boda ya
estaba decidida, pero que se aplazaba porque no habían encontrado
sortijas a la moda. En cuanto a la boda de Lenski, hace tiempo que la
habían decidido.

Tatiana escuchaba con pesar tales habladurías; pero en secreto, con
inconfesable alegría, pensaba en ello, y en su corazón germinó la idea,
cual grano que cae en la tierra y es reanimado por el fuego de la
primavera. Llegó su hora, se enamoró. Hacía mucho tiempo que su
imaginación, consumiéndose en languidez y aburrimiento, ardía deseosa de
fatalidad: hacía mucho tiempo que la tristeza de su corazón le oprimía
el pecho; el alma esperaba a alguien. Y llegó la realización; se le
abrieron los ojos, y dijo: <<¡Es él!>>. Ahora, el día, la noche, el sueño
ardiente solitario, todo está lleno de él; todo habla de él sin cesar a
la linda doncella con mágico poder. Le cansan el sonido de las cariñosas
palabras, la mirada solícita de la sirvienta, y, sumida en la tristeza,
no escucha a los invitados; maldice su inoportuna llegada y su
prolongada estancia. Ahora, ¡con qué atención lee las dulces novelas de
amor! ¡Con qué vivo placer bebe el engaño seductor! Su imaginación
poderosa da vida a los héroes: al amante de Julia de Wolmar, a
Melek-Adel, a Linar, a Werther, mártir apasionado, y al incomparable
Grandison —que hoy tan sólo produce sueño—. Se juntaron todos para la
dulce soñadora en una sola imagen; se unieron en Onieguin. Se figuraba
ser la heroína de sus queridísimos autores: Clarisa; Julia; Delfina;
Tatiana vaga en la tranquilidad del bosque con el libro peligroso. En él
busca y encuentra su secreto ardor, sus sueños, los frutos de su
corazón; suspira, se atribuye el entusiasmo, la tristeza de estos
personajes, y en el olvido de su soledad construye mentalmente la carta
para el simpático héroe. Nuestro protagonista, sea quien fuese, no es,
desde luego, ningún Grandison.

¡Ay, amigos! Pasan los años, y con ellos se suceden, una tras otra, por
turno variado, las frívolas modas. ¡Todo ha cambiado en la Naturaleza!
En otros tiempos, los lunares y los miriñaques estaban en boga; el
cortesano presumido y el acreedor llevaban peluca empolvada. En
ocasiones, los delicados poetas, en espera de gloria y alabanzas,
componían madrigales o ingeniosas coplas; a veces, un buen general que
servía a su patria con valentía era analfabeto. Otras veces, el fogoso
creador, afinando las sílabas al estilo pomposo, nos presentaba a su
héroe como un dechado de perfección, alentando el ardor de una pura
pasión siempre a punto de sacrificarse por el ser querido injustamente
maltratado, de alma sensible, inteligente y de rostro atrayente. En la
última parte, invariablemente, acababa siempre coronada la virtud y
castigado el vicio. Pero hoy en día los cerebros están perdidos en la
niebla, la moral nos da sueño, el vicio se nos hace simpático hasta en
la novela, donde triunfa. La inverosímil musa británica atormenta el
sueño de la adolescencia, cuyos ídolos son ahora: el pensativo Vampiro;
Melmoth, el sombrío vagabundo; el Judío Errante; el Corsario, o el
misterioso Sbogar. Lord Byron, por capricho afortunado, transforma el
egoísmo extremista en triste romanticismo.

Amigos míos, ¿veis en ello algún bien? Tal vez, por voluntad divina,
dejaré un día de ser poeta; en mí se establecerá un nuevo espíritu, y,
sin hacer caso de las amenazas de febo, me rebajaré hasta la dócil
prosa. Entonces la novela, a la manera antigua, entretendrá el alegre
ocaso de mi vida. No describiré las secretas torturas de la perversidad;
contaré sencillamente la historia de una familia rusa, los encantadores
sueños de amor y las costumbres de antaño. Narraré las sencillas
conversaciones del padre o del anciano tío, los encuentros de los niños
concertados en los viejos tilos o cerca del riachuelo, los tormentos de
los desgraciados celos, la separación, las lágrimas de la reconciliación
y nuevas disputas para conducirlos, en fin, a la boda. Recordaré el
lenguaje de la pasión melancólica, las palabras del triste amor que en
días de mi pasado me venían a los labios, a los pies de mi amada, y de
las cuales ya me desacostumbré.

¡Tatiana, linda Tatiana!, ahora lloraré contigo, caíste en las manos del
tirano de moda, le entregaste tu destino. ¡Parecerás, querida!; pero ya
antes quieres con ciega esperanza, llamas a la triste dicha, conoces la
indolencia de la vida, bebes el mágico veneno del deseo; los ensueños te
persiguen, en todos sitios crees ver refugios para deliciosas
entrevistas, en todos lados aparece ante ti tu fatal tentador.

La nostalgia del amor conduce a Tatiana; va al jardín a calmar su pena;
de pronto se para, mira a un punto fijo, le da pereza seguir el camino;
su pecho se agita, sus mejillas se cubren de vivo carmín, su respiración
expira en los labios, sus ojos brillan y los oídos le zumban. Llega la
noche; la luna vigilante recorre la lejana bóveda del cielo, y el
ruiseñor, en la oscuridad de los árboles, comienza sus cantos sonoros.
Tatiana no duerme, y habla bajo con su _niania_: <<No puedo dormir, me
sofoco; abre la ventana y siéntate a mi lado>>.

—¿Qué te pasa, Tania?

—Me aburro; háblame de la antigüedad.

—¿De qué, Tania? Yo antes guardaba en mi memoria no pocas leyendas sobre
los malos espíritus y los jóvenes; pero hoy en día todo me parece entre
brumas: lo que sabía se me olvidó, y llegó la mala época.

—_Niania_, cuéntame algo acerca de tus pasados años; ¿estabas enamorada
entonces?

—¡Qué va, Tania! En aquella época no oíamos hablar de amor; de lo
contrario, mi suegra hubiera sido capaz de matarme.

—¿Pero cómo te casaste, _niania_?

—Como Dios manda; mi Juan era más joven que yo, vida mía, y yo no tenía
más que trece años. Durante dos semanas anduvo la casamentera por la
casa de mi madre; al fin, el pope me bendijo. Yo lloraba amargamente de
miedo, mientras me despeinaban las trenzas y me conducían, cantando, a
la iglesia. Así me introdujeron en una familia extraña; pero tú no
escuchas.

—¡Ay, _niania_, estoy afligida; me aburro, estoy a punto de llorar!

—Hija mía, tú estás enferma. ¡Dios nos asista y nos salve! Pide lo que
quieras; deja que te rocíe con agua bendita; estás ardiendo.

—Yo no estoy enferma; yo…, sabes, _niania_, estoy enamorada.

—Pequeña mía, ¡Dios sea contigo!

La _niania_, rezando, persignaba a la niña:

<<Yo estoy enamorada>>, murmuraba ella a la viejecita, con amargura.

—Nena de mi corazón, tú estás enferma.

—Déjame; estoy enamorada.

Entretanto, la luna riela, y con débil luz alumbra la pálida faz de
Tania, sus cabellos sueltos, sus lágrimas y el banco en el que está la
viejecita junto a la heroína, con un pañuelo sobre sus blancos cabellos
y una amplia _telogreika_^([27]). El alma de Tatiana volaba lejos
mirando a la luna. De repente nació una idea en su cerebro.

—Vete, _niania_, déjame sola. Dame papel, pluma y acerca la mesa. Me
acostaré pronto; adiós.

Hela aquí sola. Todo está en silencio; la luna la baña con su débil luz.
Recostada, escribe; en su cerebro no existe nada más que Eugenio, y la
irreflexiva carta de la joven exhala su inocente amor. Ya está la carta
escrita, plegada.

<<¡Tatiana!, ¿para quién es?>>.

Ahora tengo que disculpar a mi Tania. Preveo que el crítico envidioso
dirá en un círculo mundano: <<¿Será posible que no hayan inculcado a la
pensativa doncella, de antemano, las conveniencias que hay que
adoptar?>>.

Por otra parte, el poeta tampoco tiene razón. ¿Es posible que en la
primera entrevista se haya enamorado ella de Onieguin, que éste la haya
seducido? ¿Qué inteligencia, qué habla pudieron de repente cautivarla?
Espera, amigo mío; ya te lo diré.

Conocí bellezas inaccesibles, frías y puras como el invierno,
inexorables, incorruptibles, inconcebibles para el cerebro; me admiraba
de su orgullo a la moda, de su virtud nativa, y confieso que huía de
ellas; me parecía leer con espanto, encima de sus cejas, este cartel:

<<Abandona para siempre la esperanza>>.

Inspirar amor es para ellas una tontería; asustar a la gente es una
alegría. Tal vez a orillas del Neva visteis a semejantes damas. Observé
a otras caprichosas que, entre los obedientes admiradores, escuchaban
orgullosas e indiferentes los suspiros apasionados y las alabanzas.
Ellas asustaban al tímido amor con dura conducta y luego sabían atraerlo
de nuevo, aunque no fuera más que por compasión. Por lo menos, al joven
amante, en su ciega credulidad, parecíale que el son de la voz era en
ocasiones más dulce, y entonces corría tras la linda frívola.

Pero a vosotras, coquetas de profesión, yo os quiero aunque esto sea un
pecado. Las sonrisas, las caricias, las prodigáis a todos, en todos
fijáis amables miradas, y a quien no crea las palabras le aseguráis un
beso; quien os quiere es libre y triunfa. Antes también yo me ponía
contento con una mirada de vuestros ojos; ahora os respeto. Enfermo por
la fría experiencia, yo mismo estoy dispuesto a ayudaros, pero como por
dos y duermo toda la noche.

¿De qué es culpable Tatiana? ¿Acaso porque con inocente sencillez no ve
el engaño? ¿Acaso porque ama aún sin artificios, obediente a la
inclinación de sus sentimientos, porque es tan crédula, porque fue
dotada por el cielo de revoltosa imaginación, cerebro y voluntad firmes,
corazón sensible e inflamable? ¿Es posible que no le perdonéis la
ligereza de sus pasiones? ¡Oh jóvenes! Vosotras, que amasteis sin el
permiso de vuestros padres y guardasteis vuestro sensible corazón para
las tiernas sensaciones, la alegría, la dulce indolencia; vosotras, que
arrancasteis a escondidas el lacre de la carta secreta del amante, o que
tímidamente entregasteis en manos osadas el bucle sagrado, o hasta
aceptasteis, todas llorosas con inquietud en la sangre, un beso
tembloroso de amor en el momento de la despedida amarga. No critiquéis
con dureza a mi bella Tatiana, no repitáis con indiferencia la decisión
de los jueces afectados. En cuanto a vosotras, jóvenes sin tacha, a
quienes hay asusta tanto como el invierno la conversación del vicio, os
aconsejo lo mismo. ¿Quién sabe? Tal vez también os consumiréis de
tristeza fogosa, y mañana el frívolo rumoreo añadirá al héroe de moda
una nueva conquista de amor.

La coqueta razona con sangre fría: Tatiana quiere de verdad y se entrega
al amor como una niña dócil. No se dice: <<Lo aplazaré, así tendrá más
valor mi amor y podré atraerlo con más seguridad a mis redes; primero
picaré su vanidad con esperanzas, después le torturaré el corazón con
irresoluciones, más tarde le avivaré con celos; si no, el astuto
cautivo, cansado de gozar, estará deseando soltar las cadenas>>. Preveo
todavía una dificultad: sin duda alguna, tendré que traducir la carta de
Tatiana para salvar el honor de mi patria. Ella sabía mal el ruso, no
leía nuestras revistas y hablaba con dificultad su lengua natal; por eso
escribía en francés. ¡Qué se va a hacer! Os digo nuevamente que hasta
hoy día el amor de una dama no se confiesa en ruso; nuestro orgulloso
idioma no se presta a la prosa corriente. Observaréis, cerebros serios,
que para el farfulleo ajeno hemos despreciado mucho el tesoro de nuestra
lengua natal; nos gustan las obras de las musas extranjeras y no leemos
nuestros libros. Pero ¿en dónde están? Dádnoslos. Los sonidos del Norte
acarician naturalmente mi oído, acostumbrado a ellos; mi espíritu eslavo
los ama; con su música se calman las torturas de mi corazón. Pero el
poeta sólo aprecia los sonidos. ¿Dónde, pues, encontraremos las primeras
nociones y las primeras ideas? ¿Dónde verificaremos el destino del
mundo? Ni en las salvajes traducciones ni en las creaciones retrasadas,
en las que la inteligencia y el espíritu ruso repiten lo que ya se sabe
y mienten por dos. Nuestros poetas, o traducen, o se callan. Un
periódico está lleno de alabanzas empalagosas, el otro de críticas
mezquinas, todos dan ganas de bostezar y casi traen sueño. ¡Bueno es el
Selicon ruso!

Sé que ahora quieren obligar a las damas a leer en ruso; verdaderamente,
me da miedo: no me las puedo representar con el _Blagonamereni_^([28])
en manos. Me refiero a vosotros, poetas míos. ¿No es verdad que las
lindas damas a las que escribíais versos y a las que entregabais vuestro
corazón no dominaban el ruso, y que por esto lo deformaban tan
graciosamente? En sus labios, ¿no se habrá vuelto vulgar el idioma
extranjero?

¡Dios me libre de encontrarme en un baile, o en el vestíbulo, cuando se
despiden los invitados, a un seminarista con su chal amarillo, o a un
académico con su gorro! No me gustan los labios ardientes sin sonrisas,
ni tampoco el idioma ruso sin faltas gramaticales. Tal vez para mi
desgracia, las bellezas de la generación futura, haciendo caso de las
revistas, nos acostumbrarán a la gramática y a escribir versos
correctos. Mas, a mí, ¿qué me importa? Yo seré fiel a la tradición.

La charla insulsa y descuidada, la pronunciación incorrecta del lenguaje
despertará, nuevamente en mi pecho la inquietud del corazón. No tengo
fuerzas para arrepentirme de ello: los galicismos me parecerán
agradables, igual que los pecados de la juventud pasada, igual que los
versos de Bogdanovich^([29]).

Pero basta; ya es hora de que me ocupe de la carta de mi hermosa Tania.
He dado mi palabra. ¿Y qué? ¿Estaré a punto de retirarla? Yo sé que la
tierna pluma de Parny hoy día no está de moda.

¡Cantante de los _Festines_ y de la indolente tristeza! Si aún
estuvieras conmigo, te molestaría con un ruego indiscreto: que
reprodujeras en cantos fantásticos las palabras extranjeras de la joven
apasionada. ¿En dónde estás? Ven; te transmito mis derechos de poeta con
una gran reverencia. Pero bajo el cielo de Finlandia vas errando sólo
entre las tristes rocas; tu corazón se ha desacostumbrado de las
alabanzas y tu alma no oye mi dolor.

La carta de Tania está ante mí; la guardo religiosamente, la leo y la
releo con secreta angustia, ¿Quién habrá infundido esta dulzura y esta
naturalidad a sus palabras? ¿Quién le habrá inspirado esta tierna y
fútil charla, este lenguaje del corazón tan atrayente y peligroso? No lo
puedo comprender; pero he aquí una traducción incompleta y mediocre, que
es como una copia desvaída de una escena real, como la composición de
_Freischütz_ tocada por las manos de un discípulo.

  LA CARTA DE TATIANA A ONIEGUIN

   

  Ya la escribo. ¿Qué mas quiere? ¿Qué puedo yo decir aún? Sé que ahora
  puede castigarme con su desdén; pero si usted guarda un poco de
  compasión para mi triste suerte, no me dejará. Al principio quise
  callar, créalo; usted no habría conocido nunca mi vergüenza si yo
  hubiese tenido la esperanza de verle en nuestro pueblo, aunque fuera
  un poco, aunque sólo fuera una vez por semana, para oír su voz,
  decirle una palabra y después pensar, pensar en lo mismo día y noche,
  hasta el próximo encuentro. Me dicen que usted es misántropo, que en
  este rincón todo le parece aburrido, y nosotros…, nosotros no
  sobresalimos en nada, aunque su vista nos alegre sinceramente. ¿Por
  qué nos visitó? En el fondo de este olvidado pueblo nunca le habría
  visto y no conocería las amargas torturas. ¡Quién sabe si tal vez se
  calmaría la inquietud de mi alma inexperta! Guiada por el corazón, yo
  encontraría un amigo, sería una esposa fiel y una madre virtuosa.
  ¡Otro! No; a nadie en el mundo entregaré mi corazón. Esto fue decidido
  en el consejo supremo, esto es la voluntad del cielo: soy tuya. Toda
  mi vida fue testigo de una entrevista segura contigo; sé que me eres
  enviado por Dios hasta la tumba. Guardián mío… Tú me aparecías en
  sueños; invisible, me eras ya simpático; tu maravillosa mirada me hizo
  languidecer; en mi alma resonó tu voz hace tiempo.

  ¡No, esto no era un sueño! En cuanto tú entraste, te reconocí; al
  instante, atónita y ardiendo, pensé en mí: <<Este es él>>. ¿No es
  verdad? Yo te oí, tu hablaste conmigo en el silencio, cuando ayudaba a
  los pobres o trataba de calmar con rezos la tristeza de mi alma
  atormentada. Y en este mismo instante, ¿no eres tú, aparición querida,
  la que, pasando por la transparente oscuridad, te inclinas
  silenciosamente a mi cabecera? ¿No fuiste tú quien me murmuró con
  alegría y amor palabras de esperanza? ¿Quién eres? ¿Mi ángel, mi
  protector, o un pérfido tentador? Resuelve mis dudas; tal vez todo
  esto sea un simple engaño de un alma inexperta, que está predestinada
  a todo lo contrario. Pero que ¡así sea! Onieguin, te confío mi suerte,
  derramo lágrimas ante ti, suplico tu defensa. Figúrate: yo estoy sola;
  aquí nadie me comprende; mi razón está agotada; tengo que perecer
  silenciosamente. Te espero; con sólo una mirada avivas las esperanzas
  de mi corazón o deshaz el profundo sueño, ¡ay de mí!, con merecido
  reproche. Termino; me da miedo volverla a leer. Me hiela el terror y
  la vergüenza. Pero conozco vuestro honor y en él confío con ánimo.

Tatiana suspira, la carta tiembla en su mano, la pastilla rosa se seca
en su ardiente lengua, la cabecita se inclina hacia el hombro, la camisa
se escurre ligeramente de su hombro encantador. Mas ya se apaga el
resplandor de la luna; allá a lo lejos, a través de la neblina, clarea
el valle; allí platea el río, aquí la flauta del pastor despierta al
pueblo. Despunta la mañana; ya hace rato que los demás se han levantado;
pero a mi Tania le tiene sin cuidado. No se fija en la aurora, está
sentada con la cabeza agachada y no aplica su sello tallado en la carta.
La puerta se abre silenciosamente y entra Filipievna con el té.

—Hija mía, es hora de levantarse. Pero ¿ya estás lista, encanto mío?
¡Anoche qué miedo pasé! ¡Gracias a Dios, no estás enferma! No hay resto
de la congoja de ayer; tu cara está como una amapola.

—¡Ay _niania_, hazme un favor!

—Di, querida; ordena.

—No tengas…, ¿verdad?, sospecha alguna; pero verás… ¡Ay!, no me lo
niegues.

—Entonces envía a tu nieto secretamente con esta esquela a casa de O***,
a aquél, al vecino, y dile que no pronuncie ni una sola palabra, que no
me nombre.

—¿A quién, querida mía? Hoy día me he vuelto tonta; alrededor hay muchos
vecinos, y no podría nombrarlos a todos.

—¡Qué poco adivinadora eres, _niania_!

—Amiga mía, ya soy vieja, y mi inteligencia se vuelve más obtusa, Tania;
antes era más activa; a veces la palabra de la voluntad del Señor…

—¡Ay _niania, niania_! No estoy para esto. ¡Qué fatal me hace tu
inteligencia! Tú ves que el asunto trata de la carta de Onieguin.

—Bueno; el hecho es hecho; no te enfades, alma mía. Tú sabes que yo soy
poco comprensiva. ¿Por qué te has puesto de nuevo pálida?

—Te aseguro que no es nada; anda, manda a tu nieto.

Ahora cuando late su corazón; le duele como antes de una desgracia. ¿Es
posible? ¿Cómo pudo suceder? <<¿Por qué escribí, Dios mío?>>. No se atreve
a mirar a su madre; tan pronto arde, tan pronto palidece; todo el día,
con la mirada fija, calla, y por cualquier cosa llora y tiembla.

El nieto de la _niania_ vuelve tarde; ha visto al vecino y le ha
entregado personalmente la carta.

—Y el vecino, ¿qué?

—Iba a montar a caballo, y se guardó la carta en el bolsillo.

¡Ay! ¿Cómo terminará la novela?

El día pasó y no hubo contestación. Empezó otro; tampoco hubo nada.
Pálida como una sombra, vestida desde la mañana, Tatiana espera. ¿Cuándo
llegará la respuesta? Llegó el admirador de Olga.

—Díganos —preguntó la dueña—: ¿Dónde está su amigo? —y prosiguió—:
Parece ser que nos ha olvidado completamente.

Tania se ruborizó y se puso a temblar; Lenski contestó a la viejecita:

—Hoy prometió venir, pero, por lo visto, el correo le retuvo.

Tatiana fijó la mirada como si hubiera oído un reproche mordaz.

Oscurecía. En la mesa, crepitando, el samovar de la noche calentaba la
tetera china, bajo la cual flotaba un ligero vapor. Ya bebían el oloroso
té, vertido en las tazas con chorro oscuro por la mano de Olga, y el
mozo servía la nata. Tatiana estaba ante la ventana respirando sobre los
fríos cristales, pensativa, ¡alma mía! Con su lindo dedito escribía en
el vidrio empañado las sagradas iniciales enlazadas de O y E.

