El Sabueso de los
   Baskerville

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   Por

   Arthur Conan Doyle



   - Maquetado por SherlockHolmes.page -











   La idea para este relato me la proporcionó mi amigo, el señor Fletcher
   Robinson, que me ha ayudado además en la línea argumental y en los
   detalles de ambientación.


   Arthur Conan Doyle

   - 1 -
   El señor Sherlock Holmes



   El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se levantaba muy tarde,
   excepto en las ocasiones nada infrecuentes en que no se acostaba en
   toda la noche, estaba desayunando. Yo, que me hallaba de pie junto a la
   chimenea, me agaché para recoger el bastón olvidado por nuestro
   visitante de la noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y
   con un abultamiento a modo de empuñadura, era del tipo que se conoce
   como «abogado de Penang». Inmediatamente debajo de la protuberancia el
   bastón llevaba una ancha tira de plata, de más de dos centímetros, en
   la que estaba grabado «A James Mortimer, MRCS(Miembro del Real Colegio
   de Cirujanos), de sus amigos de CCH», y el año, « 1884». Era
   exactamente la clase de bastón que solían llevar los médicos de
   cabecera a la antigua usanza: digno, sólido y que inspiraba confianza.


   —Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones llega?


   Holmes me daba la espalda, y yo no le había dicho en qué me ocupaba.


   —¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a creer que tiene usted ojos en
   el cogote.


   —Lo que tengo, más bien, es una reluciente cafetera con baño de plata
   delante de mí —me respondió—. Vamos, Watson, dígame qué opina del
   bastón de nuestro visitante. Puesto que hemos tenido la desgracia de no
   coincidir con él e ignoramos qué era lo que quería, este recuerdo
   fortuito adquiere importancia. Descríbame al propietario con los datos
   que le haya proporcionado el examen del bastón.


   —Me parece —dije, siguiendo hasta donde me era posible los métodos de
   mi compañero— que el doctor Mortimer es un médico entrado en años y
   prestigioso que disfruta de general estimación, puesto que quienes lo
   conocen le han dado esta muestra de su aprecio.


   —¡Bien! —dijo Holmes—. ¡Excelente!


   —También me parece muy probable que sea médico rural y que haga a pie
   muchas de sus visitas. —¿Por qué dice eso?


   —Porque este bastón, pese a su excelente calidad, está tan
   baqueteado(golpeado reiteradas veces) que difícilmente imagino a un
   médico de ciudad llevándolo. El grueso regatón(casquillo para evitar el
   desgaste con el suelo)  de hierro está muy gastado, por lo que es
   evidente que su propietario ha caminado mucho con él.


   —¡Un razonamiento perfecto! —dijo Holmes.


   —Y además no hay que olvidarse de los «amigos de CCH». Imagino que se
   trata de una asociación local de cazadores(Watson cree que la H es de
   caza,  hunt en inglés), a cuyos miembros es posible que haya atendido
   profesionalmente y que le han ofrecido en recompensa este pequeño
   obsequio.


   —A decir verdad se ha superado usted a sí mismo —dijo Holmes, apartando
   la silla de la mesa del desayuno y encendiendo un cigarrillo—. Me veo
   obligado a confesar que, de ordinario, en los relatos con los que ha
   tenido usted a bien recoger mis modestos éxitos, siempre ha subestimado
   su habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero sin
   duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser genios
   poseen un notable poder de estímulo. He de reconocer, mi querido amigo,
   que estoy muy en deuda con usted.


   Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca tan elogioso, y debo
   reconocer que sus palabras me produjeron una satisfacción muy intensa,
   porque la indiferencia con que recibía mi admiración y mis intentos de
   dar publicidad a sus métodos me había herido en muchas ocasiones.
   También me enorgullecía pensar que había llegado a dominar su sistema
   lo bastante como para aplicarlo de una forma capaz de merecer su
   aprobación. Acto seguido Holmes se apoderó del bastón y lo examinó
   durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera despertado
   especialmente su interés, dejó el cigarrillo y se trasladó con el
   bastón junto a la ventana, para examinarlo de nuevo con una lente
   convexa.


   —Interesante, aunque elemental —dijo, mientras regresaba a su sitio
   preferido en el sofá—. Hay sin duda una o dos indicaciones en el bastón
   que sirven de base para varias deducciones.


   —¿Se me ha escapado algo? —pregunté con cierta presunción—. Confío en
   no haber olvidado nada importante. —Mucho me temo, mi querido Watson,
   que casi todas sus conclusiones son falsas. Cuando he dicho que me ha
   servido usted de estímulo me refería, si he de ser sincero, a que sus
   equivocaciones me han llevado en ocasiones a la verdad. Aunque tampoco
   es cierto que se haya equivocado usted por completo en este caso. Se
   trata sin duda de un médico rural que camina mucho.


   —Entonces tenía yo razón.


   —Hasta ahí, sí.


   —Pero sólo hasta ahí.


   —Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque eso no es todo, ni mucho
   menos. Yo consideraría más probable, por ejemplo, que un regalo a un
   médico proceda de un hospital y no de una asociación de cazadores, y
   que cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital, se nos
   ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.


   —Quizá tenga usted razón.


   —Las probabilidades se orientan en ese sentido. Y si adoptamos esto
   como hipótesis de trabajo, disponemos de un nuevo punto de partida
   desde donde dar forma a nuestro desconocido visitante.


   —De acuerdo; supongamos que «CCH» significa «hospital de Charing
   Cross»; ¿qué otras conclusiones se pueden sacar de ahí?


   —¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted conoce mis métodos.
   ¡Aplíquelos!


   —Sólo se me ocurre la conclusión evidente de que nuestro hombre ha
   ejercido su profesión en Londres antes de marchar al campo.


   —Creo que podemos aventurarnos un poco más. Véalo desde esta
   perspectiva. ¿En qué ocasión es más probable que se hiciera un regalo
   de esas características? ¿Cuándo se habrán puesto de acuerdo sus amigos
   para darle esa prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el
   doctor Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su propia
   consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se ha producido
   un cambio y que el doctor Mortimer ha pasado del hospital de la ciudad
   a una consulta en el campo. ¿Piensa que estamos llevando demasiado
   lejos nuestras deducciones si decimos que el regalo se hizo con motivo
   de ese cambio?


   —Parece probable, desde luego.


   —Observará usted, además, que no podía formar parte del personal
   permanente del hospital, ya que tan sólo se nombra para esos puestos a
   profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres, y un
   médico de esas características no se marcharía después a un pueblo.
   ¿Qué era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse
   incorporado al personal permanente, sólo podía ser cirujano o médico
   interno: poco más que estudiante posgraduado. Y se marchó hace cinco
   años; la fecha está en el bastón. De manera que su médico de cabecera,
   persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi querido Watson, y
   aparece en su lugar un joven que no ha cumplido aún la treintena,
   afable, poco ambicioso, distraído, y dueño de un perro por el que
   siente gran afecto y que describiré aproximadamente como más grande que
   un terrier pero más pequeño que un mastín.


   Yo me eché a reír con incredulidad mientras Sherlock Holmes se
   recostaba en el sofá y enviaba hacia el techo temblorosos anillos de
   humo.


   —En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de medios para
   rebatirlas — dije—, pero al menos no nos será difícil encontrar algunos
   datos sobre la edad y trayectoria profesional de nuestro hombre.


   Del modesto estante donde guardaba los libros relacionados con la
   medicina saqué el directorio médico y, al buscar por el apellido,
   encontré varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con nuestro
   visitante, por lo que procedí a leer en voz alta la nota biográfica.


   «Mortimer, James, MRCS, 1882, Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a
   1884 cirujano interno en el hospital de Charing Cross. En posesión del
   premio Jackson de patología comparada, gracias al trabajo titulado "¿Es
   la enfermedad una regresión?". Miembro correspondiente de la Sociedad
   Sueca de Patología. Autor de "Algunos fenómenos de atavismo" (Lancet,
   1882), "¿Estamos progresando?" (Journal of Psychology, marzo de 1883).
   Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y High Barrow».


   —No se menciona ninguna asociación de cazadores —comentó Holmes con una
   sonrisa maliciosa—; pero sí que nuestro visitante es médico rural, como
   usted dedujo atinadamente. Creo que mis deducciones están justificadas.
   Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no recuerdo mal,
   afable, poco ambicioso y distraído. Según mi experiencia, sólo un
   hombre afable recibe regalos de sus colegas, sólo un hombre sin
   ambiciones abandona una carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo
   una persona distraída deja el bastón en lugar de la tarjeta de visita
   después de esperar una hora.


   —¿Y el perro?


   —Está acostumbrado a llevarle el bastón a su amo. Como es un objeto
   pesado, tiene que sujetarlo con fuerza por el centro, y las señales de
   sus dientes son perfectamente visibles. La mandíbula del animal, como
   pone de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi opinión,
   demasiado ancha para un terrier y no lo bastante para un mastín. Podría
   ser..., sí, claro que sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.


   Holmes se había puesto en pie y paseaba por la habitación mientras
   hablaba. Finalmente se detuvo junto al hueco de la ventana. Había un
   tono tal de convicción en su voz que levanté la vista sorprendido.


   —¿Cómo puede estar tan seguro de eso?


   —Por la sencilla razón de que estoy viendo al perro delante de nuestra
   casa, y acabamos de oír cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se
   mueva, se lo ruego. Se trata de uno de sus hermanos de profesión, y la
   presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el momento dramático
   del destino, Watson: se oyen en la escalera los pasos de alguien que se
   dispone a entrar en nuestra vida y no sabemos si será para bien o para
   mal. ¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el científico, desea de
   Sherlock Holmes, el detective? ¡Adelante!


   El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para mí, dado que
   esperaba al típico médico rural y me encontré a un hombre muy alto y
   delgado, de nariz larga y ganchuda, disparada hacia adelante entre unos
   ojos grises y penetrantes, muy juntos, que centelleaban desde detrás de
   unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su profesión, pero
   de manera un tanto descuidada, porque su levita estaba sucia y los
   pantalones, raídos. Cargado de espaldas, aunque todavía joven, caminaba
   echando la cabeza hacia adelante y ofrecía un aire general de
   benevolencia corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el
   bastón que Holmes tenía entre las manos, por lo que se precipitó hacia
   él lanzando una exclamación de alegría.


   —¡Cuánto me alegro! —dijo—. No sabía si lo había dejado aquí o en la
   agencia marítima. Sentiría mucho perder ese bastón.


   —Un regalo, por lo que veo —dijo Holmes. —Así es.


   —¿Del hospital de Charing Cross?


   —De uno o dos amigos que tenía allí, con ocasión de mi matrimonio. —
   ¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad! —dijo Holmes, agitando la cabeza.


   —¿Cuál es la contrariedad?


   —Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras modestas deducciones.
   ¿Su matrimonio, ha dicho?


   —Sí, señor. Al casarme dejé el hospital, y con ello toda esperanza de
   abrir una consulta. Necesitaba un hogar. —Bien, bien; no estábamos tan
   equivocados, después de todo —dijo Holmes—. Y ahora, doctor James
   Mortimer...


   —No soy doctor; tan sólo un modesto MRCS.


   —Y persona amante de la exactitud, por lo que se ve.


   —Un simple aficionado a la ciencia, señor Holmes, coleccionista de
   conchas en las playas del gran océano de lo desconocido. Imagino que
   estoy hablando con el señor Sherlock Holmes y no...


   —No se equivoca; yo soy Sherlock Holmes y éste es mi amigo, el doctor
   Watson.


   —Encantado de conocerlo, doctor Watson. He oído mencionar su nombre
   junto con el de su amigo. Me interesa usted mucho, señor Holmes. No
   esperaba encontrarme con un cráneo tan dolicocéfalo(Que tiene una
   anchura menor del 75% de su longitud) ni con un arco supraorbital tan
   pronunciado. ¿Le importaría que recorriera con el dedo su fisura
   parietal? Un molde de su cráneo, señor mío, hasta que pueda disponerse
   del original, sería el orgullo de cualquier museo antropológico. No es
   mi intención parecer obsequioso, pero confieso que codicio su cráneo.


   Sherlock Holmes hizo un gesto con la mano para invitar a nuestro
   extraño visitante a que tomara asiento. — Veo que se entusiasma usted
   tanto con sus ideas como yo con las mías —dijo—. Y observo por su dedo
   índice que se hace usted mismo los cigarrillos. No dude en encender uno
   si así lo desea.


   El doctor Mortimer sacó papel y tabaco y lió un pitillo con
   sorprendente destreza. Sus dedos, largos y temblorosos, eran tan ágiles
   e inquietos como las antenas de un insecto.


   Holmes guardó silencio, pero la intensidad de su atención me demostraba
   el interés que despertaba en él nuestro curioso visitante.


   —Supongo —dijo finalmente—, que no debemos el honor de su visita de
   anoche y ésta de hoy exclusivamente a su deseo de examinar mi cráneo.


   —No, claro está; aunque también me alegro de haber tenido la
   oportunidad de hacerlo, he acudido a usted, señor Holmes, porque no se
   me oculta que soy una persona poco práctica y porque me enfrento de
   repente con un problema tan grave como singular. Y reconociendo, como
   yo lo reconozco, que es usted el segundo experto europeo mejor
   cualificado...


   —Ah. ¿Puedo preguntarle a quién corresponde el honor de ser el primero?
   — le interrumpió Holmes con alguna aspereza.


   —Para una persona amante de la exactitud y de la ciencia, el trabajo de
   monsieur Bertillon tendrá siempre un poderoso atractivo.


   —¿No sería mejor consultarle a él en ese caso?


   —He hablado de personas amantes de la exactitud y de la ciencia. Pero
   en cuanto a sentido práctico todo el mundo reconoce que carece usted de
   rival. Espero, señor mío, no haber...


   —Tan sólo un poco —dijo Holmes—. No estará de más, doctor Mortimer,
   que, sin más preámbulo, tenga la amabilidad de contarme en pocas
   palabras cuál es exactamente el problema para cuya resolución solicita
   mi ayuda.



   - 2 -
   La maldición de los Baskerville



   —Traigo un manuscrito en el bolsillo —dijo el doctor james Mortimer.


   —Lo he notado al entrar usted en la habitación —dijo Holmes.


   —Es un manuscrito antiguo.


   —Primera mitad del siglo XVIII, a no ser que se trate de una
   falsificación.


   — ¿Cómo lo sabe?


   —Los tres o cuatro centímetros que quedan al descubierto me han
   permitido examinarlo mientras usted hablaba. Una persona que no esté en
   condiciones de calcular la fecha de un documento con un margen de error
   de una década, más o menos, no es un experto. Tal vez conozca usted mi
   modesta monografía sobre el tema. Yo lo situaría hacia 1730.


   —La fecha exacta es 1742 —el doctor Mortimer sacó el manuscrito del
   bolsillo interior de la levita—. Sir Charles Baskerville, cuya
   repentina y trágica muerte hace unos tres meses causó tanto revuelo en
   Devonshire, confió a mi cuidado este documento de su familia. Quizá
   deba explicar que yo era amigo personal suyo además de su médico. Sir
   Charles, pese a ser un hombre resuelto, perspicaz, práctico y tan poco
   imaginativo como yo, consideraba este documento una cosa muy seria, y
   estaba preparado para que le sucediera lo que finalmente puso fin a su
   vida.


   Holmes extendió la mano para recibir el documento y lo alisó
   colocándoselo sobre la rodilla.


   —Fíjese usted, Watson, en el uso alternativo de la S larga y corta. Es
   uno de los indicios que me han permitido calcular la fecha.


   Por encima de su hombro contemplé el papel amarillento y la escritura
   ya borrosa. En el encabezamiento se leía: «Mansión de los Baskerville»
   y, debajo, con grandes números irregulares, « 1742».


   —Parece una declaración.