Entretanto, su alma sufre y su triste mirada está llena de lágrimas. De
pronto, oye pasos. Se le hiela la sangre. Se acercan, saltan, y en el
patio está Eugenio.

¡Ay! Tatiana, más ligera que el viento, vuela a la otra entrada, de la
escalinata al patio y de allí al jardín. Corre, corre, y no se atreve a
mirar hacia atrás; en un instante cruza los cercados, el puentecillo, el
prado, la avenida que va al lago, el bosquecillo; rompe los arbustos de
las lilas, pisa las flores, se dirige hacia el riachuelo y, sofocada, se
deja caer en el banco.

<<Aquí está él, aquí está Eugenio. ¡Oh Dios mío! ¿Qué pensará?>>. Su
corazón atormentado guarda un tenue rayo de esperanza; tiembla, arde de
fiebre y espera. ¿No vendrá? No se oye nada. Son las sirvientas que
recogen en el jardín las bayas de los arbustos y que cantan a coro por
orden de la dueña. La base de este mandato es entretener los astutos
labios en el canto para que no coman a escondidas las frutas de los
amos.

  EL CANTO DE LAS JÓVENES

   

  ¡Oh bellas doncellas!

  Queridas amigas y

  compañeras: jugad alegres,

  cantad una melodía,

  una melodía de amor.

  Atraed al muchacho

  hacia nuestro jorovod,

  y cuando vaya a llegar

  todas nos escaparemos.

  Le tiraremos guindas,

  le tiraremos frambuesas,

  le tiraremos grosellas,

  para que no ose acercarse,

  ni escuche nuestros cantos sagrados,

  ni se aproxime para admirar

  nuestros juegos virginales.

Seguían cantando. Tania las escuchaba con indiferencia, esperando a que
se calmen los latidos de su corazón, y a que desaparezca el rubor de sus
mejillas. Pero la misma inquietud oprime su pecho; el fulgor de sus
mejillas es cada vez mayor. Semeja pobre mariposa cautivada por el
travieso colegial, que brilla y se debate con el ala policroma; semeja
conejito que tiembla en el sombrío otoño viendo de repente, a lo lejos,
entre las matas, al cazador que le apunta. Por fin, suspiró y se levantó
del banco: se iba; pero al torcer la avenida, ante ella, en pie cual
terrible sombra, se halla Eugenio con ojos brillantes, y ella se para
como si el fuego de su mirada la quemase.

Mas hoy, queridos amigos, no estoy con fuerzas para contar el resultado
del inesperado encuentro. Después de este largo discurso me hace falta
descansar y pasear; más tarde acabaré, alguna vez…



CAPÍTULO IV


La morale est dans la nature des choses.

(Necker)

 

Al principio de mi vida me gobernaba el encantador y astuto sexo débil;
entonces mi única ley era cumplir sus caprichos frívolos. El alma
acababa de inflamarse, y la mujer aparecía al corazón como alguna casta
divinidad. Resplandecía al apoderarse de mis sentimientos y de mi
inteligencia. Ante ella yo me consumía en silencio; su amor me parecía
un bien inaccesible. ¡Vivir y morir a sus lindos pies! No podía desear
nada más. A ratos la aborrecía y derramaba lágrimas; con pena y horror
veía en ella un ser de fuerzas perversas; sus penetrantes miradas, sus
sonrisas, su voz, sus conversaciones, todo en ella era veneno, traición;
no deseaba más que mis lágrimas, mis suspiros, y se alimentaba con mi
sangre. A ratos veía en ella al mármol ante las súplicas de Pygmalión,
todavía frío e inanimado, pero muy pronto vivo y ardiente.

Con las palabras del poeta predicador también yo puedo decir que olvidé
hace tiempo como un sueño a Temira, a Wafne, a Leleta; pero entre esta
multitud hay una…; largo tiempo fui seducido por una… Aunque sí estaba
enamorado, ¿no necesitáis saber de quién, en dónde y cuánto tiempo duró?
¡No es éste el asunto! Lo que ya fue, ya pasó, supone un delirio. El
caso es que desde entonces mi corazón se enfrió y se cerró para el amor,
y todo en él está vacío, sombrío.

Comprendí que las damas, a pesar de admirarnos mucho, en el fondo se
aprecian mucho más a sí mismas. Nuestros caprichosos entusiasmos les
parecen muy divertidos, y la verdad es que, por nuestro lado, somos
imperdonablemente ridículos. Al comprometernos imprudentemente,
esperamos en recompensa su amor; con desvarío lo invocamos, como si
fuera posible exigir profundos sentimientos y pasiones de las mariposas
y de los lirios. Cuanto menos queremos a la mujer, más le gustamos a
ella, y con más seguridad la perdemos en las redes seductoras. En una
época la ciencia del amor fue el libertinaje; hablar de sí mismo en
todos los sitios y gozar sin amor. Pero esta seria diversión es digna de
los viejos verdes, admiramos en tiempos de nuestros abuelos, igual que
Lovelace, cuya gloria decayó a la par que los tacones encarnados y las
majestuosas pelucas. ¿Quién no se aburre de ser hipócrita, de procurar
convencer a los demás con gravedad de algo de lo que ya están todos
convencidos, de escuchar las mismas respuestas, de destruir las
opiniones que no tuvo ni tiene la niña de trece años? ¿A quién no le
cansan las amenazas, súplicas, juramentos, y el miedo fingido, los
engaños, el cotilleo, los anillos, las lágrimas, las miradas de las
tías, la pesada amistad de los maridos?

Así exactamente pensaba mi Eugenio; en su primera juventud fue víctima
de tempestuosos extravíos y de pasiones desenfrenadas. Mimado por la
vida, encantado por algo durante una temporada, desencantado por otra
cosa, fatigado del lento deseo y también del éxito fácil, escuchando en
silencio y entre la muchedumbre el eterno descontento de su alma y
ahogando con risas sus bostezos. Así mató ocho años de su vida,
malgastando la mejor época de ella. Ya no se enamoraba de las bellezas y
hacía la corte de cualquier forma. Si le decían que no, en un instante
se consolaba; le traicionaban, y estaba contento de descansar; las
buscaba sin entusiasmo y las dejaba sin compasión, olvidándose casi de
su amor y de su maldad. Igual que invitado indiferente que, llegando por
la noche para jugar al _whist_, se sienta; el juego ha terminado, se va,
se duerme tranquilamente, y a la mañana siguiente no sabe dónde irá a
pasar la noche.

Pero el mensaje de Tania conmovió vivamente a Eugenio; el inocente
lenguaje de sus sueños despertó en él muchos pensamientos; se acordó del
aspecto triste de la linda Tania y se hundió en un puro y dulce ensueño.
Tal vez se apoderó de él por un momento el ardor de los sentimientos
pasados; pero no quería burlarse de la confianza de un alma inocente.

Ahora transportémonos al jardín donde Tania se encontró con él. Durante
unos minutos guardaron silencio. Por fin, Onieguin se acercó a ella y
dijo:

  <<Usted me escribió, no lo niegue; he leído la confiada declaración; el
  inocente desahogo de amor; su sinceridad me es grata. Vino a turbar
  sentimientos dormidos hace tiempo; pero no la quiero halagar; y le
  responderé igualmente con una declaración sin fingimientos. Escuche
  usted mi confesión; la tomo por juez mío. Si yo quisiera limitar mi
  existencia a la vida familiar, si el grato destino me hubiera mandado
  ser un padre, un esposo, si por un instante me sedujese el hogar,
  puede estar segura de que no buscaría más novia que usted. La diré,
  sin el brillo de los viejos madrigales, que, habiendo encontrado mi
  ideal, la escogería a usted como la compañera de mis días tristes,
  como garantía de todo lo maravilloso; yo sería dichoso… cuanto
  pudiera.

  >>Pero no fui creado para el gozo; mi alma lo desconoce. Su perfección
  no puede hacer nada; no la merezco. Créame: el matrimonio sería un
  suplicio para nosotros. Por mucho que la amase, al acostumbrarme,
  dejaría de quererla. ¿Empezaría a llorar? Sus lágrimas no conmoverían
  mi corazón; solamente me darían rabia. Juzgue usted misma qué rosas
  nos prepara el himeneo, y tal vez para muchos años.

  >>¿Puede haber algo peor en el mundo que una familia en la que la
  esposa se aflige por el indigno esposo y está sola día y noche? ¿En la
  que el aburrido esposo, conociendo su valor —y, sin embargo,
  maldiciendo al destino—, siempre está callado, con el ceño fruncido,
  enfadado y fríamente celoso? Así soy yo. ¿Y a semejante individuo
  buscaba usted, con su alma pura y ardiente, cuando con tal sencillez o
  con tal inteligencia me escribía? ¿Es posible que le sea designada tal
  suerte por el destino? Los sueños y los años no tienen retorno; no
  renovaré mi alma.

  >>La quiero a usted con amor fraternal y tal vez de una manera aún más
  tierna. Escúcheme sin enfadarse: la juventud cambia sus sueños por
  otros más agradables, igual que el árbol renueva sus hojas cada
  primavera. Está visto que así fue prescrito por el cielo. Amará usted
  de nuevo; pero aprenda a retener sus ímpetus: no todos la comprenderán
  como yo; la inexperiencia conduce a la desgracia>>.

Así sermoneaba Eugenio; Tatiana le escuchaba sin ver a través de las
lágrimas, respirando apenas, callada. Él le ofreció su brazo;
tristemente, como suele decirse, maquinalmente, Tania, en silencio, se
apoyó en él; inclinando con languidez la cabecita, se fue a su casa por
el huerto. Entraron juntos, y a nadie se le ocurrió criticarlos por
ello; la libertad campestre tiene sus agradables derechos, igual que la
altiva Moscú.

Pero oye, región de Pskoyskaia, refugio de mis años juveniles, país
vacío, ¿hay en algún lugar algo tan insoportable como tus señoritas?
Notaré a propósito que entre ellas no hay la amabilidad fina de los
nobles, ni la simpática ligereza de las coristas. Respetando el espíritu
ruso, les hubiera perdonado sus cotilleos, sus fanfarronadas, la gracia
de sus bromas domésticas, sus vicios, su suciedad, el descuido de sí
mismas, sus maneras afectadas. Pero ¿cómo perdonarles su charla mundana
y su torpe etiqueta?

Lector: tú estarás de acuerdo en que nuestro amigo se portó muy bien con
la triste Tania. Por primera vez mostró en esto la recta nobleza de su
alma, aunque no solía perdonar las malas acciones de los hombres. Sus
enemigos, sus amigos —lo que viene a ser lo mismo— le juzgaban de
diversos modos. Cualquiera en el mundo tiene enemigos; pero ¡Dios nos
libre de los amigos! ¡Ay, estos amigos, estos amigos! ¡No, por nada me
acuerdo de ellos! ¿Y qué? Si es así, yo olvido los sueños vacíos y
negros; sólo noto, entre paréntesis, que no hay calumnia despreciable,
inventada por el mentiroso en la guardilla, que no sea aceptada por la
masa de la sociedad; no hay absurdo o epigrama callejero que no repita
sonriendo vuestro amigo, sin maldad ni sobre pensamiento alguno, en un
círculo de gente honorable; sin embargo, es tu protector, ¡te quiere
tanto como un pariente!

¡Hem, hem! Lector de alma noble, ¿se encuentran bien todos tus
parientes? Permíteme: tal vez te sea agradable saber ahora por mí lo que
verdaderamente quiere decir parientes; son unas personas a las que
debemos por obligación acariciar, amar, respetar con toda el alma y,
según la costumbre de la gente, visitar por Navidad o felicitarlos por
correo para que el resto del año no se acuerden de nosotros. Y así,
¡Dios les conceda largos días!

Sin embargo, el amor de las dulces bellezas es más seguro que la amistad
y el parentesco. Guardáis sobre ellas vuestros derechos hasta en medio
de la tempestad apasionada. <<Claro que es así>>, diréis vosotros. Mas,
entretanto, no hay que olvidar el viento de la moda, y el capricho de la
Naturaleza, la opinión de la sociedad —todo esto es muy fuerte—, y el
sexo débil es tan sutil, tan sutil como una pluma. Una esposa virtuosa
también tiene que respetar la opinión del marido, y así nuestra fiel
amiga es seducida. ¡Cómo le gusta a Satanás jugar con el amor! ¿A quién
amar? ¿En quién creer? ¿Quién será el único que no nos traicionará?
¿Quién se preocupará amablemente de nuestros intereses y de nuestros
discursos? ¿Quién no sembrará sobre nosotros calumnias? ¿Quién se
preocupará de mimarnos? ¿Para quién no es una desgracia nuestro vicio?
¿Quién no nos cansa alguna vez? Inquieto buscador de un fantasma, no te
mates inútilmente. Amaré a ti mismo, respetable lector: a buen seguro
que no existe objeto más digno y agradable.

¡Ay!, no son difíciles de adivinar las consecuencias que resultaron de
la entrevista. El terrible tormento de amor no cesó de torturar la joven
alma de la doncella. No; la pobre Tatiana se consume aún más por una
pasión sin esperanza; el sueño huye de la cama; su salud, la flor de su
vida, su dulzura, todo ha desaparecido, todo es cual son vacío, y así se
apaga la juventud de la linda Tania, así la sombra de la tempestad
encapota el día naciente. ¡Ay de Tatiana! Se marchita, palidece, se
consume y calla; nada entretiene ni conmueve su alma. Los vecinos,
moviendo la cabeza, murmuran entre sí: <<¡Ya es hora, ya es hora de
casarla!>>.

Pero basta; me hace falta a toda prisa alegrar la imaginación con el
cuadro del amor dichoso. Involuntariamente, queridos míos, me oprime la
tristeza. Perdonadme, ¡es que quiero tanto a mi linda Tania!

De hora en hora, cada vez más seducido por la belleza de la joven Olga,
Vladimir se entregó con toda su alma a la agradable esclavitud. Siempre
está con ella; en su habitación siéntanse los dos en la oscuridad; por
las mañanas se pasean por el jardín, las manos enlazadas. ¿Y qué? Ebrio
de amor, confuso, con dulce turbación, sólo se atreve de vez en vez,
animado por una sonrisa de Olga, a jugar con un bucle desrizado o a
besar el borde de su vestido. A veces le lee una novela moralizadora, en
la cual el autor conoce mejor la Naturaleza que Chateaubriand; de tiempo
en tiempo, poniéndose colorado, se salta dos o tres páginas —vanas,
malsanas, irreales y peligrosas para los corazones de las doncellas—.
Aislados, lejos de todos, se apoyan en la mesa ante el tablero de
ajedrez; durante largo rato permanecen sentados, sumidos en profundos
pensamientos, y Lenski, distraído, mata con un peón su propia torre.
Vuelve a casa y allí se ocupa de su Olga. Con esmero le adorna las hojas
de su álbum. Unas veces le dibuja suavemente con la pluma y colores dos
paisajes campestres, una lápida, el templo de los chipriotas, o un
pichón sobre la lira. Otras, en hojas de recuerdos, después de la firma
de los demás, escribe un verso tierno, recuerdo mudo de sus sueños,
ligera huella de instantáneo pensamiento. Todo sigue igual después de
muchos años. Claro está que tú viste muchas veces el álbum de una
señorita de provincias que sus amigos mancharon desde el principio hasta
el final y alrededor. Aquí, para dolor de la ortografía, se encuentran
versos sin medida, según la tradición, cortados y alargados, escritos en
prueba de fiel amistad. En la primera línea encuentras: _Qu’écrivez-vous
sur ces tablettes_?, y la firma: _Tout à vous, Annette_. En la última
encontrarás:

  Quién te ame más que yo,

  que escriba después de mí.

Aquí, sin falta, encontrarás dos corazones, la antorcha y las flores;
leerás juramentos de amor hasta la tumba y un versito mordaz, invento de
un poeta de infantería. Reconozco, amigos míos, que en un álbum así
estaría contento de escribir, convencido en el alma de que cualquier
amable ridiculez mía merecerá una benévola mirada, y después nadie se
pondrá a buscar con gravedad y una sonrisa maligna si yo mentí con
astucia. Pero vosotros, tomos en desorden de la biblioteca del diablo,
tormento de los rimadores a la moda, que no sois más que preciosos
álbumes adornados rápidamente por la mano de Baratinski y el pincel
maravilloso de Tolstoi, ¡que un rayo de Dios os queme! Cuando una
brillante dama me tiende su _in-quarto_, se apoderan de mí la rabia y el
temblor; en el fondo de mi alma surge un epigrama, y ¡piden que se les
escriban madrigales!

Lenski no escribe madrigales en el álbum de la joven; su pluma,
respirando amor, no brilla con fría perversidad. Todo lo que en su Olga
ve y oye lo escribe, y las elegías, llenas de viva sinceridad, manan
como ríos. Así tú, Yazikov, inspirado por los bríos de tu corazón,
celebras a alguien desconocido, y el conjunto de tus inapreciables
elegías representará para ti toda la novela de tu vida.

¡Silencio! ¿No oyes? El crítico severo nos ordena tirar la corona
lastimera de las elegías y grita a nuestros hermanos los rimadores:
<<Terminad de llorar y de croar siempre sobre lo mismo, de lamentaros
sobre lo que fue y lo que pasó; ya basta. ¡Cantad algo nuevo!>>.

—Tienes razón, y seguramente nos aconsejarás la chimenea, la máscara, el
puñal; tal vez resucitarás el capital muerto de nuestros pensamientos.

—¿No es así, amigos? ¡No; no lo es! Escribid odas, amigos, como se
escribían en los años poderosos, como estaba de moda en tiempos de
antaño.

—¡Sólo las solemnes odas! Ya basta, amigo. ¿Qué más da? Acuérdate de lo
que dijo el satírico: <<¿Es posible que te sea más soportable el astuto
lírico, que canta las ideas ajenas, que nuestros tristes rimadores?>>.

—Todo es vano en la elegía; da pena su objeto fútil, mientras que el de
la oda es elevado y noble.

Aquí podríamos discutir, pero yo me callo; no quiero crear discusiones
entre dos siglos.

Vladimir, admirador de la gloria y de la libertad, en la inquietud de
sus tempestuosos pensamientos, tal vez hubiera escrito odas; pero Olga
no las leía.

Los poetas llorones leen sus creaciones a la amada; dicen que en el
mundo no hay recompensa superior, y verdaderamente, ¡dichoso el amante
modesto que lee sus ilusiones a la bella, agradablemente lánguida,
objeto de su canto y de su amor! Dichoso…, aunque a lo mejor puede que
ella esté entretenida con algo muy distinto. Yo sólo leo los frutos de
mis ensueños y de mis armónicas fantasías a mi vieja _niania_, amiga de
mi juventud.

Después de la aburrida comida pasa a verme el vecino, y, pescándolo por
el faldón, le cuento mi tragedia en un rincón —y esto no es broma—. O,
cansado del aburrimiento y de las rimas, vagando por mi lago, asusto a
la manada de patos que, al escuchar el dulce canto de mis estrofas,
marchan de las orillas. Mi mirada los busca ya muy lejos; pero el
cazador que anda furtivamente entre la espesura del bosque, silva,
maldiciendo la poesía, y arma cuidadosamente su fusil. Cada uno tiene su
caza, su gusto, su querido entretenimiento:

El que apunta a los patos con el fusil.

El que delira con las rimas, como yo.

El que persigue a las atrevidas moscas con un matamoscas.

El que manda en las ideas del gentío.

El que se divierte con la guerra.

El que se complace en los sentimientos tristes.

El que se entretiene con el vino.

Y el bien está mezclado con el mal.

¿Qué es de Onieguin? A propósito, hermanos, os pido paciencia; os
contaré con detalle sus diarias ocupaciones. Vivía como un anacoreta: en
verano se levantaba a las siete y, ligero, se dirigía hacia el río que
corre a los pies de la montaña; imitando al cantante de Gulmara, pasaba
a nado su Helesponto. Otra vez en casa, bebía su café, ojeaba un mal
periódico y se vestía. No era posible que llevaseis un traje igual. Los
paseos, el estudio, el profundo sueño, la sombra del bosque, el murmullo
de los riachuelos, a veces el juvenil y fresco beso de una doncella de
rostro blanco y ojos negros, las obedientes riendas del fogoso caballo,
la comida bastante delicada, la botella de vino blanco, la soledad, el
silencio… Tal era la santa vida de Onieguin, y, sin darse cuenta, se
entregó a ella sin reparar en su indiferente languidez, en los bellos
días de verano, olvidando la ciudad, los amigos y el aburrimiento de las
festivas diversiones.

Mas nuestro verano al Norte es la caricatura de los inviernos
meridionales. Aparece y se esfuma al punto; esto se sabe, aunque no lo
queramos reconocer. Ya el cielo cogía los matices del otoño, el sol
brillaba con menos frecuencia, el día se hacía más corto, la espesura
misteriosa del bosque se deshojaba con lastimoso gemido, la niebla se
echaba encima de los campos, la banda chillona de los gansos se dirigía
hacia el Sur; se acercaba una época bastante aburrida. Ya pronto será
noviembre.

La aurora se levanta en la niebla fría; en los campos, el ruido del
trabajo se calla; el lobo hambriento sale al camino con su loba; el
caballo, presintiéndolo, relincha, y el prudente caminante, galopando a
rienda suelta, sube la cuesta. Ya no saca el pastor con el alba las
vacas del establo, y al mediodía no las reúne al son de la flauta. En la
_isba_ la joven teje cantando; ante ella chisporrotea la viruta, amiga
de las noches invernales. Ya cruje el hielo y platean los campos; el
arroyo, vestido de invierno, brilla de manera más agradable que un suelo
a la moda. El alegre grupo de los chiquillos corta el hielo con los
patines; el pesado ganso, pensando si nadará por el curso del agua, anda
cuidadosamente por encima con sus patas rojas, resbala y cae. Los
primeros copos de nieve revolotean alegres, centellean y cubren las
orillas cual estrellas. ¿Qué hacer con este tiempo en un lugar desierto?
¿Pasear? El campo en esta época cansa bastante la mirada con su monótona
desnudez. ¿Galopar a caballo por la estepa inhospitalaria? El caballo,
inseguro, con el casco embotado, engancha la nieve y a cada momento
parece que va a caer. Estate sentado bajo el techo solitario, lee: he
aquí a Prad y Walter Scott. ¿No quieres? Verifica los gastos, enfádate,
bebe, y la larga tarde transcurrirá de cualquier forma, mañana igual que
hoy, y así pasarás el invierno agradablemente.