   —Sí, es una declaración acerca de cierta leyenda relacionada con la
   familia de los Baskerville. —Pero imagino que usted me quiere consultar
   acerca de algo más moderno y práctico.


   —De inmediata actualidad. Una cuestión en extremo práctica y urgente
   que hay que decidir en un plazo de veinticuatro horas. Pero el relato
   es breve y está íntimamente ligado con el problema. Con su permiso voy
   a proceder a leérselo.


   Holmes se recostó en el asiento, unió las manos por las puntas de los
   dedos y cerró los ojos con gesto de resignación. El doctor Mortimer
   volvió el manuscrito hacia la luz y leyó, con voz aguda, que se
   quebraba a veces, la siguiente narración, pintoresca y extraña al mismo
   tiempo.


   «Sobre el origen del sabueso de los Baskerville se han dado muchas
   explicaciones, pero como yo procedo en línea directa de Hugo
   Baskerville y la historia me la contó mi padre, que a su vez la supo de
   mi abuelo, la he puesto por escrito convencido de que todo sucedió
   exactamente como aquí se relata. Con ello quisiera convenceros, hijos
   míos, de que la misma Justicia que castiga el pecado puede también
   perdonarlo sin exigir nada a cambio, y que toda interdicción puede a la
   larga superarse gracias al poder de la oración y el arrepentimiento.
   Aprended de esta historia a no temer los frutos del pasado, sino, más
   bien, a ser circunspectos en el futuro, de manera que las horribles
   pasiones por las que nuestra familia ha sufrido hasta ahora tan
   atrozmente no se desaten de nuevo para provocar nuestra perdición.


   »Sabed que en la época de la gran rebelión (y mucho os recomiendo la
   historia que de ella escribió el sabio Lord Clarendon)ʼ el propietario
   de esta mansión de los Baskerville era un Hugo del mismo apellido, y no
   es posible ocultar que se trataba del hombre más salvaje, soez y sin
   Dios que pueda imaginarse. Todo esto, a decir verdad, podrían habérselo
   perdonado sus coetáneos, dado que los santos no han florecido nunca por
   estos contornos, si no fuera porque había además en él un gusto por la
   lascivia y la crueldad que lo hicieron tristemente célebre en todo el
   occidente del país. Sucedió que este Hugo dio en amar (si, a decir
   verdad, a una pasión tan tenebrosa se le puede dar un nombre tan
   radiante) a la hija de un pequeño terrateniente que vivía cerca de las
   propiedades de los Baskerville. Pero la joven, discreta y de buena
   reputación, evitaba siempre a Hugo por el temor que le inspiraba su
   nefasta notoriedad. Sucedió así que, un día de san Miguel, este
   antepasado nuestro, con cinco o seis de sus compañeros, tan ociosos
   como desalmados, llegaron a escondidas hasta la granja y secuestraron a
   la doncella, sabedores de que su padre y sus hermanos estaban ausentes.
   Una vez en la mansión, recluyeron a la doncella en un aposento del piso
   alto, mientras Hugo y sus amigos iniciaban una larga francachela, al
   igual que todas las noches. Lo más probable es que a la pobre chica se
   le trastornara el juicio al oír los cánticos y los gritos y los
   terribles juramentos que le llegaban desde abajo, porque dicen que las
   palabras que utilizaba Hugo Baskerville cuando estaba borracho
   bastarían para fulminar al hombre que las pronunciara. Finalmente,
   impulsada por el miedo, la muchacha hizo algo a lo que quizá no se
   hubiera atrevido el más valiente y ágil de los hombres, porque gracias
   a la enredadera que cubría (y todavía cubre) el lado sur de la casa,
   descendió hasta el suelo desde el piso alto, y emprendió el camino
   hacia su casa a través del páramo dispuesta a recorrer las tres leguas
   que separaban la mansión de la granja de su padre.


   »Sucedió que, algo más tarde, Hugo dejó a sus invitados para llevar
   alimento y bebida junto, quizá, con otras cosas peores a su cautiva,
   encontrándose vacía la jaula y desaparecido el pájaro. A partir de
   aquel momento, por lo que parece, el carcelero burlado dio la impresión
   de estar poseído por el demonio, porque bajó corriendo las escaleras
   para regresar al comedor, saltó sobre la gran mesa, haciendo volar por
   los aires jarras y fuentes, y dijo a grandes gritos ante todos los
   presentes que aquella misma noche entregaría cuerpo y alma a los
   poderes del mal si conseguía alcanzar a la muchacha. Y aunque a los
   juerguistas les espantó la furia de aquel hombre, hubo uno más perverso
   o, tal vez, más borracho que los demás, que propuso lanzar a los
   sabuesos en persecución de la doncella. Al oírlo Hugo salió corriendo
   de la casa y ordenó a gritos a sus criados que le ensillaran la yegua y
   soltaran la jauría; después de dar a los perros un pañuelo de la
   doncella, los puso inmediatamente sobre su pista para que, a la luz de
   la luna, la persiguieran por el páramo.


   »Durante algún tiempo los juerguistas quedaron mudos, incapaces de
   entender acontecimientos tan rápidos. Pero al poco salieron de su
   perplejidad e imaginaron lo que probablemente estaba a punto de
   suceder. El alboroto fue inmediato: quién pedía sus armas, quién su
   caballo y quién otra jarra de vino. A la larga, sin embargo, sus mentes
   enloquecidas recobraron un poco de sensatez, y todos, trece en total,
   montaron a caballo y salieron tras Hugo. La luna brillaba sobre sus
   cabezas y cabalgaron a gran velocidad, siguiendo el camino que la
   muchacha tenía que haber tomado para volver a su casa.


   »Habían recorrido alrededor de media legua cuando se cruzaron con uno
   de los pastores que guardaban durante la noche el ganado del páramo, y
   lo interrogaron a grandes voces, pidiéndole noticias de la partida de
   caza. Y aquel hombre, según cuenta la historia, aunque se hallaba tan
   dominado por el miedo que apenas podía hablar, contó por fin que había
   visto a la desgraciada doncella y a los sabuesos que seguían su pista.
   "Pero he visto más que eso — añadió—, porque también me he cruzado con
   Hugo Baskerville a lomos de su yegua negra, y tras él corría en
   silencio un sabueso infernal que nunca quiera Dios que llegue a
   seguirme los pasos”.


   »De manera que los caballeros borrachos maldijeron al pastor y
   siguieron adelante. Pero muy pronto se les heló la sangre en las venas,
   porque oyeron el ruido de unos cascos al galope y enseguida pasó ante
   ellos, arrastrando las riendas y sin jinete en la silla, la yegua negra
   de Hugo, cubierta de espuma blanca. A partir de aquel momento los
   juerguistas, llenos de espanto, siguieron avanzando por el páramo,
   aunque cada uno, si hubiera estado solo, habría vuelto grupas con
   verdadera alegría. Después de cabalgar más lentamente de esta guisa,
   llegaron finalmente a donde se encontraban los sabuesos. Los pobres
   animales, aunque afamados por su valentía y pureza de raza, gemían
   apiñados al comienzo de un hocino(terreno estrecho cerca de ríos de
   montaña), como nosotros lo llamamos, algunos escabulléndose y otros,
   con el pelo erizado y los ojos desorbitados, mirando fijamente el
   estrecho valle que tenían delante.


   »Los jinetes, mucho menos borrachos ya, como es fácil de suponer, que
   al comienzo de su expedición, se detuvieron. La mayor parte se negó a
   seguir adelante, pero tres de ellos, los más audaces o, tal vez, los
   más ebrios, continuaron hasta llegar al fondo del valle, que se
   ensanchaba muy pronto y en el que se alzaban dos de esas grandes
   piedras, que aún perduran en la actualidad, obra de pueblos olvidados
   de tiempos remotos. La luna iluminaba el claro y en el centro se
   encontraba la desgraciada doncella en el lugar donde había caído,
   muerta de terror y de fatiga. Pero no fue la vista de su cuerpo, ni
   tampoco del cadáver de Hugo Baskerville que yacía cerca, lo que hizo
   que a aquellos juerguistas temerarios se les erizaran los cabellos,
   sino el hecho de que, encima de Hugo y desgarrándole el cuello, se
   hallaba una espantosa criatura: una enorme bestia negra con forma de
   sabueso pero más grande que ninguno de los sabuesos jamás contemplados
   por ojo humano. Acto seguido, y en su presencia, aquella criatura
   infernal arrancó la cabeza de Hugo Baskerville, por lo que, al volver
   hacia ellos los ojos llameantes y las mandíbulas ensangrentadas, los
   tres gritaron empavorecidos y volvieron grupas desesperadamente, sin
   dejar de lanzar alaridos mientras galopaban por el páramo. Según se
   cuenta, uno de ellos murió aquella misma noche a consecuencia de lo que
   había visto, y los otros dos no llegaron a reponerse en los años que
   aún les quedaban de vida.


   »Ésa es la historia, hijos míos, de la aparición del sabueso que, según
   se dice, ha atormentado tan cruelmente a nuestra familia desde
   entonces. Lo he puesto por escrito, porque lo que se conoce con certeza
   causa menos terror que lo que sólo se insinúa o adivina. Como tampoco
   se puede negar que son muchos los miembros de nuestra familia que han
   tenido muertes desgraciadas, con frecuencia repentinas, sangrientas y
   misteriosas. Quizá podamos, sin embargo, refugiarnos en la bondad
   infinita de la Providencia, que no castigará sin motivo a los inocentes
   más allá de la tercera o la cuarta generación, que es hasta donde se
   extiende la amenaza de la Sagrada Escritura. A esa Providencia, hijos
   míos, os encomiendo ahora, y os aconsejo, como medida de precaución,
   que os abstengáis de cruzar el páramo durante las horas de oscuridad en
   las que triunfan los poderes del mal.


   »(De Hugo Baskerville para sus hijos Rodger y John, instándoles a que
   no digan nada de su contenido a Elizabeth, su hermana.) »


   Cuando el doctor Mortimer terminó de leer aquella singular narración,
   se alzó los lentes hasta colocárselos en la frente y se quedó mirando a
   Sherlock Holmes de hito en hito. Este último bostezó y arrojó al fuego
   la colilla del cigarrillo que había estado fumando.


   —¿Y bien? —dijo.


   —¿Le parece interesante?


   —Para un coleccionista de cuentos de hadas.


   El doctor Mortimer se sacó del bolsillo un periódico doblado.


   —Ahora, señor Holmes, voy a leerle una noticia un poco más reciente,
   publicada en el Devon County Chronicle del 14 de junio de este año. Es
   un breve resumen de la información obtenida sobre la muerte de Sir
   Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes.


   Mi amigo se inclinó un poco hacia adelante y su expresión se hizo más
   atenta. Nuestro visitante se ajustó las gafas y comenzó a leer:


   «El fallecimiento repentino de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se
   había mencionado como probable candidato del partido liberal en Mid
   Devon para las próximas elecciones, ha entristecido a todo el condado.
   Si bien Sir Charles había residido en la mansión de los Baskerville
   durante un periodo comparativamente breve, su simpatía y su
   extraordinaria generosidad le ganaron el afecto y el respeto de quienes
   lo trataron. En estos días de nuevos ricos es consolador encontrar un
   caso en el que el descendiente de una antigua familia venida a menos ha
   sido capaz de enriquecerse en el extranjero y regresar luego a la
   tierra de sus mayores para restaurar el pasado esplendor de su linaje.
   Sir Charles, como es bien sabido, se enriqueció mediante la
   especulación sudafricana. Más prudente que quienes siguen en los
   negocios hasta que la rueda de la fortuna se vuelve contra ellos, Sir
   Charles se detuvo a tiempo y regresó a Inglaterra con sus ganancias.
   Han pasado sólo dos años desde que estableciera su residencia en la
   mansión de los Baskerville y son de todos conocidos los ambiciosos
   planes de reconstrucción y mejora que han quedado trágicamente
   interrumpidos por su muerte. Dado que carecía de hijos, su deseo,
   públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiara, en vida
   suya, de su buena fortuna, y serán muchos los que tengan razones
   personales para lamentar su prematura desaparición. Las columnas de
   este periódico se han hecho eco con frecuencia de sus generosas
   donaciones a obras caritativas tanto locales como del condado.


   »No puede decirse que la investigación efectuada haya aclarado por
   completo las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles,
   pero, al menos, se ha hecho luz suficiente como para poner fin a los
   rumores a que ha dado origen la superstición local. No hay razón alguna
   para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginar que el
   fallecimiento no obedezca a causas naturales. Sir Charles era viudo y
   quizá también persona un tanto excéntrica en algunas cuestiones. A
   pesar de su considerable fortuna, sus gustos eran muy sencillos y
   contaba únicamente, para su servicio personal, con el matrimonio
   apellidado Barrymore: el marido en calidad de mayordomo y la esposa
   como ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos,
   ha servido para poner de manifiesto que la salud de Sir Charles
   empeoraba desde hacía algún tiempo y, de manera especial, que le
   aquejaba una afección cardíaca con manifestaciones como palidez, ahogos
   y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo
   y médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.


   »Los hechos se relatan sin dificultad. Sir Charles tenía por costumbre
   pasear todas las noches, antes de acostarse, por el famoso paseo de los
   Tejos de la mansión de los Baskerville. El testimonio de los Barrymore
   confirma esa costumbre. El cuatro de junio Sir Charles manifestó su
   intención de emprender viaje a Londres al día siguiente, y encargó a
   Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió como de
   ordinario a dar su paseo nocturno, durante el cual tenía por costumbre
   fumarse un cigarro habano, pero nunca regresó. A las doce, al encontrar
   todavía abierta la puerta principal, el mayordomo se alarmó y, después
   de encender una linterna, salió en busca de su señor. Había llovido
   durante el día, y no le fue difícil seguir las huellas de Sir Charles
   por el paseo de los Tejos. Hacia la mitad del recorrido hay un portillo
   para salir al páramo. Sir Charles, al parecer, se detuvo allí algún
   tiempo. El mayordomo siguió paseo adelante y en el extremo que queda
   más lejos de la mansión encontró el cadáver. Según el testimonio de
   Barrymore, las huellas de su señor cambiaron de aspecto más allá del
   portillo que da al páramo, ya que a partir de entonces anduvo al
   parecer de puntillas. Un tal Murphy, gitano tratante en caballos, no se
   encontraba muy lejos en aquel momento, pero, según su propia confesión,
   estaba borracho. Murphy afirma que oyó gritos, pero es incapaz de
   precisar de dónde procedían. En la persona de Sir Charles no se
   descubrió señal alguna de violencia y aunque el testimonio del médico
   señala una distorsión casi increíble de los rasgos faciales —hasta el
   punto de que, en un primer momento, el doctor Mortimer se negó a creer
   que fuera efectivamente su amigo y paciente—, pudo saberse que se trata
   de un síntoma no del todo infrecuente en casos de disnea(dificultad
   respiratoria) y de muerte por agotamiento cardíaco. Esta explicación se
   vio corroborada por el examen post mortem, que puso de manifiesto una
   enfermedad orgánica crónica, y el veredicto del jurado al que informó
   el juez de instrucción estuvo en concordancia con las pruebas médicas.
   Hemos de felicitarnos de que haya sido así, porque, evidentemente, es
   de suma importancia que el heredero de Sir Charles se instale en la
   mansión y prosiga la encomiable tarea tan tristemente interrumpida. Si
   los prosaicos hallazgos del juez de instrucción no hubieran puesto fin
   a las historias románticas susurradas en conexión con estos sucesos,
   podría haber resultado difícil encontrar un nuevo ocupante para la
   mansión de los Baskerville. Según se sabe, el pariente más próximo de
   Sir Charles es el señor Henry Baskerville, hijo de su hermano menor, en
   el caso de que aún siga con vida. La última vez que se tuvo noticias de
   este joven se hallaba en Estados Unidos, y se están haciendo las
   averiguaciones necesarias para informarle de lo sucedido.»


   El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el
   bolsillo.


   —Ésos son, señor Holmes, los hechos en conexión con la muerte de Sir
   Charles Baskerville que han llegado a conocimiento de la opinión
   pública.


   —Tengo que agradecerle —dijo Sherlock Holmes— que me haya informado
   sobre un caso que presenta sin duda algunos rasgos de interés. Recuerdo
   haber leído, cuando murió Sir Charles, algunos comentarios
   periodísticos, pero estaba muy ocupado con el asunto de los
   camafeos(colgante con una talla en su interior) del Vaticano y, llevado
   de mi deseo de complacer a Su Santidad, perdí contacto con varios casos
   muy interesantes de mi país. ¿Dice usted que ese artículo contiene
   todos los hechos de conocimiento público?


   —Así es.


   —En ese caso, infórmeme de los privados —recostándose en el sofá,
   Sherlock Holmes volvió a unir las manos por las puntas de los dedos y
   adoptó su expresión más impasible y juiciosa.


   —Al hacerlo —explicó el doctor Mortimer, que empezaba a dar la
   impresión de estar muy emocionado— me dispongo a contarle algo que no
   he revelado a nadie. Mis motivos para ocultarlo durante la
   investigación del juez de instrucción, son que un hombre de ciencia no
   puede adoptar públicamente una posición que, en apariencia, podría
   servir de apoyo a la superstición. Me impulsó además el motivo
   suplementario de que, como dice el periódico, la mansión de los
   Baskerville permanecería sin duda deshabitada si contribuyéramos de
   algún modo a confirmar su reputación, ya de por sí bastante siniestra.
   Por esas dos razones me pareció justificado decir bastante menos de lo
   que sabía, dado que no se iba a obtener con ello ningún beneficio
   práctico, mientras que ahora, tratándose de usted, no hay motivo alguno
   para que no me sincere por completo.


   »El páramo está muy escasamente habitado, y los pocos vecinos con que
   cuenta se visitan con frecuencia. Esa es la razón de que yo viera a
   menudo a Sir Charles Baskerville. Con la excepción del señor Frankland,
   de la mansión Lafter, y del señor Stapleton, el naturalista, no hay
   otras personas educadas en muchos kilómetros a la redonda. Sir Charles
   era un hombre reservado, pero su enfermedad motivó que nos tratáramos,
   y la coincidencia de nuestros intereses científicos contribuyó a
   reforzar nuestra relación. Había traído abundante información
   científica de África del Sur, y fueron muchas las veladas que pasamos
   conversando agradablemente sobre la anatomía comparada del bosquimano y
   del hotentote(etnias africanas de baja estatura y un lenguaje muy
   particular que incluye chasquidos y cliqueos).


   »En el transcurso de los últimos meses advertí, cada vez con mayor
   claridad, que el sistema nervioso de Sir Charles estaba sometido a una
   tensión casi insoportable. Se había tomado tan excesivamente en serio
   la leyenda que acabo de leerle que, si bien paseaba por los jardines de
   su propiedad, nada le habría impulsado a salir al páramo durante la
   noche. Por increíble que pueda parecerle, señor Holmes, estaba
   convencido de que pesaba sobre su familia un destino terrible y, a
   decir verdad, la información de que disponía acerca de sus antepasados
   no invitaba al optimismo. Le obsesionaba la idea de una presencia
   horrorosa, y en más de una ocasión me preguntó si durante los
   desplazamientos que a veces realizo de noche por motivos profesionales
   había visto alguna criatura extraña o había oído los ladridos de un
   sabueso. Esta última pregunta me la hizo en varias ocasiones y siempre
   con una voz alterada por la emoción.


   »Recuerdo muy bien un día, aproximadamente tres semanas antes del fatal
   desenlace, en que llegué a su casa ya de noche. Sir Charles estaba
   casualmente junto a la puerta principal. Yo había bajado de mi calesa
   y, al dirigirme hacia él, advertí que sus ojos, fijos en algo situado
   por encima de mi hombro, estaban llenos de horror. Al volverme sólo
   tuve tiempo de vislumbrar lo que me pareció una gran ternera negra que
   cruzaba por el otro extremo del paseo. Mi anfitrión estaba tan excitado
   y alarmado que tuve que trasladarme al lugar exacto donde había visto
   al animal y buscarlo por los alrededores, pero había desaparecido,
   aunque el incidente pareció dejar una impresión penosísima en su
   imaginación. Le hice compañía durante toda la velada y fue en aquella
   ocasión, y para explicarme la emoción de la que había sido presa,
   cuando confió a mi cuidado la narración que le he leído al comienzo de
   mi visita. Menciono este episodio insignificante porque adquiere cierta
   importancia dada la tragedia posterior, aunque por entonces yo
   estuviera convencido de que se trataba de algo perfectamente trivial y
   de que la agitación de mi amigo carecía de fundamento.


   »Sir Charles se disponía a venir a Londres por consejo mío. Yo sabía
   que estaba enfermo del corazón y que la ansiedad constante en que
   vivía, por quiméricos(fabuloso, imaginado) que fueran los motivos,
   tenía un efecto muy negativo sobre su salud. Me pareció que si se
   distraía durante unos meses en la gran metrópoli londinense se
   restablecería. El señor Stapleton, un amigo común, a quien también
   preocupaba mucho su estado de salud, era de la misma opinión. Y en el
   último momento se produjo la terrible catástrofe.


   »La noche de la muerte de Sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que fue
   quien descubrió el cadáver, envió a Perkins, el mozo de cuadra, a
   caballo en mi busca, y dado que no me había acostado aún pude
   presentarme en la mansión menos de una hora después. Comprobé de
   visu(lat. Con los propios ojos) todos los hechos que más adelante se
   mencionaron en la investigación. Seguí las huellas, camino adelante,
   por el paseo de los Tejos y vi el lugar, junto al portillo que da al
   páramo, donde Sir Charles parecía haber estado esperando y advertí el
   cambio en la forma de las huellas a partir de aquel momento, así como
   la ausencia de otras huellas distintas de las de Barrymore sobre la
   arena blanda; finalmente examiné cuidadosamente el cuerpo, que nadie
   había tocado antes de mi llegada. Sir Charles yacía boca abajo, con los
   brazos extendidos, los dedos hundidos en el suelo y las facciones tan
   distorsionadas por alguna emoción fuerte que difícilmente hubiera
   podido afirmar bajo juramento que se trataba del propietario de la
   mansión de los Baskerville. No había, desde luego, lesión corporal de
   ningún tipo. Pero Barrymore hizo una afirmación incorrecta durante la
   investigación. Dijo que no había rastro alguno en el suelo alrededor
   del cadáver. El mayordomo no observó ninguno, pero yo sí. Se encontraba
   a cierta distancia, pero era reciente y muy claro».


   —¿Huellas? —Huellas.


   —¿De un hombre o de una mujer?


   El doctor Mortimer nos miró extrañamente durante un instante y su voz
   se convirtió casi en un susurro al contestar:


   —Señor Holmes, ¡eran las huellas de un sabueso gigantesco!


   - 3 -
   El problema



   Confieso que sentí un escalofrío al oír aquellas palabras. El
   estremecimiento en la voz del doctor mostraba que también a él le
   afectaba profundamente lo que acababa de contarnos. La emoción hizo que
   Holmes se inclinara hacia adelante y que apareciera en sus ojos el
   brillo duro e impasible que los iluminaba cuando algo le interesaba
   vivamente.


   —¿Las vio usted?


   —Tan claramente como estoy viéndolo a usted.


   —¿Y no dijo nada?


   —¿Para qué?


   —¿Cómo es que nadie más las vio?


   —Las huellas estaban a unos veinte metros del cadáver y nadie se ocupó
   de ellas. Supongo que yo habría hecho lo mismo si no hubiera conocido
   la leyenda.


   —¿Hay muchos perros pastores en el páramo?


   —Sin duda, pero en este caso no se trataba de un pastor.


   —¿Dice usted que era grande?


   —Enorme.


   —Pero, ¿no se había acercado al cadáver?


   —No.


   —¿Qué tiempo hacía aquella noche?


   —Húmedo y frío.


   —¿Pero no llovía?


   —No.


   —¿Cómo es el paseo?


   —Hay dos hileras de tejos muy antiguos que forman un seto impenetrable
   de cuatro metros de altura. El paseo propiamente tal tiene unos tres
   metros de ancho.


   —¿Hay algo entre los setos y el paseo?


   —Sí, una franja de césped de dos metros de ancho a cada lado.


   —¿Es exacto decir que el seto que forman los tejos queda cortado por un
   portillo? —Sí; el portillo que da al páramo.


   —¿Existe alguna otra comunicación? —Ninguna.


   —¿De manera que para llegar al paseo de los Tejos hay que venir de la
   casa o bien entrar por el portillo del páramo?


   —Hay otra salida a través del pabellón de verano en el extremo que
   queda más lejos de la casa.


   —¿Había llegado hasta allí Sir Charles?


   —No; se encontraba a unos cincuenta metros.


   —Dígame ahora, doctor Mortimer, y esto es importante, las huellas que
   usted vio ¿estaban en el camino y no en el césped?


   —En el césped no se marcan las huellas.


   —¿Estaban en el lado del paseo donde se encuentra el portillo?


   —Sí; al borde del camino y en el mismo lado.


   —Me interesa extraordinariamente lo que cuenta. Otro punto más: ¿estaba
   cerrado el portillo? —Cerrado y con el candado puesto.


   —¿Qué altura tiene? —Algo más de un metro.


   —En ese caso, cualquiera podría haber pasado por encima.


   —Efectivamente.


   —Y, ¿qué señales vio usted junto al portillo?


   —Ninguna especial.


   —¡Dios del cielo! ¿Nadie lo examinó?


   —Lo hice yo mismo.


   —¿Y no encontró nada?


   —Resultaba todo muy confuso. Sir Charles, no hay duda, permaneció allí
   por espacio de cinco o diez minutos.


   —¿Cómo lo sabe?


   —Porque se le cayó dos veces la ceniza del cigarro.


   —¡Excelente! He aquí, Watson, un colega de acuerdo con nuestros gustos.
   Pero, ¿y las huellas?


   —Sir Charles había dejado las suyas repetidamente en una pequeña
   porción del camino y no pude descubrir ninguna otra.


   Sherlock Holmes se golpeó la rodilla con la mano en un gesto de
   impaciencia.


   —¡Ah, si yo hubiera estado allí! —exclamó—. Se trata de un caso de
   extraordinario interés, que ofrece grandes oportunidades al experto
   científico. Ese paseo, en el que tanto se podría haber leído, hace ya
   tiempo que ha sido emborronado por la lluvia y desfigurado por los
   zuecos de campesinos curiosos. ¿Por qué no me llamó usted, doctor
   Mortimer? Ha cometido un pecado de omisión.


   —No me era posible llamarlo, señor Holmes, sin revelar al mundo los
   hechos que acabo de contarle, y ya he dado mis razones para desear no
   hacerlo. Además...


   —¿Por qué vacila usted?


   —Existe una esfera que escapa hasta al más agudo y experimentado de los
   detectives.


   —¿Quiere usted decir que se trata de algo sobrenatural?


   —No lo he afirmado.


   —No, pero es evidente que lo piensa.


   —Desde que sucedió la tragedia, señor Holmes, han llegado a
   conocimiento mío varios incidentes difíciles de reconciliar con el
   orden natural.


   —¿Por ejemplo?


   —He descubierto que antes del terrible suceso varias personas vieron en
   el páramo a una criatura que coincide con el demonio de Baskerville, y
   no es posible que se trate de ningún animal conocido por la ciencia.
   Todos describen a una enorme criatura, luminosa, horrible y espectral.
   He interrogado a esas personas, un campesino con gran sentido práctico,
   un herrero y un agricultor del páramo, y los tres cuentan la misma
   historia de una espantosa aparición, que se corresponde exactamente con
   el sabueso infernal de la leyenda. Le aseguro que se ha instaurado el
   reinado del terror en el distrito y que apenas hay nadie que cruce el
   páramo de noche.


   —Y usted, un profesional de la ciencia, ¿cree que se trata de algo
   sobrenatural?


   —Ya no sé qué creer.


   Holmes se encogió de hombros.


   —Hasta ahora he limitado mis investigaciones a este mundo —dijo—.
   Combato el mal dentro de mis modestas posibilidades, pero enfrentarse
   con el Padre del Mal en persona quizá sea una tarea demasiado
   ambiciosa. Usted admite, sin embargo, que las huellas son corpóreas.


   —El primer sabueso era lo bastante corpóreo para desgarrar la garganta
   de un hombre sin dejar por ello de ser diabólico.


   —Ya veo que se ha pasado usted con armas y bagajes al sobrenaturalismo.
   Pero dígame una cosa, doctor Mortimer, si es ésa su opinión, ¿por qué
   ha venido a consultarme? Me dice usted que es inútil investigar la
   muerte de Sir Charles y al mismo tiempo quiere que lo haga.


   —No he dicho que quiera que lo haga.


   —En ese caso, ¿cómo puedo ayudarle?


   —Aconsejándome sobre lo que debo hacer con Sir Henry Baskerville, que
   llega a la estación de Waterloo —el doctor Mortimer consultó su reloj—
   dentro de hora y cuarto exactamente.


   —¿Es el heredero?


   —Sí. Al morir Sir Charles hicimos indagaciones acerca de ese joven, y
   se descubrió que se había consagrado a la agricultura en Canadá. De
   acuerdo con los informes que hemos recibido se trata de un excelente
   sujeto desde todos los puntos de vista. Ahora no hablo como médico sino
   en calidad de fideicomisario y albacea(según el testamento del
   fallecido, la persona encargada de hacer valer su voluntad y repartir
   su herencia tras su muerte) de Sir Charles.


   —¿No hay ningún otro demandante, supongo?


   —Ninguno. El único familiar que pudimos rastrear, además de él, fue
   Rodger Baskerville, el menor de los tres hermanos de los que Sir
   Charles era el de más edad. El segundo, que murió joven, era el padre
   de este muchacho, Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la
   familia. Procedía de la vieja cepa autoritaria de los Baskerville y,
   según me han contado, era la viva imagen del retrato familiar del viejo
   Hugo. Su situación se complicó lo bastante como para tener que huir de
   Inglaterra y dar con sus huesos en América Central, donde murió de
   fiebre amarilla en 1876. Henry es el último de los Baskerville. Dentro
   de una hora y cinco minutos me reuniré con él en la estación de
   Waterloo. He sabido por un telegrama que llegaba esta mañana a
   Southampton. Y ésa es mi pregunta, señor Holmes, ¿qué me aconseja que
   haga con él?


   —¿Por qué tendría que renunciar a volver al hogar de sus mayores?


   —Parece lo lógico, ¿no es cierto? Y, sin embargo, si se considera que
   todos los Baskerville que van allí son víctimas de un destino cruel,
   estoy seguro de que si hubiera podido hablar conmigo antes de morir,
   Sir Charles me habría recomendado que no trajera a ese lugar horrible
   al último vástago de una antigua raza y heredero de una gran fortuna.
   No se puede negar, sin embargo, que la prosperidad de toda la zona, tan
   pobre y desolada, depende de su presencia. Todo lo bueno que ha hecho
   Sir Charles se vendrá abajo con estrépito si la mansión se queda vacía.
   Y ante el temor de dejarme llevar por mi evidente interés en el asunto,
   he decidido exponerle el caso y pedirle consejo.


   Holmes reflexionó unos instantes.


   —Dicho en pocas palabras, la cuestión es la siguiente: en opinión de
   usted existe un agente diabólico que hace de Dartmoor una residencia
   peligrosa para un Baskerville, ¿no es eso?


   —Al menos estoy dispuesto a afirmar que existen algunas pruebas en ese
   sentido.