Onieguin, como Childe Harold, se entrega a una pereza pensativa. En
cuanto se despierta, se sienta en un baño en el que flotan trozos de
hielo, y después está todo el día en casa, solo, sumido en cálculos;
armado del taco, juega desde la mañana por dos al billar. Llega la noche
campestre, abandona el billar, olvida el taco; la mesa está puesta ante
la chimenea. Eugenio espera; allí viene Lenski en una _troika_ tirada
por fogosos caballos. ¡Pronto vamos a cenar!

Enseguida le traen al poeta en una botella helada _la veuve Clicquot_ o
el _Moët_, vino bendito, que brilla como Hipocrene. Con su centelleo y
su espuma me seduce; por él di a veces hasta mi último centavo. ¿Os
acordáis, amigos? Su mágico chorro creó no pocas tonterías y ¡cuántas
bromas, versos, discusiones y alegres sueños! Pero con su ruidosa espuma
engaña mi estómago, y hoy día prefiero el razonable _bordeaux_; ya no
sirvo para el _aix_^([30]), que es, cual amante brillante, frívola,
voluntariosa y vana. Tú, _bordeaux_, eres semejante al amigo que nos
acompaña siempre en el dolor y la tristeza, y en todos los sitios está
presto a ayudarnos o a compartir nuestro reposo silencioso. ¡Un viva
para nuestro amigo el _bordeaux_!

Se apagó el fuego, y el dorado carbón está cubierto de una tenue capa de
ceniza; apenas se percibe el vapor que flota en ondas y la respiración
del fuego. El humo de las pipas desaparece por el tubo de la chimenea.
Todavía brillan en medio de la mesa las claras copas; la niebla nocturna
se levanta…

(Me gustan —aunque no sé cómo pueden existir— las reuniones en las que
los amigos cuentan mentiras y beben juntos cual hermanos, no obstante
ser el ambiente hostil, como el que reina entre perros y gatos).

Ahora charlan los dos amigos:

—¿Qué hay de nuestros vecinos? ¿Y Tatiana? ¿Y tu jovial Olga?

—Échame otro medio vaso. Gracias, querido. Toda la familia se encuentra
bien. Me pidieron que te saludara de su parte. ¡Ay, querido, cómo han
embellecido los hombros de Olga! ¡Qué pecho! ¡Qué alma! Algún día iremos
a verlos. Estás obligado con ellos; si no, juzga tú mismo: fuiste a
verlos dos veces, y, desde entonces, ni siquiera has aparecido por allí.
Pero… ¡qué bobo soy! Te han convidado para la semana que viene.

—¿A mí?

—Sí; el sábado es el santo de Tatiana. Olenka y su madre me rogaron que
te lo dijera, y no tienes disculpa alguna para rechazar la invitación.

—Pero allí habrá montones de gente de todas clases.

—Nadie, estoy seguro. ¿Quién quieres que haya? Los suyos.

—Ve. ¡Hazme este favor!

—Bueno ¿qué? ¡De acuerdo!

—¡Qué simpático eres!

Y después de estas palabras vació el vaso y se puso a hablar nuevamente
de Olga. ¡Así es el amor! Estaba alegre; el plazo feliz quedaba
decidido; dentro de dos semanas le esperaban el misterio del lecho
conyugal y la dulce corona del amor. No pensaba en las horas de tedio y
de bostezos. Entretanto, nosotros, enemigos del himeneo, sólo vemos en
la vida familiar una serie de fatigosos cuadros y una novela al estilo
de La Fontaine. Mi pobre Lenski, por su corazón, sólo había nacido para
una clase de vida. Era amado; al menos, eso se figuraba él, y era feliz.
¡Dichoso mil veces el que está consagrado a la esperanza! Quien,
calmando la calculadora inteligencia, reposa en la indolencia del
corazón, como el caminante borracho en la posada, o, dicho con más
delicadeza, como la mariposa impregnada del néctar de la flor en
primavera. Sin embargo, ¡desdichado el que prevé todo, cuya cabeza
siempre considera con lucidez; quien mira materialmente todos los
movimientos, y las palabras, y cuyo corazón, amargado por la
experiencia, no puede olvidar.



CAPÍTULO V


_¡Oh Svetlana! ¡Ojalá no hubieras conocido la terrible significación de
tu sueño!_

(Jukovski)

 

Aquel año el otoño se prolongó mucho; la Naturaleza esperaba, esperaba
el invierno. Nevó al final de enero, en la noche del 2 al 3. Habiéndose
despertado temprano, Tania vio por la ventana el corral emblanquecido
durante la noche, así como los cercados, los tejados y la verja; ligeros
dibujos en los cristales, los árboles cubiertos de plata de invierno; en
el patio, a los alegres cuervos, y las montañas, cubiertas del blando
tapiz invernal. ¡Todo está blanco, todo brilla alrededor! Es invierno.
Triunfalmente el campesino emprende el camino con su trineo; su caballo,
husmeando la nieve, se arrastra al trote con indolencia. Vuela la
valiente _kibitka_^([31]), levantando a su paso copos vaporosos de los
surcos. El cochero está sentado en el pescante con su _tulup_^([32]) de
borrego y su cinturón rojo. Allí corre un chiquillo del pueblo; ha
sentado en el trineo al perro, y él se ha transformado en caballo, ¡oh,
el travieso! Se ha helado un dedo, le duele y se ríe, mientras su madre
le amenaza desde la ventana.

Pero tal vez no os atraiga un cuadro de este género; todo esto es
vulgar, aquí no hay nada grácil. Puede ser que otro poeta, con un estilo
esplendoroso, arrebatado por inspiración divina, nos describiera las
primeras nieves y todos los matices del soñoliento invierno. Os
seduciría más, estoy convencido de ello, describiendo en versos
inflamados los paseos secretos en trineo. Entretanto, yo no pienso
batirme ni con él ni contigo, cantante de la joven finlandesa^([33]).

Tatiana, alma rusa, sin saber por qué, amaba el invierno con su fría
belleza, la escarcha al sol en un día glacial, los trineos, la
reverberación rosada de la nieve en la tardía aurora y la niebla que hay
por la Epifanía. Estas noches triunfaban en su casa a la moda antigua;
las sirvientas echaban la buenaventura a sus señoritas y les predecían
cada año maridos militares y campañas en las que ellos intervenían.

Tania creía en la tradición popular de la antigüedad, en la buenaventura
echada en cartas, en los sueños y en lo que auguraba la luna. Le
atormentaban los objetos y secretamente todos le decían algo, el
presentimiento le oprimía el corazón; el gato mimoso, sentado encima de
la estufa, ronroneando, se lavaba la cara con la patita; esto era para
ella un infalible presagio de la llegada de los invitados. Si veía el
cuerno estrecho de la luna en el lado izquierdo del cielo, temblaba y
palidecía.

Cuando la estrella fugaz volaba por el cielo oscuro, para luego
desvanecerse, Tania, con turbación, se daba prisa a murmurarle el deseo
de su corazón antes que desapareciese. Cuando en algún sitio se
encontraba con un fraile vestido de negro, o cuando una liebre le
cortaba el camino en el campo, llena de dolorosos presentimientos,
esperaba la desgracia, y por miedo no sabía qué empezar. Encontraba un
placer indecible en el mismo horror, porque la Naturaleza nos creó de
tal manera, que nos gustan las contradicciones.

Llegaron las fiestas de Navidad. ¡Qué alegría! La irreflexiva juventud,
a la que nada le da lástima, delante de la cual la vida aparece clara e
inmensa, echa las cartas; también las echa la vejez, a través de sus
lentes, casi a las puertas de la tumba, desprovista ya de todo
irremediablemente. Es igual; la esperanza le miente con su balbuceo
infantil. Tatiana, con mirada curiosa, observa la cera derretida en un
plato de agua que con mágicos dibujos le predice algo maravilloso. Por
turno van saliendo anillos; también a ella le sacaron uno al compás de
la vieja canción:

  Allí los campesinos son todos ricos,

  y con palas recogen la plata.

  ¡Felicidad y gloria al que cantamos!

Pero el canto, por su triste entonación, parece hablarle de muerte.

La noche está helada; el cielo, sereno; el divino coro de los luceros se
mueve pausadamente y a compás. Tania, con ligero vestido, sale al amplio
patio; quiere captar el reflejo de la luna en un espejo, y tan sólo ve
temblar en él al triste astro. ¡Chis! Cruje la nieve y pasa un
caminante; la joven corre hacia él de puntillas; su voz suena más dulce
que el sonido del caramillo al preguntarle:

—¿Cuál es tu nombre?

Él la mira y contesta:

—Agafón^([34]).

Tatiana, aconsejada por su _niania_, se prepara a decir la buenaventura
aquella noche, y en secreto ordenó que le preparasen en la
_bania_^([35]) dos cubiertos. De pronto le dio miedo, y a mí también,
acordándome de Svetlana^([36]). ¡Qué se le va a hacer! Ni Tatiana ni yo
conoceremos nuestro destino.

Ella se quita el cinturón de seda, se desviste y se mete en la cama; el
espejito reposa bajo la almohada; todo está en calma; Tania duerme;
dulces sueños flotan sobre ella. Sobre todo uno es maravilloso.

  SUEÑO DE TANIA

   

  Se le aparece una llanura nevada por la que camina entre espesa
  niebla; delante de ella, un torrente espumoso y denso burbujea
  formando remolinos; el frío del invierno no ha podido congelarle. Dos
  palitos adheridos al hielo unen las dos orillas, constituyendo un
  puentecillo vacilante y peligroso; atónita, se para ante el rugiente
  abismo. Quéjase al torrente. No ve a nadie que le pueda tender la mano
  desde la otra orilla. De repente se mueve un montículo de nieve, ¿y
  quién sale por debajo de él? Un oso enorme y desgreñado. <<¡Ay!>>, dice
  Tatiana. El oso gruñe y le tiende la pata de punzantes garras.
  Sobreponiéndose, con mano temblorosa, se apoya en él y con sus pasos
  atemorizados atraviesa el torrente. Se pone en marcha, ¿y qué sucede?
  El oso la sigue. NO se atreve a mirar hacia atrás; acelera el paso,
  pero ni aun así consigue huir del peludo lacayo, que, jadeante
  continúa siguiéndola. Ante ellos se extiende el bosque; los pinos,
  inmóviles en su rígida belleza, tienen las ramas sobre cargadas de
  copos de nieve. A través del alto y espeso ramaje de los abedules,
  olmos y tilos, resplandecen los rayos de las estrellas. La ventisca ha
  borrado el camino, los arbustos y los declives desaparecen bajo la
  nieve. Tania penetra en el bosque; el oso, detrás de ella. La nieve
  blanda le llega hasta las rodillas; las largas ramas, ora la agarran
  por el cuello, ora intentan arrancarle sus pendientes de oro. De vez
  en cuando sus zapatitos mojados se hunden en la nieve densa; se le cae
  el pañuelo, no tiene tiempo de recogerlo y hasta se avergüenza de
  levantar el borde de su vestido con temblorosa mano. Echa a correr, y
  el oso la sigue. Las fuerzas la abandonan, cae en la nieve, y el oso
  la coge; ella, dócil, no se atreve a moverse ni a respirar. El oso
  corre por el sendero del bosque; de pronto, entre los árboles, se
  divisa una mísera cabaña. Alrededor todo está silencioso en el blanco
  desierto. Una de las ventanas aparece profusamente iluminada; en la
  choza se oyen ruidos y gritos; el oso se para y dice: <<Aquí está mi
  compadre; entra y caliéntate>>. Se dirige directamente hacia la choza,
  dejándola en el camino. Al volver en sí, Tatiana mira: el oso ha
  desaparecido; ella se encuentra a la entrada; tras la puerta se oyen
  gritos y ruidos de vasos como en los grandes entierros. No
  comprendiendo nada, mira con sigilo por la rendija de la puerta, ¿y
  qué ve? Alrededor de la mesa sentados unos monstruos: uno, con cuernos
  y hocico de perro; otro, con cabeza de gallo; allí, una bruja con
  barba de chivo; allá, un arrogante y afectado esqueleto; aquí un enano
  con cola; acá, un animal medio grato, medio grulla. Y aún ve cosas más
  espantosas e inverosímiles: aquí, un cangrejo montado sobre una araña;
  allí, una calavera en el cuello de un ganso que gira con una gorra
  roja; acá, el molino que baila la _prisiadka_ y agita sus aspas con
  tremendo crujido. ¡Ladridos, risas, silbidos, cantos, golpes, vocerío
  humano y piafar de caballos!

  Pero ¿qué pensó Tania al descubrir entre los invitados al hombre que
  teme y ama, al héroe de nuestra novela? Onieguin está sentado a la
  mesa y mira con temor hacia la puerta. A un movimiento suyo todos se
  agitan; bebe, y todos beben, gritando; ríe, y todos ríen; frunce el
  ceño, y todos se callan. Se ve claro que es el dueño de allí. Tatiana
  ya no tiene tanto miedo, y ahora, con curiosidad, entreabre la puerta…
  De repente sopla el viento, que apaga las antorchas; reina la mayor
  confusión en la banda de espectros. Onieguin se levanta ruidosamente
  de la mesa, lanzando miradas fulminantes; todos se levantan, mientras
  él se dirige a la puerta. A Tania le da miedo, y se esfuerza en huir a
  toda prisa; pero es inútil; se agita impacientemente y quiere gritar.
  No puede. Eugenio empuja la puerta, y la joven aparece ante la mirada
  de los infernales espectros. En el silencio resuena una carcajada
  salvaje. Los cascos, las trompas retorcidas, los rabos desgreñados,
  los colmillos, los bigotes, las lenguas ensangrentadas, los cuernos y
  los dedos huesudos, todos la señalan y claman: <<¡Es mía, es mía!>>.

  <<¡Mía es!>>, dice ásperamente Eugenio. De súbito desaparece la banda:
  en la noche helada se queda sola Tatiana con su amado. Onieguin La
  atrae dulcemente hasta el fondo de la habitación, la recuesta sobre un
  banco inseguro y reclina su cabeza sobre el hombro de la joven. De
  pronto, entra Olga, seguida de Lenski; la luz invade la habitación.
  Onieguin levanta el brazo con ademán amenazador, sus ojos relampaguean
  salvajemente, y prorrumpe en insultos contra los inoportunos
  invitados. Tatiana está a punto de desmayarse. La disputa es cada vez
  más fuerte. Eugenio empuña un largo cuchillo y derriba a Lenski. Las
  sombras terribles se hacen cada vez más densas, y resuena un grito
  espantoso que hace temblar toda la choza. Tatiana se despierta
  sobresaltada.

  Mira en torno suyo. Una suave luz invade la habitación: es el rayo
  rosado de la aurora que luce a través de los cristales. La puerta se
  abre, Olga entra, ligera cual golondrina y más sonrosada que la
  aurora. <<Dime —le pregunta—, ¿A quién viste en sueños?>>. Tatiana, en
  la cama, no le hace caso, ni le contesta siquiera; está hojeando un
  libro que no expone ni las dulces facciones del poeta, ni sabias
  verdades, ni bellas descripciones. Pero ni Virgilio, ni Racine, ni
  Scott, ni Byron, ni Séneca, ni siquiera una revista de modas la
  hubieran podido enajenar de tal manera como el libro que leía. Este
  era de Martín Zadiedka, ¡amigos míos! El maestro de los sabios
  caldeos, astrólogo y adivinador de los sueños.

  Un día, un vendedor ambulante trajo a aquella sociedad esta profunda
  creación que por fin cedió a Tania, junto con un destrozado Malvina,
  por tres rublos y medio, tomando, además, por ellos un libro de
  fábulas populares, una gramática, dos Petrarcas y el tercer tomo de
  Marmontel. Desde entonces Martín Zadiedka fue el autor predilecto de
  Tania. Él la consuela de todas sus penas y duerme siempre junto a
  ella.

Está atormentada por el sueño, y no logra hallar su terrible
significado. Nerviosa busca en el índice por orden alfabético la
interpretación de los vocablos: pinar, tormenta, cuervo, pino, erizo,
oscuridad, puentecillo, oso, ventisca, etc. Martín Zadiedka no resuelve
sus dudas; pero el siniestro sueño le predice trágicas peripecias, y
durante algunos días sigue bajo su terrible influjo.

Mas he aquí la mano sonrosada de la aurora que trae el sol y con él el
alegre día del santo de Tatiana. Desde por la mañana la casa de los
Larin se llena de invitados; llegan familias enteras de vecinos, en
_vosok_^([37]), carretelas, _kibitkas_ y trineos. En el recibimiento
todo es alboroto; al salón llegan cada vez más visitas, y se oyen risas,
ladridos de perritos, sonoros besos de las jóvenes con apreturas en el
umbral, chocar de talones en las reverencias, gritos de las nodrizas y
lloros de los niños. Llegan Tolstoi, Pustakoff, con su linfática esposa;
Gvozdin, excelente terrateniente, poseedor de hambrientos campesinos;
Petuchkoff, petimetre provinciano; mi primo hermano Buyanoff, con su
gorra de visera; los Skotini, matrimonio calvo, con niños de todas las
edades, desde los treinta hasta los dos años; Elianoff, consejero
retirado, que era un viejo granuja, cotillo, glotón, bromista y hasta
venal. Con la familia de Pánfilo Jarlikov viene monsieur Triquet, recién
llegado de Tambov, también bromista, que lleva gafas y peluca pelirroja.
Como buen francés, Triquet trae en el bolsillo un cuplé para Tatiana
sobre una tonada muy popular entre los niños: _Reveillez-vous, belle
endormie_. Entre las antiguas canciones de un almanaque se encontraba
este cuplé que Triquet, poeta adivinador, sacó a relucir; y sin ninguna
vacilación transformó _el belle Ninna_ de la canción en _belle Tatiana_.
Desde la cercana aldea llega ahora el comandante del batallón, ídolo de
las señoritas entradas en años y alegría de las madres provincianas. Al
entrar anuncia esta gran noticia: el coronel envía una orquesta del
regimiento. ¡Qué alegría! Habrá un baile. Los jóvenes saltan
anticipadamente de contento. Pero ya está servida la mesa. Cogidas de la
mano, las parejas se dirigen hacia el comedor. Las señoritas se
apresuran alrededor de Tania; los caballeros, al frente de ella;
santiguándose, los invitados se sientan a la mesa en bulliciosa turba.

Por un momento cesan las conversaciones, las bocas mastican. En todos
sitios se oyen ruidos de platos, de cubiertos, de copas que se
entrechocan. Pronto se levanta un alboroto general; nadie escucha, todos
hablan, ríen, discuten. Las puertas se abren de par en par; entra
Lenski, seguido de Onieguin. <<Por fin, ¡alabado sea Dios!>>, exclama la
dueña de la casa. Los invitados se aprietan para dejar sitio a los
recién llegados, les traen sillas, les ponen los cubiertos y les ofrecen
asiento frente a Tatiana, que está más pálida que la luna matinal y más
asustada que un gamo perseguido. No se atreve a levantar sus ojos
oscuros; el ardor de la pasión la devora; se ahoga y no se oye las
felicidades de los dos amigos, y las lágrimas pugnan por salir de sus
ojos. La pobrecilla está a punto de desmayarse; pero su voluntad y su
razón se sobreponen, y consigue murmurar entre dientes dos palabras de
bienvenida.

Hacía tiempo que Eugenio no podía soportar los desmayos de las jóvenes,
sus lágrimas, sus ataques de nervios. ¡Bastante los había aguantado! Al
llegar a este festín ya estaba de mal humor; pero, al darse cuenta de la
turbación de la doncella; bajó los ojos con pesar y, sumamente enfadado,
juró hacer rabiar a Lenski para vengarse de él por haberle traído a este
lugar. Ahora, triunfando de antemano, se pone a dibujar en el fondo de
su alma la caricatura de todos los invitados.

Claro que no solamente fue Eugenio el que se dio cuenta de la turbación
de Tania. Pero en aquel momento las miradas y la conversación se
concentraban en un mantecoso _pirog_^([38]) —que, por desgracia, estaba
demasiado salado—. Y he aquí que entre el asado y los postres traen
champaña seguido de un batallón de copas altas y delgadas, parecidas a
tu talle, Zizi, cristal de mi alma, objeto de mis versos inocentes,
atrayente cáliz de amor, tú, la que tantas veces me embriagaste.

Libre del corcho húmedo, dispárase ruidosamente la botella, y el vino
burbujea. Atormentado largo rato por el cuplé, monsieur Triquet se
levanta con grave además; la reunión guarda profundo silencio, Tatiana
está medio muerta. Triquet se dirige hacia ella con una hoja en la mano
y se pone a cantar desentonando. Le aclaman con gritos y aplausos; ella
viene a sentarse al lado del cantante. Entretanto, Lenski, el modesto,
pero gran poeta, alza su copa a la salud de Tania. Empiezan las
felicitaciones, los elogios; Tatiana da las gracias. Cuando le llega el
turno a Eugenio, el aspecto triste de la joven, su turbación y su
cansancio despiertan compasión en su alma: se inclina silencioso ante
ella, mientras sus ojos expresan una maravillosa dulzura. ¿Estaba
realmente conmovido? ¿Sería una simple muestra de galantería? ¿O tan
sólo era buena voluntad? Sea lo que fuese, su mirada infundió esperanzas
en el corazón de Tatiana.