   —Exacto. Pero, indudablemente, si su teoría sobrenatural es correcta,
   el joven en cuestión está tan expuesto al imperio del mal en Londres
   como en Devonshire. Un demonio con un poder tan localizado como el de
   una junta parroquial sería demasiado inconcebible.


   —Plantea usted la cuestión, señor Holmes, con una ligereza a la que
   probablemente renunciaría si entrara en contacto personal con estas
   cosas. Su punto de vista, por lo que se me alcanza, es que el joven
   Baskerville correrá en Devonshire los mismos peligros que en Londres.
   Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué recomendaría usted?


   —Lo que yo le recomiendo, señor mío, es que tome un coche, llame a su
   spaniel, que está arañando la puerta principal y siga su camino hasta
   Waterloo para reunirse con Sir Henry Baskerville.


   —¿Y después?


   —Después no le dirá nada hasta que yo tome una decisión sobre este
   asunto.


   —¿Cuánto tiempo necesitará?


   —Veinticuatro horas. Le agradeceré mucho, doctor Mortimer, que mañana a
   las diez en punto de la mañana venga a visitarme; también será muy útil
   para mis planes futuros que traiga consigo a Sir Henry Baskerville.


   —Así lo haré, señor Holmes.


   Garrapateó los detalles de la cita en el puño de la camisa y, con su
   manera distraída y un tanto peculiar de persona corta de vista, se
   apresuró a abandonar la habitación. Holmes, que recordó algo de pronto,
   logró detenerlo en el descansillo.


   —Una última pregunta, doctor Mortimer. ¿Ha dicho usted que antes de la
   muerte de Sir Charles varias personas vieron esa aparición en el
   páramo?


   —Tres exactamente.


   —¿Se sabe de alguien que la haya visto después?


   —No ha llegado a mis oídos.


   —Muchas gracias. Buenos días.


   Holmes regresó a su asiento con un gesto sereno de satisfacción
   interior del que podía deducirse que tenía delante una tarea que le
   agradaba.


   —¿Va usted a salir, Watson?


   —Únicamente si no puedo serle de ayuda.


   —No, mi querido amigo, es en el momento de la acción cuando me dirijo a
   usted en busca de ayuda. Pero esto que acabamos de oír es espléndido,
   realmente único desde varios puntos de vista. Cuando pase por
   Bradleyʼs, ¿será tan amable de pedirle que me envíe una libra de la
   picadura más fuerte que tenga? Muchas gracias. También le agradecería
   que organizara sus ocupaciones para no regresar antes de la noche. Para
   entonces me agradará mucho comparar impresiones acerca del
   interesantísimo problema que se ha presentado esta mañana a nuestra
   consideración.


   Yo sabía que a Holmes le eran muy necesarios la reclusión y el
   aislamiento durante las horas de intensa concentración mental en las
   que sopesaba hasta los indicios más insignificantes y elaboraba
   diversas teorías que luego contrastaba para decidir qué puntos eran
   esenciales y cuáles carecían de importancia. De manera que pasé el día
   en mi club y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las
   nueve cuando abrí de nuevo la puerta de la sala de estar.


   Mi primera impresión fue que se había declarado un incendio, porque
   había tanto humo en el cuarto que apenas se distinguía la luz de la
   lámpara situada sobre la mesa. Nada más entrar, sin embargo, se
   disiparon mis temores, porque el picor que sentí en la garganta y que
   me obligó a toser procedía del humo acre de un tabaco muy fuerte y
   áspero. A través de la neblina tuve una vaga visión de Holmes en bata,
   hecho un ovillo en un sillón y con la pipa de arcilla negra entre los
   labios. A su alrededor había varios rollos de papel.


   —¿Se ha resfriado, Watson?


   —No; es esta atmósfera irrespirable.


   —Supongo que está un poco cargada, ahora que usted lo menciona.


   —¡Un poco cargada! Es intolerable.


   —¡Abra la ventana entonces! Se ha pasado usted todo el día en el club,
   por lo que veo. —¡Mi querido Holmes! —¿Estoy en lo cierto?


   —Desde luego, pero ¿cómo...?


   A Holmes le hizo reír mi expresión de desconcierto.


   —Hay en usted cierta agradable inocencia, Watson, que convierte en un
   placer el ejercicio, a costa suya, de mis modestas facultades de
   deducción. Un caballero sale de casa un día lluvioso en el que las
   calles se llenan de barro y regresa por la noche inmaculado, con el
   brillo del sombrero y de los zapatos todavía intacto. Eso significa que
   no se ha movido en todo el tiempo. No es un hombre que tenga amigos
   íntimos. ¿Dónde puede haber estado, por lo tanto? ¿No es evidente?


   —Sí, bastante.


   —El mundo está lleno de cosas evidentes en las que nadie se fija ni por
   casualidad. ¿Dónde se imagina usted que he estado yo?


   —Tampoco se ha movido.


   —Muy al contrario, porque he estado en Devonshire. —¿En espíritu?


   —Exactamente. Mi cuerpo se ha quedado en este sillón y, en mi ausencia,
   siento comprobarlo, ha consumido el contenido de dos cafeteras de buen
   tamaño y una increíble cantidad de tabaco. Después de que usted se
   marchara pedí que me enviaran de Stanfordʼs un mapa oficial de esa
   parte del páramo y mi espíritu se ha pasado todo el día suspendido
   sobre él. Creo estar en condiciones de recorrerlo sin perderme.


   —Un mapa a gran escala, supongo.


   —A grandísima escala —Holmes procedió a desenrollar una sección,
   sosteniéndola sobre la rodilla—. Aquí tiene usted el distrito concreto
   que nos interesa. Es decir, con la mansión de los Baskerville en el
   centro.


   —¿Y un bosque alrededor?


   —Exactamente. Me imagino que el paseo de los Tejos, aunque no está
   señalado con ese nombre, debe de extenderse a lo largo de esta línea,
   con el páramo, como puede usted ver, a la derecha. Ese puñado de
   edificios es el caserío de Grimpen, donde tiene su sede nuestro amigo
   el doctor Mortimer. Advierta que en un radio de ocho kilómetros tan
   sólo hay algunas casas desperdigadas. Aquí está la mansión Lafter,
   mencionada en el relato que leyó el doctor Mortimer. Esta indicación de
   una casa quizá señale la residencia del naturalista..., si no recuerdo
   mal su apellido era Stapleton. Aquí vemos dos granjas dentro del
   páramo, High Tor y Foulmire. Luego, a más de veinte kilómetros, la
   prisión de Princetown. Entre esos puntos desperdigados se extiende el
   páramo deshabitado y sin vida. Tal es, por lo tanto, el escenario donde
   se ha representado la tragedia y donde quizá contribuyamos a que se
   represente de nuevo.


   —Debe de ser un lugar extraño.


   —Sí, el decorado merece la pena. Si el diablo de verdad desea
   intervenir en los asuntos de los hombres...


   —¿Se inclina usted entonces hacia la explicación sobrenatural?


   —Los agentes del demonio pueden ser de carne y hueso, ¿no es cierto?
   Hay dos cuestiones que aclarar antes de nada. La primera es si se ha
   cometido algún delito; la segunda, ¿qué delito y cómo? Por supuesto, si
   la teoría del doctor Mortimer fuese correcta y tuviéramos que vérnoslas
   con fuerzas que desbordan las leyes ordinarias de la naturaleza,
   nuestra investigación moriría antes de empezar. Pero estamos obligados
   a agotar todas las demás hipótesis antes de recurrir a ésa. Creo que
   podemos volver a cerrar esa ventana, si no tiene usted inconveniente.
   Es muy curioso, pero descubro que una atmósfera cargada contribuye a
   mantener la concentración mental. No lo he llevado hasta el extremo de
   meterme en una caja para pensar, pero ése sería el resultado lógico de
   mis convicciones. ¿También usted le ha dado vueltas al caso?


   —Sí; he pensado mucho en ello durante todo el día.


   —¿Ha llegado a alguna conclusión?


   —Es muy desconcertante.


   —Sin duda tiene unas características muy peculiares. Hay puntos muy
   sobresalientes. El cambio en la forma de las huellas, por ejemplo. ¿Qué
   opina usted de eso?


   —Mortimer dijo que el difunto recorrió de puntillas aquella parte del
   paseo.


   —El doctor se limitó a repetir lo que algún estúpido había dicho en la
   investigación. ¿Por qué tendría nadie que avanzar de puntillas paseo
   adelante?


   —¿Qué sucedió entonces?


   —Corría, Watson..., corría desesperadamente para salvar la vida; corría
   hasta que le estalló el corazón y cayó muerto de bruces.


   —Corría..., ¿alejándose de qué?


   —Eso es lo que tenemos que averiguar. Hay indicios de que Sir Charles
   estaba ya obnubilado(confundido) por el miedo antes de empezar a
   correr.


   —¿Cómo lo sabe usted?


   —Imagino que la causa de sus temores vino hacia él atravesando el
   páramo. Si es ése el caso, y parece lo más probable, sólo un hombre que
   ha perdido la razón corre alejándose de la casa en lugar de regresar a
   ella. Si se puede dar crédito al testimonio del gitano, corrió pidiendo
   auxilio en la dirección de donde era menos probable que pudiera recibir
   ayuda. Por otra parte, ¿a quién estaba esperando aquella noche, y por
   qué esperaba en el paseo de los Tejos y no en la casa?


   —¿Cree usted que esperaba a alguien?


   —Sir Charles era un hombre enfermo y de edad avanzada. Es comprensible
   que diera un paseo a última hora, pero, dada la humedad del suelo y la
   inclemencia de la noche, ¿es lógico pensar que se quedara quieto cinco
   o diez minutos, como el doctor Mortimer, con más sentido práctico del
   que yo le hubiera atribuido, dedujo gracias a la ceniza del cigarro
   puro?


   —Pero salía todas las noches.


   —Me parece improbable que se detuviera todas las noches junto al
   portillo. Sabemos, por el contrario, que tendía a evitar el páramo.
   Aquella noche esperó allí. Al día siguiente se disponía a salir para
   Londres. El asunto empieza a tomar forma, Watson. Se hace coherente. Si
   no le importa, páseme el violín y no volveremos a pensar en ello hasta
   que tengamos ocasión de reunirnos con el doctor Mortimer y con Sir
   Henry Baskerville mañana por la mañana.


   - 4 -
   Sir Henry Baskerville



   Terminamos pronto de desayunar y Holmes, en bata, esperó a que llegara
   el momento de la entrevista prometida. Nuestros clientes acudieron
   puntualmente a la cita: el reloj acababa de dar las diez cuando entró
   el doctor Mortimer, seguido del joven baronet(título nobiliario
   concedido por la corona británica entre barón y caballero), un hombre
   de unos treinta años, pequeño, despierto, de ojos negros, constitución
   robusta, espesas cejas negras y un rostro de rasgos enérgicos que
   reflejaban un carácter batallador. Vestía un traje de tweed(tejido
   escocés de lana cómodo) de color rojizo y tenía la tez curtida de quien
   ha pasado mucho tiempo al aire libre, si bien había algo en la firmeza
   de su mirada y en la tranquila seguridad de sus modales que ponían de
   manifiesto su noble cuna.


   —Sir Henry Baskerville —dijo el doctor Mortimer.


   —A su disposición —dijo Sir Henry—, y lo más extraño, señor Holmes, es
   que si mi amigo, aquí presente, no me hubiera propuesto venir a verlo
   hoy por la mañana, habría venido yo por iniciativa propia. Según creo,
   resuelve usted pequeños rompecabezas y esta mañana me he encontrado con
   uno que requiere más sustancia gris de la que yo estoy en condiciones
   de consagrarle.


   —Haga el favor de tomar asiento, Sir Henry. ¿Si no entiendo mal ya ha
   tenido usted alguna experiencia notable desde su llegada a Londres?


   —Nada de importancia, señor Holmes. Tan sólo una broma, probablemente.
   Se trata de una carta, si es que se la puede llamar así, que he
   recibido esta mañana.


   Sir Henry dejó un sobre en la mesa y todos nos inclinamos para verlo.
   Era de calidad corriente y color grisáceo. Las señas, «Sir Henry
   Baskerville, Northumberland Hotel», estaban escritas toscamente, en el
   matasellos se leía «Charing Cross» y la carta se había echado al correo
   la noche anterior.


   —¿Quién sabía que fuese usted a alojarse en el Northumberland Hotel? —
   preguntó Holmes, mirando con gran interés a nuestro visitante.


   —No lo sabía nadie. Lo decidí después de conocer al doctor Mortimer. —
   Pero, sin duda, el doctor Mortimer se alojaba allí con anterioridad.


   —No —dijo el doctor—; estuve disfrutando de la hospitalidad de un
   amigo. No existía la menor indicación de que fuésemos a elegir ese
   hotel.


   —¡Hummm! Alguien parece estar muy interesado en sus movimientos —
   Holmes sacó del sobre medio pliego doblado en cuatro que procedió a
   abrir y extender sobre la mesa. Una sola frase, escrita por el
   procedimiento de pegar en el papel palabras impresas, ocupaba el centro
   de la hoja y decía lo siguiente: «Si da usted valor a su vida o a su
   razón, se alejará del páramo». Tan sólo la palabra «páramo» estaba
   escrita a mano.


   —Ahora —dijo Sir Henry Baskerville— quizá pueda usted decirme, señor
   Holmes, cuál es, por mil pares de demonios, el significado de todo esto
   y quién es la persona que se interesa tanto por mis asuntos.


   —¿Qué opina usted, doctor Mortimer? Tendrá usted que reconocer, al
   menos, que no hay nada de sobrenatural en ello.


   —No, desde luego, pero podría venir de alguien convencido de que existe
   una intervención sobrenatural.


   —¿De qué están hablando? —preguntó Sir Henry con aspereza—. Tengo la
   impresión de que todos ustedes, caballeros, están más al tanto que yo
   de mis propios asuntos.


   —Le haremos partícipe de todo lo que sabemos antes de que abandone esta
   habitación, Sir Henry, se lo prometo —dijo Sherlock Holmes—. Pero por
   el momento, con su permiso, nos ceñiremos a este documento tan
   interesante, que debe de haberse compuesto y echado al correo anoche.
   ¿Tiene usted el Times de ayer, Watson?


   —Está ahí en el rincón.


   —¿Le importa acercármelo..., la tercera página, con los editoriales?
   —Holmes examinó los artículos con rapidez, recorriendo las columnas de
   arriba abajo con la mirada—. Un editorial muy importante sobre la
   libertad de comercio. Permítanme que les lea un extracto. «Quizá lo
   engatusen a usted para que se imagine que su especialidad comercial o
   su industria se verán incentivadas mediante una tarifa protectora, pero
   si da en utilizar la razón comprenderá que, a la larga, esa legislación
   alejará del país mucha riqueza, disminuirá el valor de nuestras
   importaciones y empeorará las condiciones generales de vida en nuestras
   tierras.» ¿Qué le parece, Watson? —exclamó Holmes, con gran regocijo,
   frotándose las manos satisfecho—. ¿No cree usted que se trata de una
   opinión admirable?


   El doctor Mortimer miró a Holmes con interés profesional y Sir Henry
   Baskerville volvió hacia mí unos ojos tan oscuros como desconcertados.


   —No sé mucho sobre tarifas y cosas semejantes —dijo—, pero me parece
   que nos estamos apartando un poco de la cuestión.


   —Pues yo opino, por el contrario, que la estamos siguiendo muy de
   cerca, Sir Henry. Watson, aquí presente, sabe más que usted acerca de
   mis métodos, pero me temo que tampoco él ha captado del todo la
   importancia de esta frase.


   —No; confieso que no veo la relación.


   —Y, sin embargo, mi querido Watson, existe una conexión muy estrecha,
   dado que la primera está sacada de ésta. «Usted», «su» «su», «vida»,
   «razón», «valor», «alejará», «del». ¿Ve usted ahora de dónde se han
   tomado esas palabras?


   —¡Por todos los demonios, tiene usted razón! ¡Que me aspen(colgar en
   soporte de tortura con forma de X) si no es de lo más ingenioso!
   —exclamó Sir Henry. —Y por si quedara alguna duda, no hay más que ver
   cómo «alejará» y «del» están en el mismo recorte.


   — Cierto, ¡así es!


   —A decir verdad, señor Holmes, esto sobrepasa cualquier cosa que
   hubiera podido imaginar —dijo el doctor Mortimer, contemplando a mi
   amigo con asombro—. Entendería que alguien dijera que las palabras han
   salido de un periódico, pero precisar cuál y añadir que se trata del
   editorial, es una de las cosas más sorprendentes que he visto nunca.
   ¿Cómo lo ha hecho?


   —Imagino, doctor, que usted distinguiría entre el cráneo de un negro y
   el de un esquimal.


   —Sin duda.


   —Pero, ¿cómo?


   —Porque es mi pasatiempo favorito. Las diferencias son evidentes. El
   borde supraorbital, el ángulo facial, la curva del maxilar, el...


   —Pues éste es mi pasatiempo favorito y las diferencias también son
   evidentes. A mis ojos es tanta la diferencia entre el tipo de imprenta
   grande y bien espaciado de un artículo del Times y la impresión
   descuidada de un periódico de la tarde de medio penique como la que
   pueda existir para usted entre sus negros y sus esquimales. La
   detección de caracteres de imprenta es una de las ramas más elementales
   del saber para el experto en delitos, aunque debo confesar que, en una
   ocasión, cuando era muy joven, confundí el Leeds Mercury con el Western
   Morning News. Pero un editorial del Times es inconfundible y esas
   palabras no se podían haber tomado de ningún otro sitio. Y puesto que
   se hizo ayer, era más que probable que las encontráramos donde las
   hemos encontrado.


   —Hasta donde soy capaz de seguirle, señor Holmes —dijo Sir Henry
   Baskerville—, afirma usted que alguien cortó ese mensaje con unas
   tijeras...


   —Tijeras para uñas —dijo Holmes—. Se puede ver que eran unas tijeras de
   hoja muy pequeña, ya que quien lo hizo tuvo que dar dos tijeretazos
   para «alejará del».


   —Efectivamente. Alguien, entonces, recortó el mensaje con unas tijeras
   muy pequeñas, lo pegó con engrudo(mezcla cocida de harina y agua para
   pegar cosas ligeras como papel)...


   —Goma —dijo Holmes.


   —Con goma en el papel. Pero me gustaría saber por qué tuvo que escribir
   la palabra «páramo».


   —Porque el autor no la encontró en letra impresa. Las otras palabras
   eran sencillas y podían encontrarse en cualquier ejemplar del
   periódico, pero «páramo» es menos corriente.


   —Claro, eso lo explica. ¿Ha descubierto usted algo más en ese mensaje,
   señor Holmes?


   —Hay uno o dos indicios, aunque se ha hecho todo lo posible por
   eliminar cualquier pista. La dirección, si se fija usted, está escrita
   con letra muy tosca. The Times, sin embargo, es un periódico que
   prácticamente sólo leen las personas con una educación superior.
   Podemos deducir, por consiguiente, que quien compuso la carta es una
   persona educada que ha querido hacerse pasar por inculta y que su
   preocupación por ocultar su letra sugiere que quizá alguno de ustedes
   la conozca o pueda llegar a conocerla. Fíjense, además, en que las
   palabras no están pegadas con precisión, sino unas mucho más altas que
   otras. «Vida», por ejemplo, se halla completamente fuera de su sitio.
   Eso puede indicar descuido o tal vez agitación y prisa. En conjunto me
   inclino por esto último, ya que se trata de un asunto a todas luces
   importante y no es probable que el redactor de la carta descuidara su
   tarea voluntariamente. Si es cierto que tenía prisa, surge la
   interesante pregunta de por qué tenía tanta prisa, dado que Sir Henry
   habría recibido antes de abandonar el hotel cualquier carta que se
   echara al correo por la mañana temprano. ¿Acaso temía su autor una
   interrupción y, en ese caso, de quién?


   —Estamos entrando en el terreno de las conjeturas —dijo el doctor
   Mortimer.


   —Digamos, más bien, en el terreno donde sopesamos posibilidades y
   elegimos la más probable. Es el uso científico de la imaginación, pero
   siempre tenemos una base material sobre la que apoyar nuestras
   especulaciones. Sin duda puede usted llamarlo conjetura, pero estoy
   casi seguro de que estas señas se han escrito en un hotel.


   —¿Cómo demonios puede usted saberlo?


   —Si las examina cuidadosamente descubrirá que tanto la pluma como la
   tinta han causado problemas a la persona que escribía. La pluma ha
   emborronado dos veces la misma palabra y se ha quedado seca tres veces
   en muy poco tiempo, lo que demuestra que había muy poca tinta en el
   tintero. Ahora bien, raras veces se permite que una pluma o un tintero
   personales lleguen a esa situación, y la combinación de las dos ha de
   ser bastante rara. Pero todos ustedes conocen las plumas y los tinteros
   de los hoteles, donde lo raro es encontrar otra cosa. Sí: afirmo casi
   sin lugar a duda que si pudiéramos examinar el contenido de las
   papeleras de los hoteles de los alrededores de Charing Cross hasta
   encontrar el resto del mutilado editorial del Times podríamos descubrir
   a la persona que envió este singular mensaje. ¡Vaya, vaya! ¿Qué es
   esto?


   Sherlock Holmes estaba examinando cuidadosamente el medio pliego con
   las palabras pegadas, colocándoselo a pocos centímetros de los ojos.


   —¿Y bien?


   —Nada —respondió Holmes, dejándolo caer—. Es la mitad de un pliego
   totalmente en blanco, sin filigrana siquiera. Creo que hemos extraído
   toda la información posible de esta carta tan curiosa. Ahora, Sir
   Henry, ¿le ha sucedido alguna otra cosa de interés desde su llegada a
   Londres?


   —No, señor Holmes, me parece que no.


   —¿No ha observado que nadie lo siguiera o lo vigilara?


   —Tengo la impresión de haberme convertido en personaje de novela barata
   — dijo nuestro visitante—. ¿Por qué demonios habría de vigilarme o de
   seguirme nadie?


   —Estamos llegando a eso. ¿No tiene usted que informarnos de nada más
   antes de que hablemos de su viaje?


   —Bueno, depende de lo que usted considere digno de mención.


   —Creo que todo lo que se salga del curso ordinario de la vida es digno
   de mención.


   Sir Henry sonrió.


   —No sé aún mucho acerca de la vida británica, porque he pasado la mayor
   parte de mi existencia en los Estados Unidos y en Canadá. Pero supongo
   que tampoco aquí perder una bota es parte del curso ordinario de la
   vida.


   —¿Ha perdido una bota?


   —Mi querido señor —exclamó el doctor Mortimer—, tan sólo se ha
   extraviado. Estoy seguro de que la encontrará a su regreso al hotel.
   ¿Qué sentido tiene molestar al señor Holmes con insignificancias como
   ésa?


   —Me ha preguntado por cualquier cosa que se saliera de lo corriente.


   —Así es —intervino Holmes—, aunque el incidente pueda parecer
   completamente estúpido. ¿Dice usted que ha perdido una bota?


   —Digamos, más bien, que se ha extraviado. Anoche dejé las dos fuera y
   sólo había una por la mañana. No he conseguido sacar nada en limpio del
   sujeto que las limpia. Y lo peor de todo es que las compré precisamente
   anoche en el Strand y aún no las he estrenado.


   —Si no se las había puesto, ¿por qué las dejó fuera para que se las
   limpiaran?


   —Eran unas botas de cuero y estaban sin charolar(barnizar). Por eso las
   saqué.


   —¿Tengo que entender entonces que al llegar ayer a Londres salió
   inmediatamente a la calle y se compró un par de botas?


   —Compré muchas cosas. El doctor Mortimer, aquí presente, me acompañó.
   Compréndalo usted, si voy a ser un terrateniente destacado, he de
   vestirme en consonancia con mi categoría social, y puede ser que me
   haya hecho un poco descuidado en América. Compré, entre otras cosas,
   esas botas marrones (pagué seis dólares por ellas) y he conseguido que
   me roben una antes de estrenarlas.


   —Parece un robo particularmente inútil —dijo Sherlock Holmes—. Confieso
   compartir la creencia del doctor Mortimer de que la bota aparecerá
   dentro de poco.


   —Y ahora, caballeros —dijo el baronet con decisión— me parece que he
   hablado más que suficiente de lo poco que sé. Ya es hora de que cumplan
   ustedes su promesa y me den una información completa sobre el asunto
   que a todos nos ocupa.


   —Su petición es muy razonable —respondió Holmes—. Doctor Mortimer, creo
   que lo mejor será que cuente usted la historia a Sir Henry tal como nos
   la contó a nosotros.


   Al recibir aquel estímulo, nuestro amigo el hombre de ciencia se sacó
   los papeles que llevaba en el bolsillo y presentó el caso como lo había
   hecho el día anterior. Sir Henry le escuchó con la más profunda
   atención y con alguna exclamación de sorpresa de cuando en cuando.


   —Vaya, parece que me ha tocado en suerte algo más que una herencia —
   comentó, una vez terminada la larga narración—. Por supuesto, llevo
   oyendo hablar del sabueso desde mi infancia. Es la historia preferida
   de la familia, aunque hasta ahora nunca se me había ocurrido tomarla en
   serio. Pero, por lo que se refiere a la muerte de mi tío..., bueno,
   todo parece arremolinárseme en la cabeza y todavía no consigo verlo con
   claridad. Creo que aún no han decidido ustedes si hay que acudir a la
   policía o a un clérigo.


   —Exactamente.


   —Y ahora se añade el asunto de la carta que me han mandado al hotel.


   Supongo que eso encaja con lo demás.


   —Parece indicar que hay alguien que sabe más que nosotros sobre lo que
   pasa en el páramo —dijo el doctor Mortimer.


   —Y alguien además —añadió Holmes— que está bien dispuesto hacia usted,
   puesto que lo previene del peligro.


   —O que quizá quiere asustarme en beneficio propio.


   —Sí, por supuesto, también eso es posible. Estoy muy en deuda con
   usted, doctor Mortimer, por haberme presentado un problema que ofrece
   varias alternativas interesantes. Pero tenemos que resolver una
   cuestión práctica, Sir Henry: la de si es aconsejable que vaya usted a
   la mansión de los Baskerville.


   —¿Por qué tendría que renunciar a hacerlo?


   —Podría ser peligroso.


   —¿Se refiere usted al peligro de ese demonio familiar o a la actuación
   de seres humanos?


   —Bien; eso es lo que tenemos que averiguar.


   —En cualquiera de los dos casos, mi respuesta es la misma. No hay
   demonio en el infierno ni hombre sobre la faz de la tierra que me pueda
   impedir volver a la casa de mi familia, y tenga usted la seguridad de
   que le doy mi respuesta definitiva —frunció el entrecejo mientras
   hablaba y su rostro enrojeció vivamente. No cabía duda de que el
   carácter fogoso de los Baskerville aún seguía vivo en el último retoño
   de la estirpe—. Por otra parte —continuó—, apenas he tenido tiempo de
   pensar sobre todo lo que me han contado ustedes. Es mucho pedir que una
   persona entienda y decida a la vez. Me gustaría disponer de una hora de
   tranquilidad. Vamos a ver, señor Holmes: ahora son las once y media y
   yo voy a volver directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su
   amigo, el doctor Watson, se reúnen a las dos con nosotros y almorzamos
   juntos? Para entonces estaré en condiciones de decirle con más claridad
   cómo veo las cosas.


   —¿Tiene usted algún inconveniente, Watson?


   —Ninguno.


   —En ese caso cuenten con nosotros. ¿Debo llamar a un coche de alquiler?


   — Prefiero andar, porque este asunto me ha puesto un poco nervioso.


   —Y yo le acompañaré con mucho gusto —dijo el doctor Mortimer.


   —En ese caso volveremos a reunirnos a las dos. ¡Hasta luego y buenos
   días!


   Oímos los pasos de nuestros visitantes en la escalera y el ruido de la
   puerta de la calle al cerrarse. En un instante Holmes había dejado de
   ser el soñador lánguido para transformarse en el hombre de acción.


   —¡Enseguida, Watson, póngase el sombrero y las botas! ¡Ni un momento
   que perder! —Holmes se dirigió a toda prisa hacia su cuarto para
   quitarse la bata y regresó a los pocos segundos con la levita puesta.
   Descendimos apresuradamente las escaleras y salimos a la calle. El
   doctor Mortimer y Baskerville eran todavía visibles a unos doscientos
   metros por delante de nosotros en dirección a Oxford Street.


   —¿Quiere que corra y los alcance?


   —Ni por lo más remoto, mi querido Watson. Su compañía me satisface
   plenamente, si a usted no le desagrada la mía. Nuestros amigos han
   acertado, porque sin duda es una mañana muy adecuada para pasear.


   Sherlock Holmes aceleró la marcha hasta que la distancia que nos
   separaba quedó reducida a la mitad. Luego, siempre manteniéndonos unos
   cien metros por detrás, seguimos a Baskerville y a Mortimer por Oxford
   Street y después por Regent Street. En una ocasión nuestros amigos se
   detuvieron a mirar un escaparate y Holmes hizo lo mismo. Un instante
   después dejó escapar un leve grito de satisfacción y, al seguir la
   dirección de su mirada, vi que un cabriolé(carruaje de dos ruedas y
   capota) de alquiler que se había detenido al otro lado de la calle
   reanudaba lentamente la marcha.


   —¡Ahí está nuestro hombre, Watson! ¡Venga! Al menos tendremos ocasión
   de verlo, aunque no podamos hacer nada más.


   En aquel momento me di cuenta de que una poblada barba negra y dos ojos
   muy penetrantes se habían vuelto hacia nosotros por la ventanilla del
   coche de alquiler. Inmediatamente se alzó la trampilla del techo, el
   cochero recibió una orden a gritos y el vehículo salió disparado Regent
   Street adelante. Holmes buscó ansiosamente con la vista otro coche
   desocupado, pero no había ninguno. Luego echó a correr desesperadamente
   entre la corriente del tráfico, pero la ventaja era demasiado grande y
   muy pronto el cabriolé se perdió de vista.


   —¡Qué contrariedad! —dijo Holmes con amargura al apartarse, jadeante y
   pálido de indignación, del flujo de vehículos—. ¿Ha existido nunca peor
   suerte y también mayor torpeza? Watson, Watson, si es usted honesto
   ¡tendrá que apuntar esto en el debe(en contabilidad, gasto),
   contraponiéndolo a mis éxitos!


   —¿Quién era ese individuo?


   —No tengo la menor idea.


   —¿Un espía?


   —Por lo que hemos oído era evidente que a Baskerville lo han estado
   siguiendo muy de cerca desde que llegó a Londres. De lo contrario,
   ¿cómo habría podido saberse tan pronto que se alojaba en el hotel
   Northumberland? Si lo habían seguido el primer día, era lógico que
   también lo siguieran el segundo. Quizá se percató usted de que me
   llegué dos veces hasta la ventana mientras el doctor Mortimer leía el
   texto de la leyenda.


   —Sí, lo recuerdo.


   —Quería ver si alguien merodeaba por la calle, pero no he tenido éxito.
   Nos enfrentamos con un hombre inteligente, Watson. Se trata de un
   asunto muy serio y aunque no he decidido aún si estamos en contacto con
   un agente benévolo o perverso, constato siempre la presencia de
   inteligencia y decisión. Al marcharse nuestros amigos los seguí al
   instante con la esperanza de localizar a su invisible acompañante, pero
   nuestro hombre ha tenido la precaución de no trasladarse a pie sino
   utilizar un coche, lo que le permitía rezagarse o adelantarlos a toda
   velocidad y escapar así a su detección. Ese método tiene la ventaja
   adicional de que si hubieran tomado un coche ya estaba preparado para
   seguirlos. Pero tiene, sin embargo, una desventaja.