Retíranse las sillas con ruido, y los invitados pasan al salón cual
abejas que abandonan su dulce colmena para volar ruidosamente en
enjambre por los campos. Satisfechos del festín, los caballeros resoplan
ruidosamente uno frente a otro; las damas se sientan alrededor del
fuego, las señoritas cuchichean en un rincón. Las mesas verdes están
preparadas para los empedernidos jugadores de boston, de _omber_ y de
_whist_; todos estos juegos, conocidos hasta hoy día, forman parte de la
misma familia: el aburrimiento.

Los héroes del _whist_ han jugado ya ocho partidas y han cambiado ocho
veces de sitio; ahora traen té. Me gusta fijar el tiempo por las
comidas, las meriendas y las cenas. En el campo hace falta agitarse para
saber la hora; el estómago es nuestro mejor reloj. Y, a propósito, haré
constar entre paréntesis que en mis versos hablo muy a menudo de
festines, comidas y corchos. ¡Como tú, divino Homero, ídolo nuestro
desde hace treinta siglos! En los festines estoy dispuesto a luchar
desobediente con tu divinidad; pero reconozco noblemente que me has
vencido en otra cosa. Tus feroces héroes, tus descripciones de terribles
luchas, tu Cipris, tu Zeus, aventajan mucho a mi frío Eugenio, al
dormido aburrimiento de los campos, y a mi Istómina con su mundana
educación. Mas te juro que Tania es mucho más grácil que tu perversa
Helena, Nadie discutirá este hecho, aunque Menelao, por Helena,
continuara castigando cien años más al pobre país de Frigia; aunque en
la reunión del respetable Príamo, la Asamblea de Ancianos de Pérgamo
decidiese nuevamente, al ver a Helena, que Menelao tenía razón como
Paris. En cuanto a los combates, ruego al lector que aguarde un poco,
que no juzgue severamente el principio, porque habrá una lucha. No
miento, y hasta puedo dar mi palabra de honor.

Traen el té, y, en el momento en que cuidosamente recogen los platos,
resuenan en la sala contigua la flauta y el fagot. Gratamente
sorprendido por la música, Petuchkof, el Paris de la comarca, deja su
taza de té con ron para acercarse a Olga; Lenski se dirige a Tania; mi
compositor de Tambov saca a la eterna novia de Jarlikoff: Buyanoff se ha
apoderado de Pustakova, y juntos ya giran por el salón, en donde todos
se precipitan. El baile está en pleno apogeo.

Al principio de mi novela (mirad mi primer capítulo) yo había querido
describir un baile de Petersburgo, al ejemplo de los de Albane^([39]);
pero, distraído por sueños vacíos, me entretuve con el recuerdo de las
piernas de las damas que conozco. ¡Oh piernecitas! ¡Por vuestras sutiles
huellas no es difícil extraviarse! Con el fin de mi juventud, que fue
traicionada, ya es hora de que me vuelva más inteligente y me
perfeccione en los argumentos y en el estilo, de que limpie este quinto
capítulo de todo lo superfluo.

Variado y extravagante, como el torbellino de la vida joven, resuena el
vals sonoro. Las parejas giran un tras otra. Onieguin ríe para sí, se
aproxima a Olga —llegó la hora de la venganza— y empieza a dar vueltas
con ella junto a los invitados; luego la sienta en una silla y se pone a
hablarle de diversos temas. Dos minutos después vuelve a bailar el vals
con ella. Todos se quedan pasmados; el propio Lenski no da crédito a sus
ojos.

En este momento tocan una mazurca. Antes, cuando el son de la mazurca
retumbaba en la enorme sala, todo temblaba; el parquet crujía bajo los
tacones, y los cristales de las ventanas trepidaban. Ahora es distinto:
nosotros nos deslizamos, como las damas, por el suelo encerado. Pero en
las ciudades provincianas y en los pueblos la mazurca conserva aún su
primitiva belleza; los saltos, los tacones y los bigotes siguen igual,
no han sido cambiados por la atrevida moda, tirano de los rusos
modernos. Así, pues, los tacones o, mejor dicho, las herraduras de
Petuchkoff —oficinista retirado—, arman un ruido espantoso; los tacones
de Buyanoff, con su peso, casi rompen el parquet a su alrededor. El
estrépito, el crujido, el galopar de los tacones, todo se sucede por
turno. Cuanto más penetramos en el bosque, más leña encontramos. Los
jóvenes se lanzan al baile con el ardor propio de sus años. ¡Más
ligeramente! ¡Si no, vais a pisar los piececitos de las damas!

Mi amigo, el atrevido Buyanoff, se acerca a nuestro héroe con Tatiana y
Olga, que Onieguin escoge enseguida para el baile. La conduce
indolentemente, e, inclinándose, le susurra con ternura un madrigal de
lo más vulgar, apretándole la mano. El amor propio de la joven siéntese
halagado, y una ola de rubor sube a su rostro. Lenski lo ve todo, arde
de ira, y, en su celosa indignación, el poeta espera el final de la
mazurca para invitarla al cotillón. Pero ella no puede… ¿No puede? ¿Y
por qué? Olga ya se lo ha prometido a Onieguin. ¡Oh santo Dios! ¿Qué es
lo que oye? ¿Pudo ella…? ¿Es posible? Tan joven, y ya es una coqueta, ya
conoce la traición y el engaño. Lenski no tiene fuerzas para soportar el
golpe; maldiciendo las travesuras femeninas, sale, pide su caballo y
rompe a galopar.

Nada más que un par de pistolas y dos balas pueden decidir su suerte.



CAPÍTULO VI


La sotto giorni nubilosi e brevi
Nasce una gante a cui’l morir non dole.

(Petrarca)

 

Onieguin, dándose cuenta que Vladimir ha desaparecido, siéntese
nuevamente invadido por el aburrimiento y, al lado de Olga, se entrega a
sus pensamientos, satisfecho de su venganza. Olenka^([40]) también
bosteza, y con la mirada busca a Lenski; el interminable cotillón le
parece peor que una pesadilla. Mientras tanto, preparan las camas para
los invitados, que son repartidos por toda la mansión, desde la entrada
hasta el cuarto de las sirvientas. Tan sólo mi Onieguin se va a dormir a
su casa. Todo se ha calmado. En el salón, el pasado Pustiakov ronca
junto a su gruesa mitad; en el comedor, Gvozdin, Buyanoff, Petuchko y
Flianof, que no se encuentra bien, se ha recostado en los sillones; en
cuanto a monsieur Triquet, con su gorro colorado y su camiseta, se echa
en el suelo. Las jóvenes, en las habitaciones de Tatiana y de Olga,
están presas por el sueño. La pobre Tania no duerme; en la ventana, sola
y triste, iluminada por el rayo de Diana, fija la mirada en la oscuridad
del campo.

La inesperada aparición de Onieguin, la ternura instantánea de su mirada
y su extraña conducta con Olga, han herido a Tatiana hasta el fondo de
su alma. De ninguna manera puede comprenderlo. Una angustia celosa la
atormenta, y es como si una mano helada le oprimiese el corazón, como si
viese bajo sus pies un sombrío y fragoso abismo. <<Moriré —dice Tania—;
pero la muerte recibida por él es agradable. No me lamento. ¿Para qué
lamentarme? Él no puede darme la felicidad>>.

¡Adelante, adelante, novela mía! Un nuevo personaje nos llama. A cinco
verstas de Krasnogorie, el pueblo de Lenski, vive Zaretski, en su
desierto filosófico, gozando de perfecta salud; el que en sus tiempos
fue un alborotador, cabecilla de una banda de jugadores de cartas y de
unos aturdidos calaveras, así como tribuno de una taberna. Hoy día es
bueno y sencillo, padre de familia, aunque soltero; amigo seguro,
apacible terrateniente y hasta persona honrada. ¡Así nos corrige nuestro
siglo!

Antaño, la voz lisonjera de la sociedad halagaba en él una perversa
audacia; la verdad es que a cinco sagenie^([41]) apuntaba un as y daba
en el blanco. Para deciros aún más, una vez, en una batalla, de todo
punto ebrio, se distinguió dejándose caer valientemente de su caballo
kalmulko en el barro, con lo cual fue hecho prisionero por los
franceses. ¡Valeroso rehén! Un nuevo Régulo, dios del honor, dispuesto
siempre a entregarse a las cadenas para vaciar todas las mañanas tres
botellas a crédito.

Por aquel entonces bromeaba con gracia, sabía burlarse del tonto y tomar
el pelo al listo, abiertamente o con insinuaciones, aunque algunas veces
esto no pasara sin castigo para él y cayera en la trampa como un pobre
infeliz. Sabía discutir alegremente, contestar con terquedad e ingenio.
Sabía, a sangre fría, hacer regañar a dos amigos para que se provocasen
en duelo, y también conocía el arte de reconciliarlos, para almorzar
después con ellos y deshonrarlos a los dos con bromas y mentiras. ¡_Sed
alia tempora_! Ha logrado su propósito; otra travesura, como un sueño de
amor, que pasa con viveza juvenil.

Según dije, mi Zaretski, al fin resguardado de las tempestades bajo la
sombra de las acacias y de los cerezos silvestres, vivo como un
verdadero filósofo, planta repollos igual que Horacio, cría patos,
gansos y enseña el alfabeto a los niños. NO era tonto, y a Eugenio,
aunque no compartiera sus sentimientos, le agradaba la gracia de sus
juiciosas opiniones sobre esto y aquello. Le visitaba a veces con
verdadero placer; por eso a la mañana siguiente no se extrañó en
absoluto al verle. Zaretski, después de los primeros saludos,
interrumpiendo la conversación, le entregó un mensaje del poeta.
Onieguin se acercó a la ventana y lo leyó para sí. Aquello era una
correcta, noble y corta provocación o cartel de desafío.

Cortésmente, con fría claridad, Lenski emplazaba a duelo a su amigo. El
primer impulso de Onieguin fue volverse hacia el embajador de tal misión
y decirle sin rodeos que estaba dispuesto a batirse. Zaretski se levantó
sin otra explicación; no quería quedarse más porque tenía mucho que
hacer en casa, y acto seguido se fue.

Al quedarse solo, Eugenio se disgustó consigo mismo, y con razón.
Llevándose a un severo examen de conciencia, se acusó de mucho. Ante
todo, él no tenía ninguna razón para burlarse del amor tímido y tierno
con tal crueldad. En segundo lugar, que el poeta haga locuras a los
dieciocho años se puede perdonar. Eugenio, que quería al joven con todo
su corazón, hubiese tenido que mostrarse no como un chiquillo impulsivo
e intrépido, sino como un hombre sensato y de honor. Hubiera debido
demostrar sus sentimientos y no erizarse como una fiera; hubiera debido
desarmar al joven corazón. Pero ya era tarde; el tiempo volaba. Además,
le disgustaba que en este asunto se hubiese mezclado un viejo duelista,
perverso, cotillón, elocuente. Claro está que sus palabras no merecían
más que desprecio. Pero… ¿y el murmullo, las risas de los tontos, la
opinión de la sociedad? El resorte del honor es nuestro ídolo, alrededor
del cual gira el mundo.

El poeta, ardiendo de odio, espera impaciente la respuesta en su casa.
He aquí al parlanchín vecino, que se la trae solemnemente. Ahora la
alegría inunda al celoso. Él temía que su contrario le eludiera de
cualquier forma e, inventando algún ardid, desviara el pecho de la
pistola. Ahora sus dudas están resueltas: al día siguiente, antes del
amanecer, tienen que estar en el molino para armar la pistola y
apuntarse el uno al otro en la pierna, en la cadera o en la sien.

Decidido a odiar a la coqueta, el impetuoso Lenski no quería ver a Olga
antes del duelo; miraba al sol y el reloj; por fin alzó la mano con un
ademán de indiferencia y se fue a casa de sus vecinos. Pensaba turbar a
Olga y extrañarla con su llegada; pero no sucedió así. Igual que de
costumbre, Olga saltó de la escalinata, cual veleidosa esperanza, al
encuentro del pobre poeta, despreocupada, juguetona y alegre, como
siempre.

<<¿Por qué desapareció ayer tan temprano?>>. Tal fue la primera pregunta
de Olga. Todos sus sentimientos se turbaron, y, en silencio, Lenski bajó
la cabeza. Desaparecieron los celos y las penas ante la pureza de
aquella mirada, ante aquella tierna sencillez, ante aquella alma
inconsciente. En dulce éxtasis la mira y ve que aún es amado. Ya
atormentado por el arrepentimiento, está a punto de pedirle perdón, se
estremece, no encuentra las palabras. Es feliz, está casi curado. Sí,
sí, el ataque de celos es una enfermedad como la peste, como el
tenebroso esplín, como las fiebres, como la lesión cerebral. Consume
como la fiebre; posee su ardor, su delirio, sus pesadillas y sus
vestigios. ¡Dios os libre, amigos míos! Creedme: el que los ha soportado
subiría a la hoguera en llamas o inclinaría la cabeza bajo el hacha sin
ningún temor.

¡Yo no quiero turbar el silencio de una tumba con fútil rencor! Tú ya no
existes, ¡oh tú, a quien debo, en la tempestad de mi vida joven, la
experiencia terrible y el paraíso voluptuoso entrevisto! Igual que se
enseña a un débil niño, me enseñabas tú el dolor profundo, atormentando
mi alma sensible. Con tu despreocupación me revolvías la sangre,
encendías en ella el amor y la llama de los crueles celos.

Nuevamente pensativo y triste ante su linda Olenka, Vladimir no tiene
fuerzas para recordarle el día anterior. Piensa: <<Seré su salvador; no
soportaré que un corruptor seduzca su corazón joven con su ardor, sus
suspiros y sus halagos; que un vil gusano roa un tallo de lilas; que una
flor que acaba de abrirse se marchite a medio florecer>>. Todo esto
significaba, amigos míos, que iba a batirse con Eugenio.

¡Si él supiera la herida que abrasaba el corazón de mi Tania! ¡Si
Tatiana hubiese visto, si hubiese sabido que al día siguiente Lenski y
Eugenio jugarían su suerte ante las puertas de la muerte! ¡Ah! ¡Puede
que su amor hubiera unido de nuevo a los dos amigos! Pero, ni por
casualidad, nadie había descubierto está pasión: Onieguin callaba todo,
Tatiana languidecía silenciosamente. Sólo la _niania_ hubiera podido
figurárselo; pero era poco perspicaz.

Toda la tarde estuvo Lenski distraído, a veces callado, otras alegre;
pero el escogido de las musas siempre es así. Frunciendo el entrecejo,
se sienta ante el clavicordio y coge algunos acordes, o fijando la
mirada en Olga, murmura: <<¿No es verdad que soy feliz?>>.

Pero es tarde; ya llegó la hora de marcharse. El corazón se le oprime,
lleno de angustia; al despedirse de la joven, le parece que va a
estallar.

Ella le mira a la cara y dice:

—¿Qué le sucede?

—Nada.

Y ya está en la escalera.

Una vez en casa, inspecciona las pistolas; después las vuelve a meter en
el cajón, y, ya vestido para acostarse, bajo la luz de la vela, abre un
libro de Schiller. Pero su angustioso corazón no descansa; sólo posee un
pensamiento, sólo ve a Olga ante sí, llena de indescriptible belleza.
Vladimir cierra el libro y coge la pluma; sus versos están llenos de
enamorada futilidad, cantan y fluyen. Los lee en alta voz como
Delvig^([42]), ebrio en un festín. Los versos se han conservado por
casualidad; yo los tengo. Helos aquí:

  Días dorados de mi primavera,

  ¿hacia dónde, hacia dónde os alejasteis?

  Día futuro, ¿qué me deparas?

  Mi mirada quiere adivinarlo en vano;

  él se desvanece en la profunda niebla.

  Es inútil luchar contra el Destino.

  Sus órdenes son inexorables.

  ¿Caeré atravesado por la flecha,

  o pasará a mi lado sin rozarme?

  Todo lo acogeré bien.

  El sueño y la vigilia llegan a su

  hora determinada.

  ¡Bendito sea el día de las preocupaciones!

  ¡Bendita sea la llegada de las tinieblas!

  La estrella matutina brillará al alba.

  El día alegre resplandecerá, mientras yo

  tal vez baje a la tinieblas de la tumba.

  El pasado Leteo se llevará el recuerdo

  del joven poeta. El mundo me olvidará.

  Pero tú, ¡oh hermosa doncella!, vendrás

  a derramar una lágrima sobre esta urna,

  erigida demasiado pronto, y a pensar:

  <<¡Él me amó; a mí tan sólo dedicó el

  triste florecer de una vida tempestuosa!>>.

  Ven, ven, deseada amiga del corazón:

  ¡yo soy tu esposo ideal!

Así escribía él, sombrío e indolente —lo que llamamos con romanticismo,
aunque yo no vea ningún romanticismo aquí; mas ¿qué importa?— y, al cabo
de la aurora, reclinando la cansada cabeza sobre la palabra <<ideal>>,
Lenski se quedó dormido dulcemente. Pero no ha hecho más que sumirse en
el encanto del sueño cuando entra el vecino en el silencioso gabinete y
le despierta con este llamamiento:

—¡Es hora de levantarse, son las siete! Seguramente, Onieguin ya nos
espera.

Pero se equivocaba. En aquel momento Eugenio dormía con el sueño de un
muerto. Las sombras de la noche se desvanecen y el gallo celebra el
nuevo día. Onieguin sigue durmiendo profundamente. Ya está muy arriba el
sol, y la ventisca pasajera hace brillar y revolotear la nieve. Aún no
ha dejado Eugenio el lecho; todavía se halla en poder del sueño. Por fin
se despierta, descorre las cortinas y mira. Ve que ya era hora de
marcharse hace tiempo.

Llama deprisa. El ayuda de cámara francés, Guillot, entra
precipitadamente, le ofrece la bata y los zapatos y le trae la ropa.
Onieguin se apresura a vestirse, ordena al criado que esté listo para
acompañarle, y que también coja el estuche de las armas. Ya está
preparado el trineo de carreras; se sienta y vuela hacia el molino. Han
llegado. Manda al criado que le siga con los fatales estuches de Lepage,
y que deje los caballos en el prado, al lado de dos encinas.

Apoyado en un muro, Lenski espera desde hace rato con impaciencia.
Entretanto, Zaretski, como si entendiese de mecánica, se pone a criticar
la rueda del molino. Llega Onieguin disculpándose.

—Pero ¿dónde está su testigo? —pregunta con sorpresa Zaretski, que en
los duelos era un pedante muy amante de las reglas y que no permitía que
se matase de cualquier forma, sino según las severas leyes del arte,
según la tradición de antaño. (Por lo que hay que admirarle).

—¿Mi testigo? —dice Eugenio—. Aquí está; es mi amigo monsieur Guillot.
No creo que haya oposición alguna contra mi representante, que, aunque
desconocido, es un joven honrado.

Zaretski se mordió los labios. Onieguin pregunta a Lenski:

—¿Qué, empezamos?

—Cuando quieras —exclama Vladimir.

Se colocan detrás del molino, mientras nuestro Zaretski y el <<joven
honrado>> conciertan un solemne acuerdo; los enemigos se hallan en pie,
mirando fijamente al suelo. ¡Enemigos! Hace poco tiempo que el deseo de
la sangre los separó. Antes se comunicaban entre sí sus pensamientos y
sus asuntos, pasaban juntos las horas de ocio y las de comer. Pero hoy
día, cual dos enemigos mortales, como en un sueño terrible e
incomprensible, en silencio, se preparan con maldad e indiferencia a
perderse mutuamente. ¿No sería mejor que rompieran a reír antes que sus
manos se tiñesen de sangre? ¿No valdría más separarse amistosamente? La
enemistad mundana teme a todo trance la vergüenza de un deshonor.

Ya brillan las pistolas en sus manos, introducen las balas en el cañón,
y los dedos se aproximan al gatillo por primera vez. La pólvora entra en
chorro gris. El almenado sílex es colocado de manera más segura, y ya
apuntan. Guillot, algo turbado, se pone detrás de un tronco cercano.
Zaretski mide con exactitud minuciosa treinta y dos pasos, se lleva a
los dos amigos a distintos lados, al borde de la raya, y cada uno coge
su pistola.

—Acercaos ahora.

Sin apuntar todavía, os dos amigos, con sangre fría y paso seguro,
pausados y serenos, da cuatro pasos, cuatro escalones mortales. Entonces
Eugenio empieza a apuntar tranquilamente, sin dejar de andar. Ya han
dado cinco pasos, y Lenski, guiñando el ojo izquierdo, también se
dispone a apuntar. Pero en ese mismo instante, Onieguin dispara. Suena
la hora fatal y el poeta deja caer la pistola en silencio. Quedamente se
lleva la mano al pecho y cae. La turbia mirada representa la muerte y no
el dolor. Es cual bloque de nieve que, iluminado por los destellos del
sol, rueda por el declive de la montaña. Momentáneamente Onieguin se
queda helado, pero enseguida corre hacia el joven, le mira, le llama… Es
en vano, porque ya no existe. El poeta encontró su fin eterno. Se calmó
la tempestad, se esfumó la encantadora luz en el alba, se apagó el fuego
en el altar.

Reposaba inmóvil, y era extraña la triste expresión de su cara. La bala
le había atravesado el pecho; la sangre, humeando, salía de la herida.
Unos momentos antes, en este corazón palpitaban la inspiración, el
rencor, la esperanza y el amor; la sangre hervía y la vida florecía.
Ahora, igual que en una casa desierta, todo está tranquilo y oscuro; se
ha callado para siempre. Las persianas están cerradas, las ventanas
están blanqueadas con creta, la dueña está ausente. ¿Dónde se encuentra?
¡Dios lo sabrá! Sus huellas han desaparecido.