   —Lo pone a merced del cochero.


   —Exactamente.


   —¡Es una lástima que no tomáramos el número!


   —Mi querido Watson, aunque haya obrado con torpeza, no pensará usted
   seriamente que he olvidado ese pequeño detalle. Nuestro hombre es el
   2704. Pero por el momento no nos sirve de nada.


   —No veo qué más podría usted haber hecho.


   —Al descubrir el coche de alquiler debería haber dado la vuelta y
   haberme alejado, para, a continuación, alquilar con toda calma un
   segundo cabriolé y seguir al primero a una distancia prudente o, mejor
   aún, trasladarme al hotel Northumberland y esperar allí. Después de que
   el desconocido hubiera seguido a Baskerville hasta su casa habríamos
   tenido la oportunidad de jugar a su mismo juego y ver a dónde se
   dirigía él. Pero, debido a una impaciencia indiscreta, de la que
   nuestro contrincante ha sabido aprovecharse con extraordinaria
   celeridad y energía, nos hemos traicionado y lo hemos perdido.


   Durante esta conversación habíamos seguido avanzando lentamente por
   Regent Street y ya hacía tiempo que el doctor Mortimer y su acompañante
   se habían perdido de vista.


   —No tiene objeto que continuemos —dijo Holmes—. La persona que los
   seguía se ha marchado y no reaparecerá. Hemos de ver si disponemos de
   otros triunfos y jugarlos con decisión. ¿Reconocería usted el rostro
   del hombre que iba en el cabriolé?


   —Sólo reconocería la barba.


   —Lo mismo me sucede a mí, por lo que deduzco que, con toda
   probabilidad, era una barba postiza. Un hombre inteligente que lleva a
   cabo una misión tan delicada sólo utiliza una barba para dificultar su
   identificación. ¡Venga conmigo, Watson!


   Holmes entró en una de las oficinas de recaderos del distrito, donde el
   gerente lo recibió de manera muy afectuosa.


   —Ya veo, Wilson, que no ha olvidado el caso en que tuve la buena
   fortuna de poder ayudarle.


   —No, señor; le aseguro que no lo he olvidado. Salvó usted mi reputación
   y quizá también mi vida.


   —Exagera usted, amigo mío. Si no recuerdo mal, cuenta usted entre sus
   empleados con un muchacho apellidado Cartwright, que mostró cierto
   talento durante nuestra investigación.


   —Sí, señor; todavía sigue con nosotros.


   —¿Podría usted llamarlo? ¡Muchas gracias! Y también me gustaría que me
   cambiara este billete de cinco libras.


   Un chico de catorce años, de rostro despierto y mirada inquisitiva, se
   presentó en respuesta a la llamada del encargado y se quedó mirando al
   famoso detective con aire reverente.


   —Déjeme ver la guía de hoteles —dijo Holmes—. Muchas gracias. Vamos a
   ver, Cartwright, aquí tienes los nombres de veintitrés hoteles, todos
   en las inmediaciones de Charing Cross. ¿Los ves?


   —Sí, señor.


   —Vas a visitarlos todos, uno a uno.


   —Sí, señor.


   —Empezarás, en cada caso, por dar un chelín al portero. Aquí tienes
   veintitrés chelines.


   —Sí, señor.


   —Le dirás que quieres ver el contenido de las papeleras que se vaciaron
   ayer. Dirás que se ha extraviado un telegrama importante y que lo estás
   buscando. ¿Entiendes?


   —Sí, señor.


   —Pero, en realidad, lo que vas a buscar es un ejemplar del Times de
   ayer en cuya página central se hayan hecho unos agujeros con tijeras.
   Aquí tienes el periódico. Ésta es la página. La reconocerás fácilmente,
   ¿no es cierto?


   —Sí, señor.


   —El portero te mandará en cada caso al conserje, a quien también darás
   un chelín. Aquí tienes otros veintitrés chelines. Es posible que en
   veinte de los veintitrés hoteles los papeles desechados del día de ayer
   hayan sido quemados o eliminados. En los otros tres casos te mostrarán
   un montón de papel y buscarás en él esta página del Times. Las
   posibilidades en contra son elevadísimas. Aquí tienes diez chelines más
   para una emergencia. Mándame un informe por telégrafo a Baker Street
   antes de la noche. Y ahora, Watson, sólo nos queda descubrir mediante
   el telégrafo la identidad de nuestro cochero, el número 2704; luego
   pasaremos por una de las galerías de Bond Street y ocuparemos el tiempo
   viendo cuadros hasta el momento de nuestra cita en el hotel.



   - 5 -
   Tres cabos rotos



   Sherlock Holmes poseía, de manera muy notable, la capacidad de
   desentenderse a voluntad. Por espacio de dos horas pareció olvidarse
   del extraño asunto que nos tenía ocupados para consagrarse por entero a
   los cuadros de los modernos maestros belgas. Y desde que salimos de la
   galería hasta que llegamos al hotel Northumberland habló exclusivamente
   de arte, tema sobre el que tenía ideas muy elementales.


   —Sir Henry Baskerville los espera en su habitación —dijo el
   recepcionista—.


   Me ha pedido que les hiciera subir en cuanto llegaran.


   —¿Tiene inconveniente en que consulte su registro? —dijo Holmes. —
   Ninguno.


   En el registro aparecían dos entradas después de la de Baskerville:
   Theophilus Johnson y familia, de Newcastle, y la señora Oldmore con su
   doncella, de High Lodge, Alton.


   —Sin duda este Johnson es un viejo conocido mío —le dijo Holmes al
   conserje—. ¿No se trata de un abogado, de cabello gris, con una leve
   cojera?


   —No, señor; se trata del señor Johnson, propietario de minas de carbón,
   un caballero muy activo, no mayor que usted.


   —¿Está seguro de no equivocarse sobre su ocupación?


   —No, señor: viene a este hotel desde hace muchos años y lo conocemos
   muy bien.


   —En ese caso no hay más que hablar. Pero..., señora Oldmore; también me
   parece recordar ese apellido. Perdone mi curiosidad, pero, con
   frecuencia, al ir a visitar a un amigo se encuentra a otro.


   —Es una dama enferma, señor. Su esposo fue en otro tiempo alcalde de
   Gloucester. Siempre se aloja en nuestro hotel cuando viene a Londres.


   —Muchas gracias; me temo que no tengo el honor de conocerla. Hemos
   obtenido un dato muy importante con esas preguntas, Watson —continuó
   Holmes, en voz baja, mientras subíamos juntos la escalera—. Sabemos ya
   que las personas que sienten tanto interés por nuestro amigo no se
   alojan aquí. Eso significa que si bien, como ya hemos visto, están
   ansiosos de vigilarlo, les preocupa igualmente que Sir Henry pueda
   verlos. Y eso es un hecho muy sugerente.


   —¿Qué es lo que sugiere?


   —Sugiere... ¡vaya! ¿Qué le sucede, mi querido amigo? Al terminar de
   subir la escalera nos tropezamos con Sir Henry Baskerville en persona,
   con el rostro encendido por la indignación y empuñando una bota muy
   usada y polvorienta. Estaba tan furioso que apenas se le entendía y
   cuando por fin habló con claridad lo hizo con un acento americano mucho
   más marcado del que había utilizado por la mañana.


   —Me parece que me han tomado por tonto en este hotel —exclamó—. Pero
   como no tengan cuidado descubrirán muy pronto que donde las dan las
   toman. Por todos los demonios, si ese tipo no encuentra la bota que me
   falta, aquí va a haber más que palabras. Sé aceptar una broma como el
   que más, señor Holmes, pero esto ya pasa de castaño oscuro.


   —¿Aún sigue buscando la bota?


   —Así es, y estoy decidido a encontrarla.


   —Pero, ¿no dijo usted que era una bota nueva de color marrón?


   —Así era, señor mío. Y ahora se trata de otra negra y vieja.


   —¡Cómo! ¿Quiere usted decir...?


   —Eso es exactamente lo que quiero decir. Sólo tenía tres pares..., las
   marrones nuevas, las negras viejas y los zapatos de charol, que son los
   que llevo puestos. Anoche se llevaron una marrón y hoy me ha
   desaparecido una negra. Veamos, ¿la ha encontrado usted? ¡Hable,
   caramba, y no se me quede mirando!


   Había aparecido en escena un camarero alemán presa de gran nerviosismo.


   —No, señor; he preguntado por todo el hotel, pero nadie sabe nada.


   —Pues o aparece la bota antes de que se ponga el sol, o iré a ver al
   gerente para decirle que me marcho inmediatamente del hotel.


   —Aparecerá, señor..., le prometo que si tiene usted un poco de
   paciencia la encontraremos.


   —No se le olvide, porque es lo último que voy a perder en esta guarida
   de ladrones. Perdone, señor Holmes, que le moleste por algo tan
   insignificante...


   —Creo que está justificado preocuparse.


   —Veo que le parece un asunto serio.


   —¿Cómo lo explica usted?


   —No trato de explicarlo. Me parece la cosa más absurda y más extraña
   que me ha sucedido nunca.


   —La más extraña, quizá —dijo Holmes pensativo.


   —¿Cuál es su opinión?


   —No pretendo entenderlo todavía. Este caso suyo es muy complicado, Sir
   Henry. Cuando lo relaciono con la muerte de su tío dudo de que entre
   los quinientos casos de importancia capital con que me he enfrentado
   hasta ahora haya habido alguno que presentara más dificultades.
   Disponemos de varias pistas y es probable que una u otra nos lleve
   hasta la verdad. Quizá perdamos tiempo siguiendo una falsa, pero, más
   pronto o más tarde, daremos con la correcta.


   El almuerzo fue muy agradable, aunque en su transcurso apenas se dijo
   nada del asunto que nos había reunido. Tan sólo cuando nos retiramos a
   una sala de estar privada Holmes preguntó a Baskerville cuáles eran sus
   intenciones.


   —Trasladarme a la mansión de los Baskerville.


   —Y, ¿cuándo?


   —A finales de semana.


   —Creo que, en conjunto —dijo Holmes—, su decisión es acertada. Tengo
   suficientes pruebas de que está usted siendo seguido en Londres y entre
   los millones de habitantes de esta gran ciudad es difícil descubrir
   quiénes son esas personas y cuál pueda ser su propósito. Si su
   intención es hacer el mal pueden darle un disgusto y no estaríamos en
   condiciones de impedirlo. ¿Sabía usted, doctor Mortimer, que alguien
   los seguía esta mañana al salir de mi casa?


   El doctor Mortimer tuvo un violento sobresalto. —¡Seguidos! ¿Por quién?


   —Eso es lo que, desgraciadamente, no puedo decirles. Entre sus vecinos
   o conocidos de Dartmoor, ¿hay alguien de pelo negro que se deje la
   barba?


   —No..., espere, déjeme pensar..., sí, claro, Barrymore, el mayordomo de
   Sir Charles, es un hombre muy moreno, con barba.


   —¡Ajá! ¿Dónde está Barrymore?


   —Tiene a su cargo la mansión de los Baskerville.


   —Será mejor que nos aseguremos de que sigue allí o de si, por el
   contrario, ha tenido ocasión de trasladarse a Londres.


   —¿Cómo puede usted averiguarlo?


   —Deme un impreso para telegramas. «¿Está todo listo para Sir Henry?»
   Eso bastará. Dirigido al señor Barrymore, mansión de los Baskerville.
   ¿Cuál es la oficina de telégrafos más próxima?


   —Grimpen.


   —De acuerdo, enviaremos un segundo cable al jefe de correos de Grimpen:
   «Telegrama para entregar en mano al señor Barrymore. Si está ausente,
   devolver por favor a Sir Henry Baskerville, hotel Northumberland». Eso
   deberá permitirnos saber antes de la noche si Barrymore está en su
   puesto o se ha ausentado.


   —Asunto resuelto —dijo Baskerville—. Por cierto, doctor Mortimer,
   ¿quién es ese Barrymore, de todas formas?


   —Es el hijo del antiguo guarda, que ya murió. Los Barrymore llevan
   cuatro generaciones cuidando de la mansión. Hasta donde se me alcanza,
   él y su mujer forman una pareja tan respetable como cualquiera del
   condado.


   —Al mismo tiempo —dijo Baskerville—, está bastante claro que mientras
   en la mansión no haya nadie de mi familia esas personas disfrutan de un
   excelente hogar y carecen de obligaciones.


   —Eso es cierto.


   —¿Dejó Sir Charles algo a los Barrymore en su testamento? —preguntó
   Holmes.


   —Él y su mujer recibieron quinientas libras cada uno.


   —¡Ah! ¿Estaban al corriente de que iban a recibir esa cantidad?


   —Sí; Sir Charles era muy aficionado a hablar de las disposiciones de su
   testamento.


   —Eso es muy interesante.


   —Espero —dijo el doctor— que no considere usted sospechosas a todas las
   personas que han recibido un legado de Sir Charles, porque también a mí
   me dejó mil libras.


   —¡Vaya! ¿Y a alguien más?


   —Hubo muchas sumas insignificantes para otras personas y también se
   atendió a un gran número de obras de caridad. Todo lo demás queda para
   Sir Henry.


   —¿Y a cuánto ascendía lo demás?


   —Setecientas cuarenta mil libras.


   Holmes alzó las cejas sorprendido. —Ignoraba que se tratase de una suma
   tan enorme — dijo.


   —Se daba por sentado que Sir Charles era rico, pero sólo hemos sabido
   hasta qué punto al inventariar sus valores. La herencia ascendía en
   total a casi un millón.


   —¡Cielo santo! Por esa apuesta se puede intentar una jugada
   desesperada. Y una pregunta más, doctor Mortimer. Si le sucediera algo
   a nuestro joven amigo aquí presente (perdóneme esta hipótesis tan
   desagradable), ¿quién heredaría la fortuna de Sir Charles?


   —Dado que Rodger Baskerville, el hermano pequeño, murió soltero, la
   herencia pasaría a los Desmond, que son primos lejanos. James Desmond
   es un clérigo de avanzada edad que vive en Westmorland.


   —Muchas gracias. Todos estos detalles son de gran interés. ¿Conoce
   usted al señor James Desmond?


   —Sí; en una ocasión vino a visitar a Sir Charles. Es un hombre de
   aspecto venerable y de vida íntegra. Recuerdo que, a pesar de la
   insistencia de Sir Charles, se negó a aceptar la asignación que le
   ofrecía.


   —Y ese hombre de gustos sencillos, ¿sería el heredero de la fortuna?


   —Heredaría la propiedad, porque está vinculada. Y también heredaría el
   dinero a no ser que el actual propietario, que, como es lógico, puede
   hacer lo que quiera con él, le diera otro destino en su testamento.


   —¿Ha hecho usted testamento, Sir Henry?


   —No, señor Holmes, no lo he hecho. No he tenido tiempo, porque sólo
   desde ayer estoy al corriente de todo. Pero, en cualquier caso, creo
   que el dinero no debe separarse ni del título ni de la propiedad. Esa
   era la idea de mi pobre tío. ¿Cómo sería posible restaurar el esplendor
   de los Baskerville si no se dispone del dinero necesario para mantener
   la propiedad? La casa, la tierra y el dinero deben ir juntos.


   —Así es. Bien, Sir Henry: estoy completamente de acuerdo con usted en
   cuanto a la conveniencia de que se traslade sin tardanza a Devonshire.
   Pero hay una medida que debo tomar. En ningún caso puede usted ir solo.


   —El doctor Mortimer regresa conmigo.