Es agradable hacer rabiar a un imprudente enemigo con un epigrama
insolente; es agradable observar cómo, bajando tercamente los rebeldes
cuernos, se ve sin querer en el espejo y le da vergüenza reconocerse.
Todavía es más agradable, amigos, cuando al verse exclamaba sin mesura:
<<Este soy yo>>. Aún es más agradable prepararle en silencio un ataúd
honrado, y con calma apuntar a su pálida frente, a una distancia
conveniente. ¡Pero mandarle al otro mundo no puede ser agradable!

Si tu pistola ha matado a un amigo porque te miró, porque te contestó
con impertinencia o por cualquier tontería así, por haberte ofendido
cuando bebía o hasta por haberse provocado orgullosamente a duelo en un
arranque de despecho, dime: ¿Qué sentimiento se hubiera apoderado de tu
alma al verle inmóvil en el suelo, ante ti, con la muerte en el rostro
que se entumece, sordo y mudo a tus llamadas desesperadas?

Con la angustia de los remordimientos en el corazón, apretando la
pistola en la mano, Eugenio mira a Lenski:

—Pues sí. ¡Está muerto! —exclama el vecino—. Muerto.

Con esta terrible exclamación, Onieguin se siente poseído de un
escalofrío, se aparta y llama a la gente. Zaretski pone cuidadosamente
en el trineo el cuerpo helado; lleva a casa la terrible carga. Los
caballos, oliendo a muerto, se ponen a piafar y a relinchar, mojando los
bocados de acero con blanca espuma, galopan como flechas.

Amigos míos, compadeced al poeta que, en la flor de sus alegres
esperanzas, se marchitó. ¿En dónde están la ardiente inquietud, el noble
afán de los jóvenes sentimientos y pensamientos, tan elevados, tiernos y
valientes? ¿En dónde están los deseos tempestuosos del amor, la sed de
la ciencia y del trabajo, el miedo al vicio y a la vergüenza? ¿Y
vosotras, ilusiones ocultas, fantasmas de una vida celeste, o vosotros,
sueños de la poesía sagrada? Tal vez había nacido para el bien de la
Humanidad, o, por lo menos, para su gloria; su callada lira hubiera
podido resonar a través de los siglos con eterno y vibrante sonido. Tal
vez en la escala de la vida tenía un puesto privilegiado. También puede
ser que su sombra doliente se lleve consigo el secreto sagrado, y que se
apague para nosotros la voz creadora. Los himnos de los siglos y las
bendiciones de los pueblos no llegarán a través de la tumba.

Llenando su vida de veneno, sin haber hecho mucho bien, ¡ay!, hubiese
podido dar un tema a todos los periódicos con su gloria inmortal,
enseñando a la gente y burlándose de ella en medio de los aplausos o del
ruido de las maldiciones. Hubiera podido seguir un camino terrible hasta
entregar el último suspiro a la vista de solemnes trofeos como nuestro
Kutusof o Nelson en el destierro, como Napoleón, o ser colgado como
Rileev.

Puede ser también que un destino corriente esperase al poeta. Al
transcurrir los años de juventud, se calmaría el ardor de su alma;
hubiera podido cambiar mucho, separarse de las musas y casarse. En el
pueblo, dichoso y rico, llevar una bata guateada, conocer la vida
verdaderamente, y a los cuarenta años sufrir de la gota. Beber, comer,
aburrirse, engordar y, al fin, morir en su cama, rodeado de niños,
mujeres llorosas y médicos.

¡Ay lector! Fuera de lo que fuese, el amante adolescente, el pensativo y
soñador poeta ha encontrado la muerte por una mano amiga. Hay un sitio,
a la izquierda de la aldea donde vivió este discípulo de la inspiración,
en el que dos pinos han entrelazado sus raíces a orillas de un arroyo
que serpentea por el valle vecino. Allí le gusta descansar al labrador,
y las segadoras vienen a llenar de agua sus sonoros cántaros. Allí cerca
del arroyo, en la espesa sombra se eleva un sencillo monumento.

Debajo de él, en cuanto empieza a caer la lluvia primaveral sobre el
césped de los campos, el pastor, tejiendo su _lapot_^([43]) de vivos
colores, canta una tonada que habla de los pescadores del Volga; la
joven de la ciudad que pasa el verano en el pueblo, cuando galopa sola
por los prados, para delante de él su caballo, aprieta las riendas de
cuero y, levantando el velo de su sombrero, lee con rápida mirada la
sencilla inscripción; una lágrima vela sus dulces ojos. A paso lento
prosigue su camino por la amplia explanada, sumida en sueños, y durante
largo rato el recuerdo de Lenski invade involuntariamente su alma.

Onieguin piensa: <<¿Qué fue de Olga? ¿Su corazón sufrió mucho tiempo, o
pasó pronto el periodo de las lágrimas? ¿En dónde se halla ahora su
hermana? ¿En dónde se encuentra el fugitivo de la sociedad, de la gente,
el enemigo renombrado de las bellezas de moda? ¿En dónde está este
extravagante tenebroso, asesino del joven poeta?>>.

Con el tiempo os daré cuenta detallada de todo esto. Pero ahora no.
Aunque amé de todo corazón a mi héroe, aunque desde luego vuelva a él,
en este momento no estoy con fuerzas para ello. Los años nos inclinan
hacia la poesía severa y echan a la rima traviesa; yo reconozco, con
suspiros, que le hago la corte con más pereza que antes. La pluma ya no
se siente con las mismas ganas que otrora para embadurnar las hojas
volantes. Otros sueños fríos, otras preocupaciones serias atormentan la
tranquilidad de mi alma en el barullo del mundo y en la paz.

Conocí otros deseos, conocí la tardía tristeza; no hay placer para mí en
lo primero; en cuanto a la vieja tristeza, me da lástima. ¡Sueños,
sueños! ¿En dónde está vuestra dulzura? ¿Es posible que al fin se
marchitase su corona, que verdaderamente pasaran ya los días de mi
primavera desprovista de fantásticas elegías? —hube de repetir con
frecuencia hasta el día—. ¿Es posible que no vuelva? ¿Es posible que
pronto tenga yo treinta años?

Así fue como llegó la hora de mi atardecer; es preciso que lo confiese.
Pero ¡qué se le va a hacer! Separémonos amistosamente. ¡Oh juventud mía,
llena de ligerezas! Te agradezco bien los placeres, las tristezas, los
dulces sufrimientos, el barullo, las tempestades, los festines; por
todos tus favores te doy las gracias. En la inquietud y en la
tranquilidad te he gozado y estoy plenamente satisfecho. Con el alma
pura emprendo hoy un nuevo camino para descansar de la vida pasada.

Voy analizarme. Perdonadme, paredes entre las que transcurrieron mis
días en la soledad, llenos de pasiones y de sueños de mi alma pensativa.
Y tú, joven inspiración, atormenta mi imaginación, aviva la somnolencia
de mi corazón; visítame más a menudo, no permitas que mi alma de poeta
se haga cruel, dura y, por fin, se vuelva de piedra en la mortal
embriaguez del mundo en medio de los orgullosos sin alma, en medio de
los brillantes estúpidos; entre los maliciosos inconscientes y sin
voluntad, los niños mimados, los malhechores divertidos y aburridos, los
jueces pegajosos y necios; entre los serviles, las diarias escenas
mundanas, las tradiciones tiernas y corteses; entre las frías
sentencias, la perversa frivolidad, la lamentable futilidad, los
cálculos, los pensamientos y las conversaciones; en esta agua estancada,
en donde me baño con vosotros, queridos amigos.



CAPÍTULO VII


Moscú, hija predilecta de Rusia,
¿dónde hallar otra igual a ti?

(Dimitriev)

¿Cómo es posible no amar a la querida Moscú?

(Baratinski)

¿Persiguen a Moscú? ¡He aquí
lo que significa haber visto el mundo!
¿En dónde se está mejor?
En donde no estamos.

(Griboiedov)

 

Ya las nieves, perseguidas por los eternos rayos, se derriten formando
turbios arroyos en los prados inundados. Con límpida sonrisa, la
Naturaleza, a través de su sueño, recibe a la maña del año; los cielos
resplandecen de aun azul más intenso. Los bosques están todavía
desnudos; sin embargo, parece que empiezan a cubrirse de pelusilla
verde. La abeja sale de la celda de cera en busca del don de los campos.
Las valles se secan y se cubren de un florido tapiz. Los rebaños se
agitan, y el ruiseñor ya ha cantado en las noches silenciosas.

¡Qué triste es para mí tu aparición, primavera, época del amor! ¡Qué
inquietud inexplicable se apodera de mi alma y de mi sangre! ¡Con qué
triste enternecimiento gozaba yo del soplo de la primavera en el seno de
la rústica tranquilidad! ¿Me son extraños el goce y todo lo que anima,
lo que alegra, lo que da júbilo? Lo que resplandece, ¿causa aburrimiento
y fatiga en mi alma, muerta desde tiempo? ¿Todo le parece oscuro?

Al no escuchar el nuevo sonido de los bosques y al no alegrarnos del
retorno de las hojas perecidas en otoño, ¿nos acordamos de la amarga
despedida? ¿O tal vez asociamos el despertar de la Naturaleza a nuestros
años marchitos, que no pueden renacer? A lo mejor nos viene a la
memoria, en poético sueño, otra primavera pasada que hace palpitar
nuestro corazón con el recuerdo de un país lejano, de una noche hermosa,
de una luna…

¡He aquí esta época! ¡Vosotros, simpáticos viciosos, sabios epicúreos,
dichosos indiferentes, discípulos de la escuela de Levschin^([44]),
campestres Príamos y damas sensibles! La primavera os llama al campo; es
la época del buen tiempo, de las flores, de los trabajos, de los paseos
inspirados y de las noches tentadoras. ¡Amigos, marchaos al campo!
Deprisa, deprisa, en calesas sobrecargadas, en _pochtavie_, en
_dolgavie_, arrastrados desde las afueras de la ciudad. Y tú también,
lector indulgente, en tu magnífica carretela, deja la ciudad bulliciosa
en donde te divertiste en invierno. Con mi voluntariosa musa voy a
escuchar el ruido de los árboles, sobre el río sin nombre, en el pueblo
donde hace poco vivía mi Eugenio, ermitaño triste y ocioso, en la
vecindad de la joven Tania, mi gentil soñadora, pero donde ya no se
encuentra y donde dejó tristes huellas.

Atravesando las montañas que forman un semicírculo, vayamos allí donde
el arroyo corre serpenteando a lo largo del verde prado, a través del
bosquecillo de tilos, hacia el río; allí donde el ruiseñor, amante de la
primavera, canta toda la noche; allí donde florecen las rocas silvestres
y se oye el murmullo del riachuelo, allí donde están la lápida en la
sombra de los viejos pinos y el epitafio que dice al visitante: <<_Aquí
yace Vladimir Lenski, que murió prematuramente, como valiente, en tal
año, a tal edad. ¡Descansa en paz, joven poeta_!>>.

Unas veces el viento de la mañana balanceaba una corona desconocida,
inclinada sobre las ramas del pino; otras, al anochecer, venían aquí dos
hermanas y, ante la luna, sobre la tumba, abrazadas, lloraban las dos.
Pero hoy día… el triste monumento funerario ha sido olvidado. Las
huellas habituales que conducían a él se han borrado. Ya no hay corona
en las ramas; sólo debajo de ellas el viejo y débil pastor canta como
antes y trenza el mísero calzado.

Una vez, por la noche, una de las jóvenes vino aquí; parecía que estaba
atormentada por secreta tristeza. Poseída de involuntario terror, se
hallaba en pie, la cabeza inclinada, llorando y juntando las trémulas
manos ante los gentiles restos. Mas he aquí que con pasos apresurados la
alcanzó un joven lancero de uniforme, buen tipo y rebosante de salud,
luciendo bigotes negros y entrechocando orgullosamente sus espuelas.
Ella fijó la vista en el militar, cuya mirada expresaba la pena, y
tristemente le tendió la mano, pero no dijo nada. En silencio, la novia
de Lenski se alejó con él de los lúgubres parajes: desde aquel día no
volvió a aparecer allende las montañas.

¡Mi pobre Lenski! Ella no se consumió durante largo tiempo llorando.
¡Ay! La joven novia no es fiel a su pena: otro distrajo su atención,
otro consiguió adormecer su dolor con alabanzas amorosas. El lancero
supo cautivarla. El lancero es el amor de su alma. Y ya se halla ante el
altar, confusa bajo su corona con la cabeza inclinada, los ojos llenos
de ardor y una ligera sonrisa en los labios.

¡Mi pobre Lenski!

Más allá de la tumba, el triste poeta ¿se turbaría por la noticia fatal
de la traición? ¿O, adormecido bajo el Leteo dichoso de su
insensibilidad, ya no se atormenta por nada, y el mundo está, para él,
mudo y cerrado? Así, más allá de la tumba, nos espera el olvido
indiferente. De repente la voz de los enemigos, de los amigos y de las
amantes se calla. Tan sólo se oirá el coro de voces enfadadas de los
herederos que discuten sobre la propiedad del castillo. Pronto se calló
la voz sonora de Olga en la familia de los Larin.

El lancero, esclavo de su destino, tenía que marcharse con ella a su
regimiento. La viejecita, anegada en llanto, al despedirse de su hija,
apenas parecía viva; sin embargo, Tania no podía llorar; solamente su
rostro se cubrió de mortal palidez. Cuando todos salieron a la
escalinata y se precipitaron en torno de la calesa a despedir a los
jóvenes, Tania los acompañaba; durante largo rato les siguió con la
mirada. ¡Tatiana se quedaba sola, sola! ¡Ay!, su compañera de tantos
años, su deliciosa palomita, su querida confidenta, le es arrebatada por
el Destino; para siempre están separadas. Cual sombra, Tania deambula o
mira al jardín abandonado. No hay alegría para ella en ningún sitio ni
en nada; no encuentra alivio en las lágrimas contenidas, y su corazón se
desgarra.

En la soledad cruel su pasión arde con mayor vigor y su corazón le habla
aún más vivamente de Onieguin. Ella no le verá más; tiene que odiar en
él al asesino de su hermano. El poeta murió; pero ya nadie se acuerda de
él; su novia se entregó a otro. El recuerdo del poeta pasó como el humo
por el cielo azul. Tal vez sólo dos corazones se afligen todavía por él.
Mas ¿para qué entristecerse?

Anochecía; el cielo se oscurecía, las aguas corrían lentamente, zumbaban
los escarabajos y se separaban los _jorovods_. Por el otro lado del río
ya ardían las hogueras de los pescadores. En el campo puro, bajo la luz
plateada de la luna, Tatiana andaba sola durante mucho tiempo, sumida en
sueños; andaba, andaba…, y de repente, desde la colina, divisó ante sí
la casa señorial, la aldea, el bosquecillo que se extiende a sus pies y
el jardín al borde del límpido río. Mira, y su corazón se pone a latir
más precipitadamente. La duda la atormenta; piensa: <<¿Continuaré
adelante o volveré hacia atrás? Él no está aquí, a mí no me conocen.
¡Iré a visitar esta casa y este jardín!>>. Tatiana desciende de la
colina, respirando apenas; echa una mirada llena de sorpresa alrededor y
entra en el patio desierto. Los perros se echan encima de ella ladrando;
a su grito asustado acuden ruidosamente unos chiquillos que, no sin
golpes, logran ahuyentar a los canes, tomando bajo protección a la
señorita:

—¿No se podría visitar la casa? —pregunta Tatiana.

Deprisa, los niños corren hacia Anisia para pedirle las llaves de la
entrada. Al instante aparece Anisia, y las puertas se abren ante
Tatiana, que entra en la casa desierta, en donde hace poco vivía nuestro
héroe. Contempla en la sala, sobre la mesa, el taco olvidado, la fusta,
en el viejo diván; sigue adelante, mientras la viejecita le dice:

—Mire la chimenea; aquí solía sentarse el _barin_^([45]). Aquí cenaba
con él, en invierno, nuestro vecino el difunto Lenski. Por favor,
sígame; aquí tiene el gabinete del _barin_, en donde él dormía, tomaba
el café, escuchaba el informe del intendente y leía por las mañanas.
También el barin viejo, poniéndose las gafas, solía jugar conmigo los
domingos a _durachki_^([46]). ¡Dios salve su alma y guarde en paz sus
huesos en la tumba, en el seno de la tierra húmeda!

Tatiana, con los ojos conmovidos, mira todo a su alrededor, y todo le
parece inapreciable, todo aviva su triste alma con martirizadora
alegría: la mesa con la lamparilla apagada, el montón de libros y,
debajo de la ventana, la cama cubierta de un tapiz; el paisaje que se
extiende a través del crepúsculo de la luna, esta pálida media luz; el
retrato de lord Byron, y la figurita de hierro, con su rostro sombrío
bajo el sombrero, con las manos apretadas sobre una cruz. Tania, durante
mucho tiempo, se queda como fascinada en esta celda mundana. Pero ya es
tarde; se ha levantado un viento frío; el valle, a lo lejos está oscuro;
el bosquecillo duerme; la luna, sobre el río brumoso, se ha escondido
detrás de las montañas, y ya es hora, desde hace tiempo, de que la joven
peregrina regrese a su casa. Tania, disimulando su turbación, y no sin
suspirar, emprende el camino de vuelta; pero antes pide permiso para
visitar el castillo desierto y leer sola los libros. Se despide del ama
de llaves en la puerta.

Al día siguiente, por la mañana temprano, se presentó de nuevo en la
entrada abandonada desde hace poco, y, al cabo, sola en el gabinete
silencioso, olvidándose por un momento de todo en el mundo, se puso a
llorar durante mucho rato. Después se acogió a los libros; al principio
no se sintió con fuerzas para ello; su elección le parecía rara. Con el
alma llena de avidez, Tatiana se entregó, por fin, a la lectura, y un
nuevo mundo se abrió ante ella.

Aunque sabemos que hace tiempo a Eugenio no le gustaba la lectura,
había, no obstante, excluido del destierro algunas creaciones: los
cantos del _Giaour_ y _Don Juan_, y con ellos, también dos o tres
novelas, en las que se reflejaban este siglo y el hombre de hoy en día,
con su alma inmoral, fría y egoísta, entregada exageradamente a los
ensueños; con su cerebro amargado, enfurecido por fútiles razones, era
representado con bastante exactitud. Muchas páginas guardan las fuertes
marcas de sus uñas; los ojos de la joven se fijan atentamente en ellas.
Tatiana, estremeciéndose, ve con qué observación Onieguin había sido
sorprendido, con qué pensamiento estaba de acuerdo. En el margen
encuentra las señales de su lápiz: una breve palabra, una cruz o un
punto de interrogación; en todos sitios aparece involuntariamente el
alma de Onieguin.

Ahora, ¡gracias a Dios!, mi Tania empieza a comprender más claramente a
aquel por quien está condenada a suspirar por orden del Destino
todopoderoso. El joven triste y peligroso, creación del paraíso o del
infierno, este ángel, este altivo demonio, ¿qué es? ¿Es posible que sea
una imitación, un insignificante fantasma, un moscovita vestido con la
capa de Childe Harold, interpretación de ajenas fantasías, diccionario
completo de las palabras mundanas? ¿No será tal vez más que una parodia?
¿Es posible que haya encontrado una solución a la adivinanza? ¿Es
posible que haya descubierto su nombre verdadero? Las horas corren: ha
olvidado que desde hace tiempo la esperan en casa, adonde vinieron dos
vecinos y en donde se está hablando precisamente de ella.

—¿Qué hacer? Tatiana ya no es una niña —dijo la viejecita, suspirando.

—Olenka es más joven que ella.

—Desde luego, ya es hora de casarla; pero ¿qué voy a hacer con ella? A
todos, sin más ni menos, les contesta: <<No quiero casarme>>. Todo el
tiempo está triste y solitaria, errando por los bosques.

—¿No estará enamorada?

—¿Y de quién? Buyanov la pretendió, aunque fue rechazado; Iván
Petuchkov, igualmente. El húsar Pijtin, que pasó algunos días en nuestra
casa, quedó seducido por Tania, y se deshizo en galanterías. Yo pensaba
que tal vez quisiera ella casarse; pero ¡qué va!, de nuevo no resultó
nada.

—Pero, madrecita, ¿por qué no te vas a Moscú? ¡No está tan lejos! Allí
dicen que hay muchos sitios para divertirse.

—¡Ay, padrecito, las rentas producen tan poco!

—Lo suficiente para pasar un invierno; y si no, os prestaré lo que haga
falta.

A la viejecita le gustó mucho este consejo sensato, y se puso de
acuerdo, decidiendo en el acto ir a pasar el invierno en Moscú.

Tania oye esta noticia. Tendrá que presentar a la sociedad sus facciones
puras marcadas de la sencillez de la provincia, sus trajes pasados de
moda, igual que su manera de hablar; atraer la mirada burlona de los
petimetres y de las Circes. ¡Oh qué vergüenza! No; cien mil veces mejor
y más seguro es quedarse en la profundidad de los bosques. Ahora,
levantándose con los primeros rayos de la aurora, va corriendo por los
campos, y, abrazándolos con la triste mirada, dice:

—¡Adiós, valles tranquilos, y vosotras, cimas de las montañas; y
vosotros, bosques familiares! ¡Adiós, alegre Naturaleza; adiós,
firmamento sereno! Cambio este mundo tranquilo por el brillante barullo
de las inquietudes. ¡También te digo adiós, libertad mía! ¿Adónde, a qué
aspiro? ¿Qué me predice mi Destino?

Los paseos duran más tiempo. El bosque y el arroyo paran
involuntariamente a Tania, por su belleza. Ella se apresura a charlar
con los prados y bosquecillos, como si fueran viejos amigos. Pero el
verano pasa deprisa; llega el otoño dorado, y la Naturaleza se
estremece, pálida cual víctima pomposamente ataviada. He aquí el viento
del Norte que trae las nubes —sopla y silba—, y llega de por sí el
invierno encantador.

Llega y se desparrama; sus copos se cuelgan en las ramas de los árboles,
se extienden en ondulantes tapices por los campos, alrededor de las
colinas. Con blanda capa ha igualado el río y las orillas. Brota la
helada. Todos estamos contentos de las travesuras de nuestra
_matuchka_^([47]) el invierno. Pero el corazón de Tatiana no se alegra;
ella no sale a esperarlo y respirar el aire glacial. Al ir a la _bania_
con las primeras nevadas, Tania no coge la nieve del tejado para
frotarse el rostro, los hombros y el pecho con ella. Le asusta la ruta
del invierno.

Desde hace tiempo se ha ido aplazando la fecha de la marcha; ya
transcurre el último plazo. El _vosok_, relegado al olvido, es
examinado, arreglado y tapizado de nuevo. Es un convoy habitual: tres
_kibitkas_ llevan los utensilios caseros, los cacharros, las sillas, los
baúles, jaulas con gallos, tarros, palanganas, etc. Bueno; muchos
trastos.

En la _isba_, entre la servidumbre, se levanta un gran barullo, seguido
de los lamentos de despedida.

Traen al patio dieciocho jamelgos. Los enganchan al _vosok_^([48])
señorial y preparan la comida; los cocineros sobrecargan las _kibitkas_
con el equipaje; las mujeres y los cocheros se pelean; sobre el
desgreñado y flaco caballo está el barbudo cochero; la servidumbre se ha
concentrado en la puerta para despedir a las señoras. Ya están
instaladas, y el respetable _vosok_, resbalando, se arrastra fuera de la
cochera.

—¡Adiós, asilos solitarios! ¿Volveré a veros?

Y un torrente de lágrimas cae de los ojos de Tania.

Cuando la civilización bienhechora se extienda más ampliamente, con el
tiempo —yo calculo, por las tablas filosóficas, dentro de unos
quinientos años—, los caminos cambiarán, sin duda, muchísimo. Aquí y
allá las calzadas unirán y atravesarán Rusia; se tenderán puentes de
hierro; cavaremos atrevidos arcos, y este mundo cristiano tendrá en cada
estación una taberna. Ahora, en nuestro país, los caminos son malos; los
puentes, abandonados, se pudren; en las estaciones, las chinches y las
pulgas no dejan dormir ni un minuto; no hay tabernas. En la fría _isba_,
el cartón, con los precios de las comidas, domina los aires; mas en vano
excita el apetito, porque en realidad no hay nada de comer. Los rústicos
cíclopes, bendeciendo las zanjas y los baches de la madre tierra,
preparan a fuego lento los progresos de la sociedad moderna.

Sin embargo, en la fría época del invierno, es agradable y fácil. El
camino invernal es liso como el verso, sin pensamiento de la canción de
moda. Nuestros automedontes son impetuosos, y veloces nuestras
_troikas_. Las _verstas_^([49]), entreteniendo la ociosa mirada, pasan
relampagueando. Por desgracia, la anciana Larina se arrastra, no en
caballos de correo, sino en los suyos, por temor a un gasto elevado.
Nuestra joven pudo gozar plenamente del aburrimiento del viaje, que duró
siete días.

Pero he aquí que ya están cerca del término de su ruta. Ya divisan las
viejas cúpulas de Moscú la blanca, cuyas cruces de oro echan destellos
de fuego. ¡Ay, amigos! ¡Qué contento me puse cuando de repente
aparecieron a mi vista las iglesias, los campanarios, los jardines y la
hilera de palacios! ¡Cuántas veces pensé en ti, Moscú, en la amarga
separación de mi destino errante! Moscú, ¡cuánto encierra el sonido de
estas sílabas para un corazón ruso, y cómo responde el ímpetu del alma!

He aquí el castillo de Pedro, rodeado de su bosque de robles;
tenebrosamente se enorgullece por su reciente gloria. En vano pensaba
Napoleón, ebrio de su última victoria, en la sumisión de Moscú con las
llaves del viejo Kremlin. No, mi Moscú no se le entregó con la cabeza
inclinada. No preparó fiestas ni acogió con donativos al héroe
impaciente. Desde aquí, hundido el humo, contemplaba el terrible
incendio. ¡Adiós, castillo de Pedro, testigo de nuestra gloria!

Pero no te pares; sigamos adelante. Ya blanquean los postes de la
entrada; ya el _vosok_ corre por la calle Tverskoia, sobre los baches.
Desfilan ante sus ojos los puestos, las mujeres, los chiquillos, las
tiendas, los faroles, los palacios, los jardines, los monasterios, los
vendedores de Bujaria^([50]), los portales, los huertos, las chozas, los
_mujics_, los bulevares, las torres, los cosacos, las farmacias, los
almacenes de modas, los balcones, los leones en las puertas cocheras y
toda una manada de chovas sobre las cruces. ¡Moscú, Moscú! Transcurren
las horas en este paseo fatigoso y, por fin, se para el _vosok_ en la
callejuela de Jariton, ante un portal. Llegan a casa de la vieja tía,
tísica desde hace cuatro años. Un viejo kalmuko, vestido de un
destrozado _kaftán_, con gafas, y teniendo en las manos una media, abre
las puertas de par en par. Pasan al salón, donde son recibidas por el
grito de la princesa, tendida en el diván. Llorando, se abrazan las
viejecitas y prorrumpen en exclamaciones:

—¡Princesa, _mon ange_!

—¡Pachette!

—¡Piolina!

—¿Quién hubiera podido pensar?

—¡Cuántos años sin veros!

—¿Estarás aquí por mucho tiempo?

—¡Querida prima!

—Siéntate. ¡Qué bien hiciste!

Era verdaderamente una escena de novela.

—Y ésta es mi hija Tatiana.

—¡Ay, Tania, acércate a mí!; parece como si estuviera delirando en
sueños.

—Prima, ¿te acuerdas de Grandison?

—¿Cómo? ¿Grandison? ¡Ah, Grandison! Sí, me acuerdo, me acuerdo.

—¿En dónde está?

—En Moscú; vive en el barrio Simeón y me visitó. Hace poco que casó a su
hijo.

—¿Y aquél…?

—Bueno; después nos contaremos todo, ¿verdad? Mañana mismo presentaremos
a Tania a toda la familia. ¡Qué lástima, no tengo fuerzas para hacer
visitas! Apenas consigo arrastrar los pies. Pero debéis de estar muertas
después del viaje; vamos juntas a descansar. ¡Ay!, no tengo fuerzas; mi
pecho está fatigado; ahora, no sólo me es penosa la tristeza, sino
también la alegría. ¡Alma mía, ya no sirvo para nada! Al llegar a la
vejez, la vida no es más que una porquería.

Y en este punto, completamente agotada, llorando, empezó a toser.

La alegría y las caricias de la enferma conmueven a Tatiana. Pero no se
encuentra bien en el nuevo lugar, acostumbrada como está a su cuarto.
Bajo la cortina de seda no puede dormir en la cama nueva, y al son de
las campanas, precursoras del lecho, Tania se sienta a la ventana cuando
se aclaran las sombras, pero no distingue sus campos; sólo ve ante sí un
patio desconocido, una cuadra, una cocina y una verja.

Así llevan a Tania todos los días a comidas de parientes, para presentar
a los abuelitos y abuelitas su indiferente indolencia. Todos sus
familiares la reciben afectuosamente con el _jleb i sol_^([51]) y con
estas exclamaciones:

—¡Cómo ha crecido Tania!

—¿No hace poco que yo te bauticé?

—Yo le tomaba así en mis brazos.

—Yo te tiraba así de las orejas.

—Yo te regalaba _prianiki_^([52]).

Las abuelitas dicen a coro:

—¡Cómo vuelan los años!

Sien embargo, en ellos no se nota cambio alguno; todos siguen como
antes. Su tía, la princesa Elena, lleva la misma cofia de tul; Lukeria
Ivovna continúa pintándose la cara de blanco; Lubov Petrovna sigue
contando mentiras; Iván Petrovich es igual de tonto; Simeón Petrovich,
igual de avaro; Pelagia Nikolavna tiene todavía el mismo amante,
monsieur Finemouche, el mismo _spizt_^([53]), el mismo marido, y este
último, fiel frecuentador del club, sigue tan sumiso, tan sordo y, al
igual que antes, come y bebe por dos.

Sus hijas abrazan a Tania. Las jóvenes gracias de Moscú primeramente la
examinan en silencio de pies a cabeza. La encuentran algo extraña,
provinciana y afectada, un poco pálida y delgada; por lo demás, muy
guapa. Luego, resignándose a su naturaleza, se hacen amigas suyas, la
llevan a sus casas, la besan cariñosamente, le aprietan las manos, la
rizan según la moda y le confían a coro los secretos del corazón,
secretos de doncella. Le confiesan sus conquistas y las ajenas, sus
esperanzas, sus travesuras, sus sueños. Transcurren las inocentes
conversaciones con ligero matiz de cotillería. Después, en recompensa de
su charla, exigen afectuosamente la declaración de su corazón. Pero
Tania, como en un sueño, oye los cotilleos sin tomar parte en ellos: no
comprende nada; mientras tanto, guarda silenciosamente el secreto de su
corazón, tesoro sagrado de lágrimas y alegrías que no confía a nadie.

Tatiana se esfuerza en seguir la conversación general; mas en el salón
todos están ocupados con unas futilidades tan vulgares, tan sin sentido,
tan apagadas; tan indiferentes. Hasta calumnian con aburrimiento en un
lenguaje frío y estéril; durante todo el día, en las preguntas, los
chismes, las noticias, no reluce ni un solo pensamiento, aunque sea
inopinadamente; la inteligencia cansada no sonríe, y el corazón no se
estremece ni aun por una broma. ¡Ni siquiera se encuentra en ti una
ocurrencia salada, sociedad fútil!

Unos cuantos jóvenes, que ya deberían estar archivados, se ponen a mirar
a Tania con insolencia y hablar con malevolencia de ella. Uno de ellos,
un triste bufón, la encuentra ideal y, apoyado en la puerta, le prepara
una elegía.

Un día Tatiana, en casa de su aburrida tía, se encontró a Viazemski,
que, sentándose a su lado, logró cautivar su atención. Otro invitado, ya
viejo, fijose en ella, y, mientras se arreglaba la peluca, averiguó
quién era. Pero allí, donde resuena el prolongado aullido de la
tempestuosa Melpómene, que menea su manto de oropel ante la indiferente
multitud de espectadores; donde Talía dormita tranquilamente, sin
prestar atención a los aplausos amigos; donde el joven espectador sólo
se maravilla con Terpsícore —igual sucedía en mis antiguos tiempos que
en vuestra época—, no se fijan en Tania ni los impertinentes celosos de
las damas, ni los anteojos de los conocedores mundanos desde los palcos
y las butacas.

La llevan a la Asamblea^([54]), en donde las apreturas, la agitación, el
calor, el rugido de la música, el brillo y el centelleo de las velas, el
atavío de las elegantes bellezas, las tribunas llenas de gente, el gran
semicírculo que forman las novias, deslumbran de repente todos los
sentidos. Aquí los presumidos célebres ostentan su atrevimiento, su
chaleco y sus distraídos anteojos. Allí los húsares con licencia se
apresuran a aparecer, fulminar, brillar, seducir y luego desaparecer.

La noche posee muchas estrellas encantadoras, y hay muchas bellezas en
Moscú; pero más bella que todos sus amigos celestes es la luna en el
azul vaporoso. Mas aquella a la cual no me atrevo atormentar con mi
lira, y que, como la majestuosa luna, resplandece sola entre las esposas
y las jóvenes, ¡con qué celeste altivez roza la tierra! ¡Qué lleno de
indolencia está su pecho! ¡Qué triste es su mirada encantadora! ¡Basta,
basta!; ya pagaste caras tus locuras.

Estruendo, risas, idas y venidas; los saludos, el galope, la mazurca, el
vals. Entretanto, Tania, en medio de sus dos tías, apoyada en una
columna, fija la mirada, no se da cuenta de nada; odia la agitación del
mundo, siente que se ahoga aquí. En sueños, aspira a la vida de los
campos, quiere volver a la aldea, a la soledad de su rinconcito, en
donde corre el riachuelo; a sus pobres, a sus flores, a sus novelas, a
la oscuridad de la avenida de tilos, en donde le vio a él. Y así sus
pensamientos vagan aún más lejos, olvidándose del mundo y del baile
ruidoso. Pero, mientras, no aparta la mirada de ella un prestigioso
general. Las tías se guiñan el ojo mutuamente y, dando un codazo a
Tania, cada una le murmura:

—Mira pronto hacia la izquierda.

—¿A la izquierda? ¿Adónde? ¿Qué hay allí?

—Fuere lo que fuese, mira. En aquel grupo, ¿ves?, allí delante, donde
hay dos con uniforme, ese que se aparta, ese que se ha puesto de lado…

—¿Quién? ¿Aquel general gordo?

Más aquí vamos a felicitar a mi querida Tatiana por su conquista, y
vamos a dejarla seguir su camino, para no olvidarnos de quien celebro.
Me refiero a mi joven amigo y sus numerosas fantasías. <<¡Oh musa épica,
bendice mi largo trabajo, y, entregándome el fiel cayado, no permitas
que me extravíe!>>. Pero ¡basta!, sacudo el peso de mis hombros,
Reconozco las leyes del clasicismo, y, aunque tarde, esto es el final de
mi introducción.



CAPÍTULO VIII


Fare thee well, and if for ever,
Still for ever fare thee well.

(Byron)

 

En aquellos días cuando crecía tranquilamente en los jardines del Liceo
leyendo con placer a _Apuleyo_ y sin interesarme por Cicerón, en
aquellos días de primavera, empezó aparecerme la musa en los valles
secretos, cerca de las aguas resplandecientes, en donde se oía el clamor
de los cisnes. De repente, mi celda de estudiante se iluminó; la musa
introdujo en ella el festín de las juveniles fantasías, cantó las
alegrías infantiles con la gloria de nuestra antigüedad y los inquietos
sueños del corazón. El mundo la recibió con una sonrisa: el éxito fue el
primero que los amparó; el viejo Derjavin se fijó en nosotros y, al
bajar a la tumba, nos bendijo. Dimitriev, protector de las costumbres
rusas, no fue nuestro censor, nos distinguió y animó a la tímida musa. Y
tú, cantante, profundamente inspirado por todo lo bello; tú, ídolo de
los corazones vírgenes, ¿no eres tú quien, seducido por la parcialidad,
me tendiste la mano y me condujiste a la gloria pura?

Yo me tomé por ley el obedecer tan sólo a las pasiones, y, compartiendo
mis sentimientos con la multitud, conduje a mi musa en medio del barullo
de los festines y de las discusiones. Ella, concediéndoles sus dones,
jugueteaba cual joven servidora de Baco, cantando en los brindis y entre
la alegre juventud que la seguía tumultuosamente, mientras yo me sentía
orgulloso de mi frívola amiga.

La fatalidad me alejó de nuevo de aquellos lugares, pero mi musa me
siguió. ¡Cuántas veces, durante mis pesados viajes, me distrajo con el
misterio de sus cuentos féericos! ¡Cuántas veces galopó junto a mí por
las rocas del Cáucaso, cual Leonora^([55]), a la luz de la luna!
¡Cuántas veces, estando en Táuride, en las tinieblas de la noche, me
llevó a orillas del mar para escuchar el rumor de las olas, murmullo
eterno de las nereidas, himno inmortal del Creador.

Olvidándose de la lejana ciudad, de su barullo y de sus espléndidos
festines, visitó en el desierto de Moldavia las humildes tiendas de las
tribus nómadas. Entre ellos olvidóse del lenguaje de los dioses y adoptó
los dialectos extraños de las canciones de las estepas, tan queridas de
su corazón. De pronto, todo cambió como por encanto y he aquí que se
presenta en mi jardín disfrazada de señorita provinciana, con triste
mirada en los ojos y un libro francés en la mano.

Hoy día introduzco por primera vez la musa en una reunión mundana,
contemplando con recelo sus rústicos encantos. A través de la apretada
fila de aristócratas, militares presumidos, diplomáticos y damas
orgullosas se desliza ella, se sienta silenciosamente y mira esta
multitud turbulenta, el esplendor de los trajes y de las conversaciones,
la llegada pausada de los invitados ante la joven ama de casa, rodeada,
cual cuadro, por un marco de caballeros. Le gusta la extraña parodia de
las conversaciones alegóricas, la frialdad del sereno orgullo y esta
mezcla de jerarquías y años.

Pero ¿quién es aquel que está silencioso y triste en medio de la
distinguida multitud? Parece desconocido de todos. Las figuras pasan
delante de él como una fila de fantasmas importunos. ¿Qué revela su
rostro, el esplín o tal vez un sufrimiento oculto? ¿Por qué se encuentra
aquí? ¿Quién es? ¿Es posible que sea Eugenio? ¿Es posible que sea él?
Sí, justamente, él es. ¿Hace mucho que ha vuelto entre nosotros? ¿Sigue
siendo el mismo o se ha apaciguado? ¿Continúa haciéndose el original?
Decid, ¿bajo qué aspecto se nos presenta hoy día? ¿Cómo un Melmoth, un
cosmopolita, un patriota, un Childe Harold, un cuáquero…, quizá con
alguna otra máscara? ¿Tal vez ahora será sencillo y bueno, como tú,
lector, y como yo, como todo el mundo? En todo caso, esto último es lo
que le aconsejo yo. Bastante engañó y se burló del mundo.

—¿Le conoces?

—Sí y no.

—¿Por qué entonces te refieres tan mal a él? ¿Acaso porque de costumbre
juzgamos todo así, porque la inconsciencia y el orgullo de las almas
fogosas nos ofenden o nos parecen ridículos, o por no comprender que
tales seres necesitan horizontes más amplios, o tal vez porque a menudo
nos gusta tomar las conversaciones como hechos consumados? ¿Quizá porque
ignoráis que las futilidades son del agrado de la gente mediocre? ¿O
porque no tenemos el suficiente valor para reconocer que tan sólo lo
vulgar no nos extraña ni nos asusta? ¡Afortunado quien fue joven desde
su primera juventud! ¡Afortunado quien maduró a su debido tiempo, quien
supo resistir el frío que viene con los años y no se entregó a extrañas
ilusiones! ¡Afortunado quien no se alejó de la sociedad, quien a los
veinte años era un presuntuoso galán y a los treinta supo casarse
provechosamente! ¡Quien a los cincuenta supo liberarse de sus deudos y
conseguir con paciencia la gloria y el dinero; aquel del que todo el
siglo dice: <<Fulano es un hombre honrado>>!

Es triste pensar que la juventud nos fue dada inútilmente, que a todas
horas la hemos traicionado, que ella nos engañó, que nuestros mejores
deseos y nuestros sueños sagrados pasaron en rápido giro, cual hojas en
el otoño desolado. Es insoportable ver sólo ante sí la larga hilera de
comidas, mirar la vida como una ceremonia y seguir a la solemne
multitud, sin compartir con ella ni las opiniones generales ni las
pasiones.

Es insoportable —convendréis conmigo— pasar entre la gente razonable por
un chiflado, por un degenerado, por un monstruo o hasta por mi propio
_Demonio_^([56]).

Onieguin —otra vez me ocuparé de él— después de haber matado a su amigo
en duelo, al llegar a los veintiséis años de una vida sin ocupaciones ni
finalidad, aburríase soberanamente, sin empleo, sin esposa y sin saber
dedicarse a nada.

Se apoderaron de él una extraña agitación y ansias de cambiar
constantemente de lugar —sentimiento martirizador cual cruz aceptada—.
Onieguin abandonó su aldea, la soledad de los bosques y campos, en donde
diariamente le aparecía la sombra ensangrentada, y se puso a vagar por
la tierra sin objeto preciso. Muy pronto los viajes le cansaron, como
todo en este mundo, y regresó al cabo a la ciudad. Como Chatzqui^([57]),
encontróse transportado del barco a un espléndido baile.

Mas he aquí la multitud de invitados que se agita; un murmullo corre por
la sala. Acercábase a la dueña, una dama acompañada de un importante
general. Andaba pausadamente; su mirada no poseía esta insolencia
característica de algunos, carecía de afectación y de presunción; su
actitud no era ni demasiado fría, ni demasiado animada. En ella todo
tenía una exquisita sencillez; se podía decir que era verdaderamente el
símbolo _du comme il faut_ (perdóname, Chichkof^([58]), no sé cómo
traducirlo).

Las damas se acercaban a ella; las ancianas la sonreían; los hombres la
saludaban con mayor respeto, captando su mirada; las jóvenes pasaban
silenciosamente delante de ella por la sala, y el que más alta llevaba
la nariz y los hombros era el general que entró con ella. Nadie la
hubiera podido llamar hermosa; pero desde los pies a la cabeza nadie
hubiera podido hallar en ella eso que por la moda voluntariosa en las
altas reuniones de Londres llaman <<vulgar>>. Me gusta mucho esta palabra,
mas no logro traducirla; es muy reciente en nuestro país, y temo que no
pueda introducirse; tal vez sólo sirva para epigramas. Pero volvamos a
nuestra dama. Con graciosa elegancia está sentada a la mesa con la
espléndida Nina Voronskaya, la Cleopatra del Neva. Convendréis
seguramente, conmigo, que Nina, con su belleza escultural, no podía
eclipsar a su vecina, por muy espléndida que apareciese.

<<¿Es posible que sea ella? —piensa Eugenio—. Pero, verdaderamente, no;
¿cómo?, de la profundidad de las estepas, de la aldea…>>. De tiempo en
tiempo dirige los impertinentes obsesionados sobre aquella cuya vista le
recuerda vagamente los rasgos olvidados.

—Dime, príncipe: ¿no sabes tú quién es aquella dama, la del sombrero
rojo, que está hablando con el embajador de España?

El príncipe mira sorprendido a Onieguin y dice:

—¡Ah!, hace tiempo que no has frecuentado la sociedad. Espera, te la voy
a presentar.

—Pero ¿quién es?