   —Pero el doctor Mortimer tiene que atender a sus pacientes y su casa
   está a varios kilómetros de la de usted. Hasta con la mejor voluntad
   del mundo puede no estar en condiciones de ayudarle. No, Sir Henry;
   tiene usted que llevar consigo a alguien de confianza que permanezca
   constantemente a su lado.


   —¿Existe la posibilidad de que venga usted conmigo, señor Holmes?


   —Si llegara a producirse una crisis, me esforzaría por estar presente,
   pero sin duda entenderá usted perfectamente que, dada la amplitud de mi
   clientela y las constantes peticiones de ayuda que me llegan de todas
   partes, me resulte imposible ausentarme de Londres por tiempo
   indefinido. En el momento actual uno de los apellidos más respetados de
   Inglaterra está siendo mancillado por un chantajista y únicamente yo
   puedo impedir un escándalo desastroso. Comprenderá usted lo imposible
   que me resulta trasladarme a Dartmoor.


   —Entonces, ¿a quién recomendaría usted? Holmes me puso la mano en el
   brazo.


   —Si mi amigo está dispuesto a acompañarle, no hay persona que resulte
   más útil en una situación difícil. Nadie lo puede decir con más
   seguridad que yo.


   Aquella propuesta fue una sorpresa total para mí, pero, antes de que
   pudiera responder, Baskerville me tomó la mano y la estrechó
   cordialmente.


   —Vaya, doctor Watson, es usted muy amable —dijo—. Ya ve la clase de
   persona que soy y sabe de este asunto tanto como yo. Si viene conmigo a
   la mansión de los Baskerville y me ayuda a salir del apuro no lo
   olvidaré nunca.


   Siempre me ha fascinado la posibilidad de una aventura y me sentía
   además halagado por las palabras de Holmes y por el entusiasmo con que
   el baronet me había aceptado por compañero.


   —Iré con mucho gusto —dije— . No creo que pudiera emplear mi tiempo de
   mejor manera.


   —También se ocupará usted de informarme con toda precisión —dijo
   Holmes—. Cuando se produzca una crisis, como sin duda sucederá, le
   indicaré lo que tiene que hacer. ¿Estarán ustedes listos para el
   sábado?


   —¿Le convendrá ese día al doctor Watson


    —No hay ningún problema.


   —En ese caso, y si no tiene usted noticias en contra, el sábado nos
   reuniremos en Paddington para tomar el tren de las 10,30.


   Nos habíamos levantado ya para marcharnos cuando Baskerville lanzó un
   grito de triunfo y, lanzándose hacia uno de los rincones de la
   habitación, sacó una bota marrón de debajo de un armario.


   —¡La bota que me faltaba! —exclamó.


   —¡Ojalá todas nuestras dificultades desaparezcan tan fácilmente! —dijo
   Sherlock Holmes.


   —Resulta muy extraño de todas formas —señaló el doctor Mortimer—.


   Registré cuidadosamente la habitación antes del almuerzo.


   —Y yo hice lo mismo —añadió Baskerville—. Centímetro a centímetro.


   —No había ninguna bota.


   —En ese caso tiene que haberla colocado ahí el camarero mientras
   almorzábamos.


   Se llamó al alemán, quien aseguró no saber nada de aquel asunto, y el
   mismo resultado negativo dieron otras pesquisas. Se había añadido un
   elemento más a la serie constante de pequeños misterios, en apariencia
   sin sentido, que se sucedían unos a otros con gran rapidez. Dejando a
   un lado la macabra historia de la muerte de Sir Charles, contábamos con
   una cadena de incidentes inexplicables, todos en el espacio de cuarenta
   y ocho horas, entre los que figuraban la recepción de la carta
   confeccionada con recortes de periódico, el espía de barba negra en el
   cabriolé, la desaparición de la bota marrón recién comprada, la de la
   vieja bota negra y ahora la reaparición de la nueva. Holmes guardó
   silencio en el coche de caballos mientras regresábamos a Baker Street y
   sus cejas fruncidas y la intensidad de su expresión me hacían saber que
   su mente, como la mía, estaba ocupada tratando de encontrar una
   explicación que permitiera encajar todos aquellos extraños episodios
   sin conexión aparente. De vuelta a casa permaneció toda la tarde y
   hasta bien entrada la noche sumergido en el tabaco y en sus
   pensamientos.


   Poco antes de la cena llegaron dos telegramas. El primero decía así:


   «Acabo de saber que Barrymore está en la mansión. BASKERVILLE.»


   Y el segundo:


   «Veintitrés hoteles visitados siguiendo instrucciones, pero lamento
   informar ha sido imposible encontrar hoja cortada del Times.
   CARTWRIGHT.»


   —Dos de mis pistas que se desvanecen, Watson. No hay nada tan
   estimulante como un caso en el que todo se pone en contra. Hemos de
   seguir buscando.


   —Aún nos queda el cochero que transportaba al espía.


   —Exactamente. He mandado un telegrama al registro oficial para que nos
   facilite su nombre y dirección. No me sorprendería que esto fuera una
   respuesta a mi pregunta. La llamada al timbre de la casa resultó, sin
   embargo, más satisfactoria aún que una respuesta, porque se abrió la
   puerta y entró un individuo de aspecto tosco que era evidentemente el
   cochero en persona.


   —La oficina central me ha hecho saber que un caballero que vive aquí ha
   preguntado por el 2704 —dijo—. Llevo siete años conduciendo el cabriolé
   y no he tenido nunca la menor queja. Vengo directamente del depósito
   para preguntarle cara a cara qué es lo que tiene contra mí.


   —No tengo nada contra usted, buen hombre —dijo mi amigo—. Estoy
   dispuesto, por el contrario, a darle medio soberano si contesta con
   claridad a mis preguntas.


   —Bueno, la verdad es que hoy he tenido un buen día, ¡ya lo creo que sí!
   — dijo el cochero con una sonrisa—. ¿Qué quiere usted preguntarme,
   caballero?


   —Antes de nada su nombre y dirección, por si volviera a necesitarle.


   —John Clayton, del número 3 de Turpey Street, en el Borough. Encierro
   el cabriolé en el depósito Shipley, cerca de la estación de Waterloo.


   Sherlock Holmes tomó nota.


   —Vamos a ver, Clayton, cuénteme todo lo que sepa acerca del cliente que
   estuvo vigilando esta casa a las diez de la mañana y siguió después a
   dos caballeros por Regent Street.


   El cochero pareció sorprendido y un tanto avergonzado.


   —Vaya, no voy a poder decirle gran cosa, porque al parecer ya sabe
   usted tanto como yo —respondió—. La verdad es que aquel señor me dijo
   que era detective y que no dijera nada a nadie acerca de él.


   —Se trata de un asunto muy grave, buen hombre, y quizá se encontraría
   usted en una situación muy difícil si tratase de ocultarme algo. ¿El
   cliente le dijo que era detective?


   —Sí, señor, eso fue lo que dijo.


   —¿Cuándo se lo dijo?


   —Al marcharse.


   —¿Dijo algo más?


   —Me dijo cómo se llamaba.


   Holmes me lanzó una rápida mirada de triunfo.


   —¿De manera que le dijo cómo se llamaba? Eso fue una imprudencia. Y,
   ¿cuál era su nombre?


   —Dijo llamarse Sherlock Holmes.


   Nunca he visto a mi amigo tan sorprendido como ante la respuesta del
   cochero. Por un instante el asombro le dejó sin palabras. Luego lanzó
   una carcajada:


   —¡Tocado, Watson! ¡Tocado, sin duda! —dijo—. Advierto la presencia de
   un florete tan rápido y flexible como el mío. En esta ocasión ha
   conseguido un blanco excelente. De manera que se llamaba Sherlock
   Holmes, ¿no es eso?


   —Sí, señor, eso me dijo.


   —¡Magnífico! Cuénteme dónde lo recogió y todo lo que pasó.


   —Me paró a las nueve y media en Trafalgar Square. Dijo que era
   detective y me ofreció dos guineas si seguía exactamente sus
   instrucciones durante todo el día y no hacía preguntas. Acepté con
   mucho gusto. Primero nos dirigimos al hotel Northumberland y esperamos
   allí hasta que salieron dos caballeros y alquilaron un coche de la fila
   que esperaba delante de la puerta. Lo seguimos hasta que se paró en un
   sitio cerca de aquí.


   —Esta misma puerta —dijo Holmes.


   —Bueno, eso no lo sé con certeza, pero aseguraría que mi cliente
   conocía muy bien el sitio. Nos detuvimos a cierta distancia y esperamos
   durante hora y media. Luego los dos caballeros pasaron a nuestro lado a
   pie y los fuimos siguiendo por Baker Street y a lo largo de...


   —Eso ya lo sé —dijo Holmes.


   —Hasta recorrer las tres cuartas partes de Regent Street. Entonces mi
   cliente levantó la trampilla y gritó que me dirigiera a la estación de
   Waterloo lo más deprisa que pudiera. Fustigué a la yegua y llegamos en
   menos de diez minutos. Después me pagó las dos guineas, como había
   prometido, y entró en la estación. Pero en el momento de marcharse se
   dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese saber que ha estado llevando
   al señor Sherlock Holmes». De esa manera supe cómo se llamaba.


   —Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?


   —No, una vez que entró en la estación.


   —Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes? El cochero se
   rascó la cabeza.


   —Bueno, a decir verdad no era un caballero fácil de describir. Unos
   cuarenta años de edad y estatura media, cuatro o seis centímetros más
   bajo que usted. Iba vestido como un dandi(hombre elegante), llevaba
   barba, muy negra, cortada en recto por abajo, y tenía la tez pálida. Me
   parece que eso es todo lo que recuerdo.


   —¿Color de los ojos?


   —No; eso no lo sé.


   —¿No recuerda usted nada más?


   —No, señor; nada más.


   —Bien; en ese caso aquí tiene su medio soberano. Hay otro esperándole
   si me trae alguna información más. ¡Buenas noches!


   —Buenas noches, señor, y ¡muchas gracias!


   John Clayton se marchó riendo entre dientes y Holmes se volvió hacia mí
   con un encogimiento de hombros y una sonrisa de tristeza.


   —Se ha roto nuestro tercer cabo y hemos terminado donde empezamos —
   dijo—. Ese astuto granuja sabía el número de nuestra casa, sabía que
   Sir Henry Baskerville había venido a verme, me reconoció en Regent
   Street, supuso que me había fijado en el número del cabriolé y que
   acabaría por localizar al cochero, y decidió enviarme ese mensaje
   impertinente. Se lo aseguro, Watson, esta vez nos hemos tropezado con
   un adversario digno de nuestro acero. Me han dado jaque mate en
   Londres. Sólo me cabe desearle que tenga usted mejor suerte en
   Devonshire. Pero reconozco que no estoy tranquilo.


   —¿No está tranquilo?


   —No me gusta enviarlo a usted. Es un asunto muy feo, Watson, un asunto
   muy feo y peligroso, y cuanto más sé de él menos me gusta. Sí, mi
   querido amigo, ríase usted, pero le doy mi palabra de que me alegraré
   mucho de tenerlo otra vez sano y salvo en Baker Street.


   - 6 -
   La mansión de los Baskerville



   El día señalado Sir Henry Baskerville y el doctor Mortimer estaban
   listos para emprender el viaje y, tal como habíamos convenido, salimos
   los tres camino de Devonshire. Sherlock Holmes me acompañó a la
   estación y antes de partir me dio las últimas instrucciones y consejos.


   —No quiero influir sobre usted sugiriéndole teorías o sospechas,
   Watson. Limítese a informarme de los hechos de la manera más completa
   posible y deje para mí las teorías.


   —¿Qué clase de hechos? —pregunté yo.


   —Cualquier cosa que pueda tener relación con el caso, por indirecta que
   sea, y sobre todo las relaciones del joven Baskerville con sus vecinos,
   o cualquier elemento nuevo relativo a la muerte de Sir Charles. Por mi
   parte he hecho algunas investigaciones en los últimos días, pero mucho
   me temo que los resultados han sido negativos. Tan sólo una cosa parece
   cierta, y es que el señor James Desmond, el próximo heredero, es un
   caballero virtuoso de edad avanzada, por lo que no cabe pensar en él
   como responsable de esta persecución. Creo sinceramente que podemos
   eliminarlo de nuestros cálculos. Nos quedan las personas que en el
   momento presente conviven con Sir Henry en el páramo.


   —¿No habría que librarse en primer lugar del matrimonio Barrymore?


   —No, no; eso sería un error imperdonable. Si son inocentes cometeríamos
   una gran injusticia y si son culpables estaríamos renunciando a toda
   posibilidad de demostrarlo. No, no; los conservaremos en nuestra lista
   de sospechosos. Hay además un mozo de cuadra en la mansión, si no
   recuerdo mal. Tampoco debemos olvidar a los dos granjeros que cultivan
   las tierras del páramo. Viene a continuación nuestro amigo el doctor
   Mortimer, de cuya honradez estoy convencido, y su esposa, de quien nada
   sabemos. Hay que añadir a Stapleton, el naturalista, y a su hermana
   quien, según se dice, es una joven muy atractiva. Luego está el señor
   Frankland de la mansión Lafter, que también es un factor desconocido, y
   uno o dos vecinos más. Esas son las personas que han de ser para usted
   objeto muy especial de estudio.


   —Haré todo lo que esté en mi mano.


   —¿Lleva usted algún arma?


   —Sí, he pensado que sería conveniente.


   —Sin duda alguna. No se aleje de su revólver ni de día ni de noche y
   manténgase alerta en todo momento. Nuestros amigos ya habían reservado
   asientos en un vagón de primera clase y nos esperaban en el andén.


   —No; no disponemos de ninguna nueva información —dijo el doctor
   Mortimer en respuesta a las preguntas de Holmes—. De una cosa estoy
   seguro, y es que no nos han seguido durante los dos últimos días. No
   hemos salido nunca sin mantener una estrecha vigilancia y nadie nos
   hubiera pasado inadvertido.


   —Espero que hayan permanecido siempre juntos.


   —Excepto ayer por la tarde. Suelo dedicar un día a la diversión cuando
   vengo a Londres, de manera que pasé la tarde en el museo del Colegio de
   Cirujanos.


   —Y yo fui a pasear por el parque y a ver a la gente —dijo Baskerville—.
   Pero no tuvimos problemas de ninguna clase.


   —Fue una imprudencia de todas formas —dijo Holmes, moviendo la cabeza y
   poniéndose muy serio—. Le ruego, Sir Henry, que no vaya solo a ningún
   sitio. Le puede suceder una gran desgracia si lo hace. ¿Recuperó usted
   la otra bota?


   —No, señor; ha desaparecido definitivamente.


   —Vaya, vaya. Eso es muy interesante. Bien, hasta la vista —añadió
   mientras el tren empezaba a deslizarse—. Recuerde, Sir Henry, una de
   las frases de aquella extraña leyenda antigua que nos leyó el doctor
   Mortimer y evite el páramo en las horas de oscuridad, cuando se
   intensifican los poderes del mal.


   Volví la vista hacia el andén unos segundos más tarde y comprobé que
   aún seguía allí la figura alta y austera de Holmes, todavía inmóvil,
   que continuaba mirándonos.


   El viaje fue rápido y agradable y lo empleé en conocer mejor a mis dos
   acompañantes y en jugar con el spaniel del doctor Mortimer. En pocas
   horas la tierra parda se convirtió en rojiza, el ladrillo se transformó
   en granito y aparecieron vacas bermejas que pastaban en campos bien
   cercados donde la exuberante hierba y la vegetación más frondosa daban
   testimonio de un clima más fértil, aunque también más húmedo. El joven
   Baskerville miraba con gran interés por la ventanilla y lanzó
   exclamaciones de alegría al reconocer los rasgos familiares del paisaje
   de Devon.


   —He visitado buena parte del mundo desde que salí de Inglaterra, doctor
   Watson —dijo—, pero nunca he encontrado lugar alguno que se pueda
   comparar con estas tierras.