—Mi esposa.

—¡Cómo! ¿Estás casado? No lo sabía. ¿Hace mucho?

—Pronto hará dos años.

—¿Con quién?

—Con la señorita Larina.

—¿Tatiana?

—¿La conoces?

—Soy su vecino.

—Pues vamos, entonces.

El príncipe se acerca a su esposa y le presenta su pariente y amigo. La
princesa le mira. Por mucho que se turbase su alma, por mucho que se
sorprendiese y se pasmase, nada cambió en ella: conservaba el mismo
tono, y su saludo fue igual de sereno. No se puso repentinamente pálida
o colorada, ni siquiera frunció el ceño, ni apretó los labios. Aunque
Onieguin la observaba atentamente, no pudo hallar en ella ni un rasgo de
la Tatiana de antaño. Quiso entablar conversación con ella y no pudo.
Ella le preguntó si hacía tiempo que se hallaba en Moscú y de dónde
venía, y si por casualidad no sería de su región. Después dirigió hacia
su esposo una mirada cansada, y se evadió, mientras Onieguin se quedaba
inmóvil.

¿Es posible que sea la misma Tatiana del principio de la novela, a la
que a solas, en una desierta y lejana región, sintiéndose moralista,
había soltado un sermón; aquella cuya carta, en donde su corazón hablaba
tan sinceramente, guardaba él todavía, aquella chiquilla si no era todo
un sueño? ¿Es posible que aquella muchacha que despreció entonces fuese
ahora tan indiferente y atrevida?

Deja la reunión tumultuosa; pensativo va a su casa; su sueño desvelado
se ve agitado por visiones, ora tristes, ora encantadoras. Se despierta,
y le entregan una carta: es una amable invitación del príncipe N. para
esta noche.

<<¡Dios mío, ir a verla!>>. ¡Oh, sí, claro que irá! Y apresuradamente
emborrona una contestación cortés. ¿Qué le ocurre? ¿En qué extraño sueño
se encuentra? ¿Qué es lo que se ha agitado, en el fondo de su alma fría
e indolente? ¿La tristeza? ¿La vanidad? ¿De nuevo la preocupación de la
juventud, es decir, el amor?

Otra vez Onieguin cuenta las horas, otra vez no sabe el fin del día;
pero tocan las diez, y sale, va apresuradamente a casa de la princesa. Y
está en la escalinata. Ahora, estremeciéndose, entra, y encuentra a
Tatiana sola. Pasan algunos minutos. Las palabras surgen con dificultad
de los labios de Eugenio, que, sombrío, y torpe, le contesta apenas. Su
cerebro está poseído por una sola idea, y tercamente la mira. Ella está
sentada, tranquila y natural.

Llega el marido, cortando este desagradable _tête-a-tête_, y se pone a
recordar con Onieguin las travesuras y las bromas que juntos idearon
hace años —y se ríen—. En esto, llegan los invitados. La conversación se
anima con esas habladurías mordaces tan del agrado de la sociedad. Pero
delante de la dueña esta charla mundana no parece tan fútil; es como si
una ola espiritual la reanimara, despojándola de las trivialidades y de
todo pedantismo; su viveza y ligereza no ofenden los oídos.

Allí estaba reunida la flor de la sociedad, los personajes ilustres de
aquel tiempo, los representantes de la moda, los graciosos
indispensables, y en todos sitios caras conocidas. Acá había señoras
entradas en años, con cofias y rosas de aspecto severo; allá, unos
cuantos jóvenes de rostro sin sonrisa; cerca, embajadores que hablaban
de los asuntos del Gobierno; más allá, un anciano de canas perfumadas
que bromea con finura e inteligencia, lo que hoy día ya no hace gracia.
Aquí estaba el señor enfadado con todos y por todo, por el áspero
epigrama, por el té que le ha ofrecido la dueña y que está demasiado
dulce, por la insipidez de las damas, por el tono de los hombres, por
los comentarios sobre la tenebrosa novela, por los monogramas dados a
las dos hermanas, por las mentiras que dice el periódico, con la guerra,
con la nieve, con su esposa. Allí también estaba su hija, tan pequeña,
tan jorobada y tan desagradable, que involuntariamente cada invitado
suponía en ella la inteligencia y la maldad. Aquí estaba el príncipe
M***, casado con una muñeca pesada y gibosa que poseía miles de almas.
Allí estaba con todas sus condecoraciones Pravisin, censor inexorable
que hace poco perdió su empleo por especulaciones y también se
encontraba el senador soñoliento que pasa su vida jugando a las cartas,
personaje indispensable para el Poder. Allá estaba Sabúroff, que
adquirió la gloria para la villanía de su alma; St. Priets, que
escribiendo en álbumes gastó tantos lápices. En la puerta, cual figurín
se hallaba en pie otro dictador de baile, sonrosado como un querubín
dentro de su ajustado traje, mudo e inmóvil. El viajante de paso
almidonado, insolente, que despertaba la sonrisa en los labios de los
invitados con su postura preocupada, y las silenciosas miradas cambiadas
entre ellos equivalían a una condenación general.

Pero mi Onieguin durante toda la noche no se ocupó más que de Tatiana,
no de la pobre chiquilla enamorada, tímida y sencilla, sino de la
princesa indiferente, de la inaccesible diosa del Neva, lujosa y
majestuosa. ¡Oh hombres! Todos os parecéis a nuestra madre Eva; lo que
os es ofrecido no os seduce, siempre os atrae la tentación del fruto
prohibido, porque sin ella el paraíso no sería paraíso.

¡Cómo ha cambiado Tatiana! ¡Qué bien ha penetrado en su papel! ¡Qué
pronto se volvió mundana! ¿Quién podría reconocer a la dulce niña en
esta altiva e indiferente legisladora de la sociedad? ¡Y él había
atormentado su corazón! A veces, antes que llegara Morfeo, la triste
doncella, en las tinieblas de la noche, levantando sus ojos pensativos
hacia la luna, soñaba que algún día irían juntos por el camino de la
vida.

Todas las edades se someten al amor. Pero para los juveniles corazones
vírgenes es bienhechor, igual que la eterna tempestad para los campos,
que, con las lluvias de las pasiones, se refrescan, se conmueven,
maduran, y la vida poderosa les entrega un espléndido florecer y dulces
frutos. En la edad tardía, en el ocaso de nuestros años, son tristes las
huellas mortales de la pasión, igual que las frías tempestades del
otoño; que convierten los prados en pantanos y despojan los bosques a su
paso.

¡Ay, las dudas ya no son posibles! Eugenio se ha enamorado de Tatiana
como un niño, y pasa día y noche en las angustias de los sueños
amorosos. Sin escuchar la voz sensata de la razón, todos los días se le
ve llegar a su portal; la sigue como si fuera una sombra; es feliz si
puede ayudarla o colocarse sobre los hombros el vaporoso boa, o si
ardientemente roza su mano, o si aparta delante de ella el pomposo
regimiento de lacayos, o si le recoge el pañuelo.

Ella no le hace caso alguno, por mucho que él haga. Le recibe
tranquilamente en su casa, en las reuniones cambia tres palabras con él,
a veces le saluda con sólo una inclinación, otras ni se fija en él; no
hay en ella la mínima coquetería; la alta sociedad no la admitiría.

Onieguin empieza a perder los colores; Tatiana no lo ve o no tiene
compasión alguna. Eugenio se marchita y casi se pone tísico. Todos le
aconsejan que consulte médicos, y éstos a coro le envían a tomar las
aguas. Pero él no se marcha; antes estaría dispuesto a escribir a sus
antepasados anunciándoles su cercana llegada, y Tania no denota ni
enterarse de ello —así es su sexo—. Él, tercamente, no quiere separarse;
todavía espera y se atormenta. El enfermo, más atrevido que si estuviera
sano, escribe con débil mano a la princesa una carta de amor, aunque no
alimenta esperanza alguna.

He aquí su carta reproducida con exactitud:

  CARTA DE ONIEGUIN A TATIANA

   

  <<Todo lo preveo al ofenderla con el secreto de una triste declaración.
  ¡Qué altivo desdén se reflejará en su mirada orgullosa! ¿Qué es lo que
  quiero? ¿Con qué fin descubro mi alma? ¡Mas puede que esta amarga
  confesión sólo dé lugar a una malvada alegría!

  >>Habiéndola conocido por casualidad, me pareció notar en usted un
  destello de ternura hacia mí; pero no me atreví a creerlo, y, temiendo
  perder mi libertad, que hoy en día no representa para mí nada, no
  quise ligarme a usted. También contribuyó a separarnos la desgraciada
  muerte de Lenski. Arranqué de mi corazón todo cuanto me era caro;
  extraño para todos, sin nada que me atara, pensaba que la libertad y
  la tranquilidad suplirían la dicha. ¡Dios mío, cómo me equivoqué! ¡Qué
  castigado estoy!

  >>Verla a cada instante, seguirla con los ojos en todos sitios, captar
  su mirada o la sonrisa de sus labios, escucharla atentamente, penetrar
  con el alma todas sus perfecciones, expirar antes usted en
  sufrimientos, palidecer y consumirme, ¡he aquí la felicidad! Y yo
  estoy privado de ella; para verla me arrastro por todos sitios al
  azar; el día y las horas me son caros, y malgasto el tiempo contado de
  mi vida, que ya sin eso será corta; pero para que ella se prolongara
  haría falta que por la mañana estuviese seguro de verla por la tarde.

  >>Temo que su severa mirada vea en esta súplica resignada un
  despreciable y astuto proyecto; me parece estar oyendo su terrible
  reproche. Mas si supiese qué atroz es languidecer y arder por la sed
  del amor, calmar a todo momento con razonamientos la inquietud del
  corazón, desear abrazar sus rodillas y llorando a sus pies desahogar
  mi alma con declaraciones, llantos y súplicas, con todo, todo lo que
  pudiera decirle, y, mientras tanto, tener que disimular mis palabras y
  no poseo fuerzas para contradecirme y contemplarla alegremente. Pero
  ¡qué se le va a hacer! No tengo fuerzas para contradecirme a mí mismo;
  todo se ha decidido: estoy en su poder y me entrego a mi destino>>.

No recibe contestación; escribe de nuevo; mas ni la segunda ni la
tercera carta tienen respuesta. Por fin, resuelve ir a verla.

En cuanto llega, ella le sale al encuentro, pero ¡qué severa! No le
mira, ni le dirige la palabra. ¡Ay, cómo parece rodeada de hielo
invernal! ¡Cómo se ve que los tercos labios se esfuerzan en retener la
indignación! Onieguin, fijando en ella una mirada penetrante, piensa:
<<¿En dónde, en dónde están la turbación, el sufrimiento? ¿En dónde están
los rastros de las lágrimas? ¡No existen, no existen!>>.

Sólo descubre huellas de ira. ¿Acaso el secreto temor de que su marido y
la sociedad descubran los vestigios de una accidental debilidad, de la
que sólo Eugenio sabe algo, la obligan a fingir? No. ¡Las esperanzas son
vanas!

Onieguin se va maldiciendo su locura y sumiéndose profundamente en ella;
otra vez renuncia al mundo. En su silencioso gabinete se acuerda de la
época en que la cruel _jandrá_, persiguiéndole por el mundo turbulento,
le agarró por el cuello y le encerró en un rincón oscuro. Se entrega de
nuevo a los libros; lee a Gibbon, Rousseau, Manzoni, Chamfort, Herder,
madame Staël, La Biche, Tisseau; lee al escéptico Bayle, lee las obras
de Fontenelle, lee a algunos de nuestros escritores sin criticarlos, los
almanaques y los periódicos en donde nos repiten los sermones —en los
que tanto me critican hoy día y antes me escribían madrigales—: _E
sempre bene_, amigos.

Mas ¿qué ocurrió? Sus ojos leían, pero sus pensamientos vagaban a lo
lejos. Las tristezas, los sueños, los deseos, se acumulaban en el fondo
de su alma. Entre las líneas impresas leía con mirada espiritual,
profundamente, abstraído, otras líneas, que eran la secreta tradición de
la antigüedad sombría y afectuosa, sueños sin relación, las amenazas,
los rumores, las predicciones, el delirio del largo cuento, o las cartas
de la doncella.

Poco a poco sus sentimientos y su cerebro se entumecen, y ante él la
imaginación se pone agitar su calidoscopio. Unas veces le parece ver en
la blanda nieve a un joven tumbado e inmóvil, como si durmiera en un
lecho, y oye esta voz que le dice <<¡que está muerto!>>; otras, a sus
enemigos olvidados, los calumniadores, los cobardes perversos, el grupo
de las jóvenes infieles y el círculo de amigos despreciables; y otras
también ve una casa rústica y, sentada ante la ventana, ella… y ¡siempre
ella!

Se acostumbró de tal manera a perderse en estos sueños que por poco no
se vuelve loco o poeta. ¡Vaya un bien que nos hubiera hecho! Y la verdad
es que en aquella época mi absurdo discípulo apenas si alcanza el
mecanismo de los versos rusos, impulsado por magnética fuerza. ¡Cómo se
semejaba a un poeta cuando solo, sentado ante la chimenea encendida,
tarareaba la _Benedetta_ o el _Ídolo mío_, dejando caer en el fuego su
zapatilla o el periódico!

Los días vuelan; en el aire templado huye el invierno. Onieguin no se
hizo poeta, no murió ni se volvió loco. Por primera vez se anima con la
llegada de la primavera, abandona sus habitaciones cerradas, de dobles
ventanas y chimeneas, en donde pasó el invierno como un lirón, para
correr sobre un trineo, en la clara mañana, a lo largo del Neva. El sol
juega con el hielo tallado y azul; la nieve amontonada en las calles se
derrite suciamente.

¿Onieguin corre a toda prisa? De antemano sabéis adónde va. Sí,
efectivamente, mi joven incorregible se ha ido a ver a su Tania. Entra
con aire moribundo; en el recibimiento no encuentra ni un alma; prosigue
su camino y llega a la sala: no hay nadie tampoco. Abre una puerta, y
¿qué es lo que le sorprende de tal forma? La princesa está ante él,
sola, sentada, con una mano apoyada en la mejilla, sin arreglar, pálida;
lee una carta, mientras gruesas lágrimas caen cual perlas de sus ojos.

¡Oh! ¿Quién no hubiera podido ver sus mudos sufrimientos en este
momento? ¿Quién no hubiera reconocido en la princesa a la angustiada, a
la pobre Tania? Con la angustia de una inmensa compasión, Eugenio cae a
sus pies. Ella se estremece y calla; mira a Onieguin sin sorpresa ni
enfado. Su mirada, enferma y decaída, su aspecto suplicante, su mudo
reproche, todo lo ve ella. La joven sencilla soñadora, con el corazón de
los días pasados, ha resucitado de súbito.

Ella no le levanta, no deja de contemplarle soñando y no quita de los
labios ávidos su mano insensible. ¿En qué piensa ahora? Tras una larga
pausa se pone, al fin, a hablar dulcemente:

—Basta ya; levántese. Tengo que explicarme con usted sinceramente.
Onieguin, ¿se acuerda usted de la hora en que en el jardín, en la
avenida, el Destino nos reunió y en que tan resignadamente escuché su
lección? Hoy ha llegado mi turno.

>>Yo entonces era más joven y más guapa, creo; además, le amaba a usted y
¿qué respuesta encontré en su corazón? Tan sólo sequedad. ¿No es cierto?
Para usted no fue una novedad el amor de la tímida chiquilla, y hoy en
día, ¡Dios mío!, se me hiela la sangre en las venas al acordarme de la
fría mirada y de aquel sermón. Pero no le acuso; en este terrible
instante se portó con nobleza, tenía razón, y le estoy agradecida con
toda mi alma.

>>Entonces en el desierto, lejos del barullo de la sociedad, yo no le
gustaba, ¿no es verdad? ¿Por qué me persigue usted ahora? ¿Por qué se
fija usted tanto en mí? ¿No será porque ahora tengo que frecuentar la
alta sociedad, porque soy rica y célebre, porque mi marido guarda aún
las marcas del combate y a causa de esto la corte nos tiene en favor? ¿O
tal vez porque mi falta conocida de todos podría darle en la sociedad
una fama tentadora?

>>Lloro… Si no ha olvidado a su Tania hasta hoy, sepa usted que, si
estuviera en mi poder, yo preferiría su frialdad, su severa conversación
a esta humillante pasión, a estas cartas y a estas lágrimas. Entonces,
por lo menos, tuvo compasión de mis sueños juveniles, respetó mis años.
Pero al presente, ¿qué le trajo a mis pies? ¡Qué bajeza! ¿Cómo con su
corazón y su inteligencia pudo ser esclavo de un sentimiento tan
ilícito?

>>El lujo de mi vida vacía, mi éxito en la alta sociedad, mi casa y mis
recepciones tan de moda por su esplendor, no significan nada para mí.
Ahora mismo abandonaría todos estos atributos de mascarada, todo este
lujo y barullo por un estante con libros, por un jardín salvaje, por
nuestra pobre vivienda, por aquellos lugares en donde por vez primera le
vi a usted, Onieguin, y también por el tranquilo cementerio en donde,
bajo espeso ramaje, se levanta una cruz sobre la tumba de mi pobre
_niania_.

>>¡La felicidad era tan posible, estaba tan al alcance nuestro! Pero mi
suerte ya está decidida. Tal vez obré sin prudencia. Mi madre me
suplicaba con lágrimas ardientes, y para la pobre Tania todo era igual.
Me casé; su deber es dejarme, y le ruego que lo haga. Sé que en su
corazón hay orgullo y nobleza. Le sigo queriendo —para qué mentir—, pero
pertenezco a otro y le seré fiel>>.

Ella se aleja. Eugenio se queda en pie como fulminado por un rayo. ¡En
qué tempestad tan terrible se halla sumido su corazón! Pero de repente
se oye el ruido de espuelas y comparece el marido de Tatiana.

Aquí lector, en el momento más doloroso de la vida de mi héroe, le
abandonamos para mucho tiempo, para siempre. Bastante hemos vagado por
el mundo detrás de él. Felicitémonos mutuamente por llegar al fin a
tierra firme. Ya es hora de terminar, ¿no es cierto? Un ¡hurra!, pues.

¡Oh lector mío! Quienquiera que seas, amigo o enemigo, deseo despedirme
amistosamente de ti y te ruego que me perdones. Yo no quisiera que
buscaras en estas estrofas descuidadas ni recuerdos voluptuosos, ni un
calmante después del trabajo, ni cuadros animados, ni destellos de
ingenio, ni faltas gramaticales. ¡Dios quiera que este libro te haya
proporcionado algo para fortificar tu corazón, para soñar o para
escribir un artículo en tu revista! Ahora separémonos. ¡Adiós!

También me despido de ti, ¡oh ideal mío!, extraño y fiel compañero. Tú
me proporcionaste todo cuanto puede envidiar un poeta: el olvido en las
borrascas de la vida y el dulce consuelo de la amistad. Muchos días han
transcurrido desde aquel instante en que por primera vez me aparecieron
en sueño difuso Onieguin y la joven Tatiana, y desde aquel momento
empecé a entrever esta novela, libre tras mágico cristal. Pero aquellos
a quienes leí sus primeras estrofas en una reunión amiga, ya no existen.
Como dijo Saadi, unos han muerto, los otros se hallan muy lejos, y así,
sin ellos, acabé el carácter de Onieguin.

En cuanto a ti, que engendraste a mi querida Tatiana, símbolo de mi
ideal. ¡Oh, cómo siento la mano fatal del Destino! ¡Bendito el que supo
alejarse a tiempo del festín de la vida sin haber vaciado la copa de
vino! ¡Y el que no leyó hasta el final la historia de Tatiana,
abandonándola de repente como hice yo con mi Onieguin!

  VIAJE DE ONIEGUIN

   

  Convendréis conmigo en que es desagradable el objeto de ruidosos
  juicios entre la gente razonable, pasar por un extravagante afectado,
  por una especie de cuáquero o masón, o por un Byron provinciano, o
  hasta por mi propio _Demonio_.

  Onieguin —voy a ocuparme de nuevo de él—, al llegar a los veintiséis
  años de una vida sin finalidad, habiendo matado en duelo a su amigo,
  atormentándole su ociosidad, soltero, sin trabajar ni tener
  ocupaciones, hacía tiempo que deseaba ser alguien. Hastiado de llevar
  máscara y de pasar por un Melmoth, al despertarse una mañana lluviosa
  de la época aburrida, se sintió patriota. Amigos, Rusia le sedujo en
  un momento y se enamoró de ella. ¡Ya sólo delira por ella! Odia a
  Europa con su fría política, con su bullicio libertino. Eugenio de va
  de viaje, quiere ver la Santa Rusia, sus campos, sus estepas, sus
  ciudades y sus mares.

  ¡Gracias a Dios, se marcha! El 3 de junio, la ligera calesa de correo
  se le lleva por el camino. Entre llanuras medio salvajes aparece a su
  vista Novgorod el grande, cuyas plazas se han vuelto silenciosas,
  igual que su campana después de someterse. Pero aún parece que vagan
  por allí las sombras de sus héroes: el vencedor de los escandinavos,
  el legislador Yaroslav con la pareja de los terribles Ivanes, y
  alrededor de las olvidadas iglesias, el pueblo tumultuoso de antaño.
  ¡Pero Eugenio se aburre! Se apresura a continuar su camino. Ahora
  surgen, como sombras Valday, Torjok, y Tver; aquí compra a las
  pegajosas campesinas tres ristras de buñuelos, allí unos zapatos.
  Recorre soñoliento las orillas del Volga.

  Los caballos trotan, ora por las montañas, ora por las riberas del
  río; las _verstas_ pasan cual relámpagos; los cocheros cantan, silban
  y blasfeman; el polvo se levanta formando torbellinos, y he aquí a mi
  Onieguin que se despierta en la calle Tverskaia de Moscú.

  La ciudad recibe a Eugenio con su vida tumultuosa, le seduce con sus
  atrayentes mujeres y le ofrece la _ujá_^([59]) de esturión. En el
  Círculo inglés —ensayo de la Asamblea popular— en silencio, sumido en
  sus pensamientos, escucha una conversación sobre las aschas^([60]).
  Todo Moscú le observa, y diferentes rumores corren acerca de él; le
  toman por un espía, componen versos en su honor, le ascienden al rango
  de novio; pero Onieguin sigue aburriéndose. Deja Moscú y va a Nijni,
  la ciudad natal de Minin; ahora se encuentra en Makarico, que se
  ajetrea tumultuosamente y hierve con su profusión de mercancías: aquí
  un indio ha traído perlas, allí un europeo vende vinos falsificados,
  un nómada ofrece caballos defectuosos, un jugador expone su baraja y
  un puñado de dados; igual hace un terrateniente con sus hijas, ya
  maduras, que lucen sus vestidos del año pasado. Cada cual se agita y
  miente por dos; en todos sitios reina el espíritu mercantil.

  ¡Qué aburrimiento! Eugenio aguarda el buen tiempo para hacer un viaje
  fantástico en velero. Mas ya el Volga, perla de los ríos y de los
  lagos, se le ofrece sobre sus majestuosas olas. No duda mucho en
  realizarlo: alquila una embarcación a un mercader, y boga río abajo.
  El Volga aumenta; los sirgadores, apoyados en los arpones de acero,
  cantan con voz monótona las hazañas de los bandidos de antaño, las de
  Stenka Rasin, que en la antigüedad tenía las olas del Volga de sangre,
  y las aventuras de los invasores, que quemaban y acuchillaban a los
  habitantes.

  Mas he aquí que entre las míseras estepas, al borde de las aguas
  saladas, surge Astrakán, el gran centro comercial. Apenas Onieguin se
  había sumido en el recuerdo de los días pasados, cuando le salen al
  encuentro el ardor de los rayos del mediodía y las nubes de mosquitos
  que zumban y chirrían por todos sitios. Sumamente irritado, decide al
  instante abandonar las orillas arenosas de las aguas del Caspio.

  Sigue aburriéndose y se dirige al Cáucaso. Ahora contempla el altivo
  Terek, que socava sus orillas. Sobre él planea majestuosamente un
  águila. Observa un ciervo de enormes cuernos, y un camello reposa a la
  sombra de una roca. En los prados galopa el caballo de cherqués, y las
  ovejas pacen alrededor de las tiendas de los calmucos. A lo lejos se
  divisan las altas montañas del Cáucaso, y los desfiladeros de Kura y
  Aragva, angostos y peligrosos, que dan acceso a ellas, y a lo largo de
  los cuales se ven blancos montículos: son las tiendas de campaña de
  los soldados rusos. Aquí está el eterno guardián de los desiertos
  parajes, el grandioso Bechtau, rodeado de colinas, y también el
  frondoso Machuk, que da nacimiento a mágicas fuentes curativas,
  alrededor de las cuales se aglomeran los pálidos enfermos. Los unos
  son víctimas de la gloria militar; los otros, de la gota o de la diosa
  Cipris. Todos esperan recuperar sus fuerzas en las olas milagrosas: la
  coqueta piensa dejar en el fondo de las aguas las malvadas huellas de
  los años, y el anciano, rejuvenecer, aunque sólo sea por un instante.

  Sumido en amargos pensamientos, en medio de su triste compañía,
  Onieguin contempla con mirada compasiva los surtidores humeantes y
  piensa, lleno de melancolía: <<¿Por qué no me hirió la bala en el
  pecho? ¿Por qué no soy un viejo achacoso como este pobre granjero?
  ¿Por qué no estaré paralítico como este concejal de Tula? ¿Por qué no
  puedo quejarme de reuma en la espalda? ¡Ay Creador!, entonces yo
  podría, como estos señores, alentar la esperanza. ¡Dichoso el que es
  viejo! ¡Dichoso el que está enfermo! La mano del Destino vela por
  ellos. Mas yo estoy sano, soy joven y libre. ¿Qué más puedo esperar?
  Aburrimiento y más aburrimiento. ¡Adiós, cimas nevadas de las montañas
  y vosotros, valles del Kubán!>>.

  Onieguin se dirige hacia otras riberas, y, pasando por Tamán, entra en
  Crimea, tierra sagrada para la imaginación, en donde Pilades riñó al
  Atrida. Allí se suicidó Mitrídates, allí cantaba el inspirado
  Mickievich, acordándose, entre las rocas, de su querida Lituania. ¡Ah
  tierra de Táuride, qué bella pareces cuando se te divisa desde una
  nave a la luz matutina de la aurora! Así es como te contemplé yo por
  vez primera. Me apareciste con el esplendor del himeneo; en el límpido
  cielo azul resplandecían tus montañas. Tus valles, tus bosques y
  aldeas, con las tiendas de los tártaros, se extendían ante mí. ¡Ah,
  qué ardor se despertó en mi alma, qué mágica angustia oprimió mi
  pecho! Pero, musa mía, ya es hora de que olvides el pasado.

  Cualesquiera que fuesen los sentimientos que me subyugaban entonces,
  ahora ya no existen, han desaparecido o de han transformado. Las
  estepas, el borde perlado de las olas, el ruido del mar, las cumbres
  de las rocas y una doncella orgullosa como ideal, me parecían
  indispensables, y también unos terribles sentimientos. Mas hoy todo ha
  cambiado, porque en mi copa poética he vertido demasiada agua.
  Necesito cuadros nuevos; me gusta una ladera arenosa, dos serbales
  ante la cabañita, una puertecilla en la verja rota, en el cielo nubes
  grises, montones de paja frente al henar y un estanque bajo la sombra
  de viejos sauces llorones, lugar predilecto de los patos. Me agrada la
  _balalaika_ y el loco zapatero del _trepak_^([61]) a la entrada de una
  taberna. Mi ideal es un ama de casa, mi deseo es la tranquilidad con
  un buen cuenco de _schi_^([62]).

  En la época lluviosa de otoño, una vez se me ocurrió pasar por el
  corral. Mas ya estoy harto de los prosaicos delirios de la escuela
  flamenca. ¿Es posible que yo fuese así en plena juventud? Dímelo,
  _fuente de Bakchisaray_: ¿eran tales los pensamientos que invadían mi
  mente al escuchar tu eterno murmullo, cuando, inmóvil ante ti, me
  imaginaba a la bella Zarema?

  Tres años más tarde que yo, Onieguin errando por esta misma región, se
  acordó de mí en medio de las majestuosas y solitarias salas. Por aquel
  entonces vivía yo en la polvorienta Odesa, ciudad de cielo claro y
  chillones colores, de ambiente activo, brillante, en donde todo
  respira Europa, por la diversidad de su vida y el ajetreo comercial.
  La voz de la dorada Italia resuena en la alegre calle por donde se
  pasean el orgullo eslavo, el francés, el español, el armenio, el
  griego, el grueso moldavo, y también el hijo de la tierra de Egipto,
  el corsario retirado y el moralí.

  Nuestro amigo Tumanski ya había descrito Odesa en versos sonoros, pero
  sus ojos no la contemplaron con mirada imparcial. Llegó y, como poeta
  de alma noble, se puso a bogar solo por el mar con sus anteojos;
  después, con su pluma encantadora, celebró sus jardines. Todo eso está
  bien; pero el caso es que alrededor de Odesa tan sólo se extienden
  unas estepas desiertas y de vez en vez se divisa una tenue sombra,
  proyectada por jóvenes árboles, fruto de esfuerzos humanos.

  Mas ¿dónde está mi narración? Según parece, dije que en la polvorienta
  Odesa, y también podría añadir sucia, sin mentir. Cada año, durante
  cinco o seis semanas, por la voluntad del tempestuoso Júpiter, está
  sumergida en espeso barro y sus casas quedan inundadas hasta la altura
  de un archín^([63]); por consiguiente, los transeúntes tienen que usar
  zancos. En la calle húndense hombres y coches, cuyos caballos han sido
  reemplazados por bueyes. Pero ya empieza el martillo a machacar las
  piedras, y muy pronto la ciudad se revestirá de sonoros pavimentos,
  constituyendo una coraza protectora.

  En la húmeda Odesa hay todavía otro grave inconveniente: la falta de
  agua potable. ¿Creéis que no tiene remedio si no es por grandes
  trabajos? Os equivocáis; no es un gran mal, sobre todo cuando el vino
  se vende sin tasa alguna. Además, tenéis el sol del mediodía, el mar…
  ¿Qué más podéis desear, amigos? ¡Ah, benditos lugares!

  A veces, al escuchar la salve matinal del cañón del barco, me alejo
  enseguida de las orillas, corriendo hacia él. Luego, refrescado por
  las olas saladas, cual musulmán en su paraíso, me siento con la pipa
  encendida y tomo café a la turca. Después me voy de paseo; ya está
  abierto el casino, donde resuena el ruido de los platos; el mozo del
  billar sale al balcón medio dormido, con una escoba en la mano; en la
  escalinata ya se oye a dos mercaderes que charlan. Mientras tanto la
  plaza se anima con el vaivén de la gente; unos corren por sus
  negocios, otros sin objeto, pero más a menudo lo primero. He aquí al
  comerciante, hombre de cálculos, que se dirige hacia el puerto para
  mirar los pabellones e inspeccionar los cielos en la espera de que
  éstos le anuncien la llegada de los veleros deseados, y enterarse de
  qué nuevas mercancías han pasado hoy por la cuarentena, de si han
  llegado los toneles de vino, de qué hay de la peste y de dónde
  tuvieron lugar los incendios, así como de si no hay hambre ni guerra,
  o de alguna noticia por el estilo.

  Nosotros, jóvenes inconscientes, entre los preocupados comerciantes,
  tan sólo esperamos las ostras de las orillas de Constantinopla.

  —Qué, ¿han llegado?

  —Sí.

  —¡Qué alegría!

  La juventud glotona se precipita para tragarse estos sabrosos
  animales, salpicados de limón. El servicial Otto nos trae copas de
  buen vino; las discusiones y el barullo se hacen más grandes, las
  horas vuelan, y, mientras tanto, la amenazadora cuenta aumenta.

  Pero ya viene la noche azulada, ya es hora de que nos dirijamos a la
  Ópera para escuchar a Rossini, ese insuperable Orfeo de Europa; a
  despecho de las severas críticas, es siempre nuevo, sus notas vuelan y
  corren como los besos juveniles, como el chorro espumoso y dorado del
  _aix_ —amigos, está permitido comparar el vino al _do, re, mi, fa,
  sol_—. ¡Ah, cuántos encantos encierra! Los impertinentes inquisidores
  descubren insuperables maravillas. Las citas entre bastidores, la
  _prima-donna_, el _ballet_… Mas ¿qué me decís del palco en donde la
  joven negociante, resplandeciendo de belleza, soberbia y lánguida,
  está rodeada de una corte de admiradores? Ella escucha, sin prestar
  atención, las cavatinas, las súplicas y las bromas lisonjeras. En
  cuanto al marido, la vigila desde un rincón, soñoliento. Despiértase
  de pronto, lanza un breve bostezo y se pone otra vez a roncar. Termina
  el espectáculo, la sala se vacía con gran alboroto, la multitud se
  precipita en la plaza bajo la luz de los faroles y de las estrellas.
  Los hijos de la dichosa Ausonia tararean motivos fácilmente captados;
  mas ya es tarde. Odesa duerme y la noche es cálida: ni un soplo de
  aire agita el ambiente. La luna se eleva en el cielo, cubriéndolo de
  un tenue velo; todo está silencioso; sólo ruge el negro mar.

  Así vivía yo por aquel entonces en Odesa, entre amistades de paso,
  olvidado del tenebroso joven, héroe de mi novela. Onieguin no sostuvo
  jamás una amistad por correspondencia, y yo, por ser hombre feliz, no
  escribía nunca cartas. Figuraos mi sorpresa cuando le vi llegar a mi
  casa, como una aparición —¡sorpresa de mis amigos y alegría de mi
  parte!—. Mirándonos mutuamente, nos echamos a reír como los augures de
  Cicerón.

  Pero no bogamos mucho tiempo juntos por las orillas de las aguas
  euxinas; de nuevo nos separó el Destino. Onieguin, muy amargado y
  cansado de lo que había visto, volvió a las orillas del Neva, y yo me
  despedí de las jóvenes y lindas damas, de las sabrosas ostras del mar
  Negro, de la Ópera, de los oscuros palcos, para guarecerme a la sombra
  de los bosques del Trigorski. Mi llegada a esta lejana comarca del
  Norte fue triste. Cualquiera que sea el lugar desconocido que me
  designe el Destino, aunque muy cerca me esperase la muerte, siempre,
  en todos sitios, desde el fondo de mi alma, bendeciré a mis amigos.
  No, no, nunca olvidaré sus tiernas y queridas conversaciones; siempre
  seguiré soñando en medio de aquellos dulces prados y bosques, lugares
  solitarios y queridos en los que se conserva mi huella y en los que el
  viento guarda el sonido de mis cantos.

FIN DE EUGENIO ONIEGUIN



[Imagen del autor]

Aleksandr Serguéyevich Pushkin (Moscú, 1799 - San Petersburgo, 1837).
Poeta, dramaturgo y novelista ruso. Tal como solía ser habitual entre la
aristocracia rusa de principios del siglo XIX, su familia adoptó la
cultura francesa, por lo cual tanto él como sus hermanos recibieron una
educación basada en la lengua y la literatura francesas. A los doce años
fue admitido en el recientemente creado Liceo Imperial (que más tarde
pasó a llamarse Liceo Puskhin), y allí fue donde descubrió su vocación
poética.

Alentado por varios profesores, publicó sus primeros poemas en la
revista Vestnik Evropy. De tono romántico, en ellos se apreciaba la
influencia de los poetas rusos contemporáneos y de la poesía francesa de
los siglos XVII y XVIII. También en el Liceo inició la redacción de su
primera obra de envergadura, el poema romántico _Ruslan y Lyudmila_,
finalmente publicado en 1820.

Poco antes, en 1817, Pushkin había aceptado un empleo en San
Petersburgo, donde entró en contacto con un selecto círculo literario
que, progresivamente, se fue convirtiendo en un grupúsculo político
clandestino. También entró a formar parte de la Zel’onaja lampa (<<La luz
verde>>), otro movimiento de oposición al régimen zarista que a la postre
sería el germen del partido revolucionario que encabezó la rebelión de
1825.

Si bien su poesía, durante estos años de juventud, era más sentimental
que ideológica, algunos de los poemas escritos por entonces (_La
libertad_, 1817; _El pueblo_, 1819) llamaron la atención de los
servicios secretos zaristas, que quisieron leerlos sólo en clave
política. A consecuencia de ello, acusado de actividades subversivas,
fue obligado a exiliarse. Fue confinado en Ucrania primero y luego, en
Crimea, donde compuso varios de sus principales poemas: _El prisionero
del Cáucaso_ (1822); _Los hermanos bandoleros_ (1821-1822); _La fuente
de Bakhcisaraj_ (1824). En mayo de 1823 inició la redacción de su novela
en verso _Yevgeny Onegin_ (1833), en la que estuvo trabajando hasta
1831.

En 1824, las autoridades rusas interceptaron una carta dirigida a un
amigo en la cual se declaraba ateo, por lo que sufrió un nuevo
extrañamiento, en esta ocasión en Pskov, donde su familia tenía varias
posesiones. Dedicó los dos años que permaneció en Pskov a estudiar
historia y a recopilar cuentos y relatos tradicionales. Todo ello quedó
reflejado en su obra, en la que se aprecia un creciente interés por la
literatura popular y un progresivo acercamiento hacia formas más propias
del realismo que del romanticismo. Son prueba de ello la tragedia _Borís
Godunov_ (1824-1825) y la continuación de _Yevgeny Onegin_.

En 1826 cursó una solicitud de visita ante Nicolás I, quien se vio
obligado a recibirlo, en parte porque tenía pruebas fehacientes de que
no había participado en las revueltas antizaristas de 1825, pues Pushkin
se hallaba a varios miles de kilómetros de Moscú, y en parte porque no
deseaba que el poeta utilizara su ya consolidada popularidad para hacer
campaña antigubernamental. Tras la entrevista, el zar accedió a
concederle el perdón, pero con la condición de que él mismo, Nicolás I,
se convertiría en adelante en su censor particular.

En 1831 contrajo matrimonio con Natalia Goncharova. Mal recibido en los
ambientes cortesanos, debido a su peculiar personalidad y al radicalismo
de sus planteamientos ideológicos, escribió sus últimas obras
mayoritariamente en prosa: _Poltava_ (1829); _Relatos de Belkin_ (1830);
_El caballero de bronce_ (1833); _La hija del capitán_ (1836). Murió
joven, a consecuencia de las heridas sufridas en un duelo al cual le
incitaron varios de sus enemigos, pero a su muerte se le consideraba ya
el padre de la lengua literaria rusa y el fundador de la literatura rusa
moderna.



NOTAS


^([1]) 1820. Poema heroico-cómico, imitado del Ariosto. <<

^([2]) Famoso parque de San Petersburgo. <<

^([3]) Henry de Jomin (1779-1869), general francés, autor de tratados de
táctica militar muy estimados. <<

^([4]) Héroe de tres novelas de Luvet de Couvray, cuyo asunto es de una
sutil amoralidad. <<

^([5]) Amigo de Pushkin, famoso _dandy_ petersburgués. <<

^([6]) Bailarina muy famosa de la época. <<

^([7]) Escritor satírico de la época de Catalina II, autor de _El
brigadier Neclorosel_ (burla de los provincianos). <<

^([8]) Célebre bailarina de la época. <<

^([9]) Coche de caballos de alquiler. <<

^([10]) Barrio de Petersburgo donde vive la gente pobre. <<

^([11]) Coche rápido. <<

^([12]) El autor, por parte de su madre, era de origen africano (el
árabe de Pedro el Grande). <<

^([13]) Escrito en Odesa durante su destierro. <<

^([14]) Sitio en que vivía la gente elegante de San Petersburgo. <<

^([15]) Impuesto que cada siervo pagaba al señor. <<

^([16]) Pago total y colectivo de todos los siervos al señor. <<

^([17]) Sota de la baraja francesa. <<

^([18]) Uno de los héroes de los cuentos rusos. <<

^([19]) Diminutivo de nodriza. <<

^([20]) Juego de carreras. <<

^([21]) Paula, nombre muy corriente y vulgar en Rusia. <<

^([22]) Plato típico ruso. <<

^([23]) Especie de ronda o de corro. <<

^([24]) Bebida típica rusa. <<

^([25]) Alusión a las palabras de Shakespeare en _Hamlet_. <<

^([26]) Batalla de la guerra ruso-turca, que tuvo lugar en 1787, y en la
que tomó parte el mariscal Suvorof. Se acuñó una medalla en
conmemoración. <<

^([27]) Prenda de vestir típica rusa. <<

^([28]) Periódico de entonces, editado por Iznailoff con bastante
irregularidad. Una vez el editor se excusó al público, diciendo que el
día anterior no lo había publicado porque era fiesta y la había
festejado. <<

^([29]) Poeta de la época de Catalina II. Escribió _Duchenka_, poema
lírico que obtuvo gran éxito. <<

^([30]) Clase de champaña. <<

^([31]) Coche cubierto. <<

^([32]) Traje típico de los cocheros. <<

^([33]) E. A. Bariatenski (1800-1844). Pushkin se refiere aquí a la
descripción de invierno en _Edola_. <<

^([34]) Nombre muy vulgar que sólo se usa entre la gente campesina. <<

^([35]) Construcción típicamente rusa, compuesta de varias estancias;
sirve para lavarse, pero también tiene sitio para descansar y comer. <<

^([36]) Personaje de la balada de Jukovski que quiso conocer su destino
y a causa de lo cual sufrió terribles peripecias. <<

^([37]) Coche sobre patines. <<

^([38]) Plato típico ruso, especie de pastel de hojaldre relleno de
carne o de verdura. <<

^([39]) Pintor italiano (1578-1660), discípulo de Carrache. <<

^([40]) Diminutivo de Olga. <<

^([41]) Medida rusa que equivale a 2136 metros. <<

^([42]) Escritor y amigo de Pushkin (1798-1831). <<

^([43]) Especie de alpargata, hecha de corteza de álamo tejida, que
llevan los campesinos. Calzado típico. <<

^([44]) Autor de numerosas obras domésticas. <<

^([45]) Noble sin título. <<

^([46]) Significa _tonto_; es un juego de cartas ruso. <<

^([47]) Madrecita; _invierno_ es femenino en ruso. <<

^([48]) Coche particular de caballos, montado sobre patines. <<

^([49]) Medida de longitud, equivalente a 1067 metros. <<

^([50]) Provincia del Turquestán ruso. <<

^([51]) Pan y sal que se ofrecía, en señal de bienvenida, al forastero.
<<

^([52]) Especie de pan dulce sazonado de especias. <<

^([53]) Raza de perro. <<

^([54]) Palacio destinado a las fiestas de los nobles. <<

^([55]) Heroína de una leyenda de Bürger. Edgar Allan Poe (1809-1849)
tiene un cuento intitulado _Eleonora_, pero ninguno de los dos insignes
poetas y narradores llegó a conocer la obra del otro. <<

^([56]) Título de una poesía de Pushkin. <<

^([57]) Protagonista de una comedia de Griboyedov (_La desgracia de ser
inteligente_), autor de la época de Pushkin. <<

^([58]) Transformador de palabras intraducibles en neologismos rusos. <<

^([59]) Sopa típicamente rusa, a base de pescado; la mejor es la de
esturión. <<

^([60]) Manjar típico ruso, compuesto de toda clase de cereales. <<

^([61]) Baile popular ruso. <<

^([62]) Sopa típicamente rusa, hecha de carne y repollo. <<

^([63]) Medida de longitud; equivale a un tercio de metro. <<