   —No conozco ningún natural de Devonshire que reniegue de su condado —
   hice notar.


   —Depende de la raza tanto como del condado —intervino el doctor
   Mortimer—. Una simple mirada a nuestro amigo permite apreciar de
   inmediato la cabeza redonda de los celtas, que se traduce en el
   entusiasmo céltico y en la capacidad de afecto. La cabeza del pobre Sir
   Charles pertenecía a un tipo muy raro, mitad gaélica, mitad irlandesa
   en sus características. Pero usted era muy joven cuando vio por última
   vez la mansión de los Baskerville, ¿no es eso?


   —No era más que un adolescente cuando murió mi padre y no vi nunca la
   mansión, porque vivíamos en un pequeño chalet de la costa sur. De allí
   fui directamente a vivir con un amigo norteamericano. Le aseguro que
   todo esto es tan nuevo para mí como para el doctor Watson y ardo en
   deseos de ver el páramo.


   —¿Es eso cierto? Pues ya tiene usted su meta al alcance de la mano,
   porque se divisa desde aquí —dijo el doctor Mortimer, señalando hacia
   el paisaje.


   Por encima de los verdes cuadrados de los campos y de la curva de un
   bosque, se alzaba a lo lejos una colina gris y melancólica, con una
   extraña cumbre dentada, borrosa y vaga en la distancia, semejante al
   paisaje fantástico de un sueño. Baskerville permaneció inmóvil mucho
   tiempo, con los ojos fijos en ella, y supe por la expresión de su
   rostro lo mucho que significaba para él ver por primera vez aquel
   extraño lugar que los hombres de su sangre habían dominado durante
   tanto tiempo y en el que habían dejado una huella tan honda. A pesar de
   su traje de tweed, de su acento americano y de viajar en un
   prosaico(vulgar) vagón de ferrocarril, sentí más que nunca, al
   contemplar su rostro, moreno y expresivo, que era un auténtico
   descendiente de aquella larga sucesión de hombres de sangre ardiente,
   tan fogosos como autoritarios. Las cejas espesas, las delicadas
   ventanas de la nariz y los grandes ojos de color avellana daban fe de
   su orgullo, de su valor y de su fortaleza. Si en aquel páramo inhóspito
   nos esperaba una empresa difícil y peligrosa, contaba al menos con un
   compañero por quien se podía aceptar un riesgo con la seguridad de que
   lo compartiría con valor.


   El tren se detuvo en una pequeña estación junto a la carretera y allí
   descendimos. Fuera, más allá de una cerca blanca de poca altura,
   esperaba una tartana(carruaje de dos ruedas de capota abovedada) tirada
   por dos jacos(caballo pequeño y modesto). Nuestra llegada suponía sin
   duda todo un acontecimiento, porque el jefe de estación y los mozos de
   cuerda se arracimaron(apretujaron) a nuestro alrededor para llevarnos
   el equipaje. Era un lugar sencillo y agradable, pero me sorprendió
   observar la presencia junto al portillo de dos hombres de aspecto
   marcial con uniforme oscuro que se apoyaban en sus rifles y que nos
   miraron con mucho interés cuando pasamos. El cochero, un hombrecillo de
   facciones duras y manos nudosas, saludó a Sir Henry y pocos minutos
   después volábamos ya por la amplia carretera blanca. Ondulantes tierras
   de pastos ascendían a ambos lados y viejas casas con
   gabletes(estructura picuda y triangular colocada sobre la fachada)
   asomaban entre la densa vegetación, pero detrás del campo tranquilo e
   iluminado por el sol se elevaba siempre, oscura contra el cielo del
   atardecer, la larga y melancólica curva del páramo, interrumpida por
   colinas dentadas y siniestras.


   La tartana se desvió por una carretera lateral y empezamos a ascender
   por caminos muy hundidos, desgastados por siglos de ruedas, con taludes
   muy altos a los lados, cubiertos de musgo húmedo y carnosas lenguas de
   ciervo(helecho). Helechos bronceados y zarzas resplandecían bajo la luz
   del sol poniente. Sin dejar de subir, pasamos sobre un estrecho puente
   de granito y bordeamos un ruidoso y veloz torrente, que espumeaba y
   rugía entre grandes rocas. Camino y curso de agua discurrían después
   por un valle donde abundaban los robles achaparrados y los abetos. A
   cada vuelta del camino Baskerville lanzaba una nueva exclamación de
   placer y miraba con gran interés a su alrededor haciendo innumerables
   preguntas. A él todo le parecía hermoso, pero para mí había un velo de
   melancolía sobre el paisaje, en el que se marcaba con toda claridad la
   proximidad del invierno. Los caminos estaban alfombrados de hojas
   amarillas que también caían sobre nosotros. El traqueteo de las ruedas
   enmudecía cuando atravesábamos montones de vegetación podrida: tristes
   regalos, en mi opinión, para que la naturaleza los lanzara ante el
   coche del heredero de los Baskerville que regresaba a su casa
   solariega(antigua y noble).


   —¡Caramba! —exclamó el doctor Mortimer—, ¿qué es esto?


   Teníamos delante una pronunciada pendiente cubierta de brezos, una
   avanzadilla del páramo. En lo más alto, tan destacado y tan preciso
   como una estatua ecuestre sobre su pedestal, vimos a un soldado a
   caballo, sombrío y austero, el rifle preparado sobre el antebrazo.
   Estaba vigilando la carretera por la que circulábamos.


   —¿Qué es lo que sucede, Perkins? —preguntó el doctor Mortimer. El
   cochero se volvió a medias en su asiento.


   —Se ha escapado un preso de Princetown, señor. Ya lleva tres días en
   libertad y los guardianes vigilan todas las carreteras y las
   estaciones, pero hasta ahora no han dado con él. A los agricultores de
   la zona no les gusta nada lo que pasa, se lo aseguro.


   —Bueno, según tengo entendido, se les recompensará con cinco libras si
   proporcionan alguna información.


   — Es cierto, señor, pero la posibilidad de ganar cinco libras es muy
   poca cosa comparada con el temor a que te corten el cuello. Porque no
   se trata de un preso corriente. Es un individuo que no se detendría
   ante nada.


   —¿De quién se trata?


   —Selden, señor: el asesino de Notting Hill.


   Yo recordaba bien el caso, que había despertado el interés de Holmes
   por la peculiar ferocidad del crimen y la absurda brutalidad que había
   acompañado todos los actos del asesino. Se le había conmutado la pena
   capital en razón de algunas dudas sobre el estado de sus facultades
   mentales, precisamente por lo atroz de su conducta. Nuestra tartana
   había coronado una cuesta y entonces apareció ante nosotros la enorme
   extensión del páramo, salpicado de montones de piedras y de peñascos de
   formas extrañas. Enseguida se nos echó encima un viento frío que nos
   hizo tiritar. En algún lugar de aquella llanura desolada se escondía el
   diabólico asesino, oculto en un escondrijo como una bestia salvaje y
   con el corazón lleno de malevolencia hacia toda la raza humana que lo
   había expulsado de su seno. Sólo se necesitaba aquello para colmar el
   siniestro poder de sugestión del páramo, junto con el viento helado y
   el cielo que empezaba a oscurecerse. Hasta el mismo Baskerville guardó
   silencio y se ciñó más el abrigo.


   Habíamos dejado atrás y abajo las tierras fértiles. Al volver la vista
   contemplábamos los rayos oblicuos de un sol muy bajo que convertía los
   cursos de agua en hebras de oro y que brillaba sobre la tierra roja
   recién removida por el arado y sobre la extensa maraña de los bosques.
   El camino que teníamos ante nosotros se fue haciendo más desolado y
   silvestre por encima de enormes pendientes de color rojizo y verde
   oliva, salpicadas de peñascos gigantescos. De cuando en cuando
   pasábamos junto a una de las casas del páramo, con las paredes y el
   techo de piedra, sin planta trepadora alguna para dulcificar su severa
   silueta. De repente nos encontramos ante una depresión con forma de
   taza, salpicada de robles y abetos achaparrados, retorcidos e
   inclinados por la furia de años de tormentas. Dos altas torres muy
   estrechas se alzaban por encima de los árboles. El cochero señaló con
   la fusta.


   —La mansión de los Baskerville —dijo.


   Su dueño se había puesto en pie y la contemplaba con mejillas
   encendidas y ojos brillantes. Pocos minutos después habíamos llegado al
   portón de la casa del guarda, un laberinto de fantásticas tracerías en
   hierro forjado, con pilares a cada lado gastados por las inclemencias
   del tiempo, manchados de líquenes y coronados por las cabezas de
   jabalíes de los Baskerville. La casa del guarda era una ruina de
   granito negro y desnudas costillas de vigas, pero frente a ella se
   alzaba un nuevo edificio, construido a medias, primer fruto del oro
   sudafricano de Sir Charles.


   A través del portón penetramos en la avenida, donde las ruedas
   enmudecieron de nuevo sobre las hojas muertas y donde los árboles
   centenarios cruzaban sus ramas formando un túnel en sombra sobre
   nuestras cabezas. Baskerville se estremeció al dirigir la mirada hacia
   el fondo de la larga y oscura avenida, donde la casa brillaba
   débilmente como un fantasma.


   —¿Fue aquí? —preguntó en voz baja.


   —No, no; el paseo de los Tejos está al otro lado.


   El joven heredero miró a su alrededor con expresión melancólica.


   —No tiene nada de extraño que mi tío tuviera la impresión de que algo
   malo iba a sucederle en un sitio como éste —dijo—. No se necesita más
   para asustar a cualquiera. Haré que instalen una hilera de lámparas
   eléctricas antes de seis meses, y no reconocerán ustedes el sitio
   cuando dispongamos en la puerta misma de la mansión de una potencia de
   mil bujías de Swan(inventor de la lámpara incandescente) y Edison.


   La avenida desembocaba en una gran extensión de césped y teníamos ya la
   casa ante nosotros. A pesar de la poca luz pude ver aún que la parte
   central era un macizo edificio del que sobresalía un pórtico. Toda la
   fachada principal estaba cubierta de hiedra, con algunos agujeros
   recortados aquí y allá para que una ventana o un escudo de armas
   asomara a través del oscuro velo. Desde el bloque central se alzaban
   las torres gemelas, antiguas, almenadas y horadadas por muchas
   troneras. A izquierda y derecha de las torres se extendían las alas más
   modernas de granito negro. Una luz mortecina brillaba a través de las
   ventanas con gruesos parteluces(columna delgada que divide en dos una
   ventana), y de las altas chimeneas que nacían del techo de muy
   pronunciada inclinación brotaba una sola columna de humo negro.


   —¡Bienvenido, Sir Henry! Bienvenido a la mansión de los Baskerville!


   Un hombre de estatura elevada había salido de la sombra del pórtico
   para abrir la puerta de la tartana. La figura de una mujer se recortaba
   contra la luz amarilla del vestíbulo. También esta última se adelantó
   para ayudar al hombre con nuestro equipaje.


   —Espero que no lo tome a mal, Sir Henry, pero voy a volver directamente
   a mi casa —dijo el doctor Mortimer—. Mi mujer me aguarda.


   —¿No se queda usted a cenar con nosotros?


   —No; debo marcharme. Probablemente tendré trabajo esperándome. Me
   quedaría para enseñarle la casa, pero Barrymore será mejor guía que yo.
   Hasta la vista y no dude en mandar a buscarme de día o de noche si
   puedo serle útil.


   El ruido de las ruedas se perdió avenida abajo mientras Sir Henry y yo
   entrábamos en la casa y la puerta se cerraba con estrépito a nuestras
   espaldas. Nos encontramos en una espléndida habitación de nobles
   proporciones y gruesas vigas de madera de roble ennegrecida por el
   tiempo que formaban los pares del techo. En la gran chimenea de tiempos
   pretéritos y detrás de los altos morillos(caballete para sujetar los
   leños) de hierro crepitaba y chisporroteaba un fuego de leña. Sir Henry
   y yo extendimos las manos hacia él porque estábamos ateridos después
   del largo trayecto en la tartana. Luego contemplamos las altas y
   estrechas ventanas con vidrios antiguos de colores, el revestimiento de
   las paredes de madera de roble, las cabezas de ciervo, los escudos de
   armas en las paredes, todo ello borroso y sombrío a la escasa luz de la
   lámpara central.


   —Exactamente como lo imaginaba —dijo Sir Henry—. ¿No es la imagen misma
   de un antiguo hogar familiar? ¡Pensar que en esta sala han vivido los
   míos durante cinco siglos! Esa simple idea hace que todo me parezca más
   solemne.


   Vi cómo su rostro moreno se iluminaba de entusiasmo juvenil al mirar a
   su alrededor. Se encontraba en un sitio donde la luz caía de lleno
   sobre él, pero sombras muy largas descendían por las paredes y colgaban
   como un dosel negro por encima de su cabeza; Barrymore había regresado
   de llevar el equipaje a nuestras habitaciones y se detuvo ante nosotros
   con la discreción característica de un criado competente. Era un hombre
   notable por su apariencia: alto, bien parecido, barba negra cuadrada,
   tez pálida y facciones distinguidas.


   —¿Desea usted que se sirva la cena inmediatamente, Sir Henry?


   —¿Está lista?


   —Dentro de muy pocos minutos, señor. Encontrarán agua caliente en sus
   habitaciones. Mi mujer y yo, Sir Henry, seguiremos a su servicio con
   mucho gusto hasta que disponga usted otra cosa, aunque no se le
   ocultará que con la nueva situación habrá que ampliar la servidumbre de
   la casa.


   —¿Qué nueva situación?


   —Me refiero únicamente a que Sir Charles llevaba una vida muy retirada
   y nosotros nos bastábamos para atender sus necesidades. Usted querrá,
   sin duda, hacer más vida social y, en consecuencia, tendrá que
   introducir cambios.


   —¿Quiere eso decir que su esposa y usted desean marcharse?


   —Únicamente cuando ya no le cause a usted ningún trastorno.


   —Pero su familia nos ha servido a lo largo de varias generaciones, ¿no
   es cierto? Lamentaría comenzar mi vida aquí rompiendo una antigua
   relación familiar.


   Me pareció discernir signos de emoción en las pálidas facciones del
   mayordomo.


   —Mis sentimientos son idénticos, Sir Henry, y mi esposa los comparte
   plenamente. Pero, a decir verdad, los dos estábamos muy apegados a Sir
   Charles; su muerte ha sido un golpe terrible y ha llenado esta casa de
   recuerdos dolorosos. Mucho me temo que nunca recobraremos la paz de
   espíritu en la mansión de los Baskerville.


   —Pero, ¿qué es lo que se proponen hacer?


   —Estoy convencido de que tendremos éxito si emprendemos algún negocio.
   La generosidad de Sir Charles nos ha proporcionado los medios para
   ponerlo en marcha. Y ahora, señor, quizá convenga que los acompañe a
   ustedes a sus habitaciones.


   Una galería rectangular con balaustrada(baranda de pequeñas columnas),
   a la que se llegaba por una escalera doble, corría alrededor de la gran
   sala central. Desde aquel punto dos largos corredores se extendían a
   todo lo largo del edificio y a ellos se abrían los dormitorios. El mío
   estaba en la misma ala que el de Baskerville y casi puerta con puerta.
   Aquellas habitaciones parecían mucho más modernas que la parte central
   de la mansión; el alegre empapelado y la abundancia de velas
   contribuyeron un tanto a disipar la sombría impresión que se había
   apoderado de mi mente desde nuestra llegada.


   Pero el comedor, al que se accedía desde la gran sala central, era
   también un lugar oscuro y melancólico. Se trataba de una larga cámara
   con un escalón que separaba la parte inferior, reservada a los
   subordinados, del estrado donde se colocaban los miembros de la
   familia. En un extremo se hallaba situado un palco para los músicos.
   Vigas negras cruzaban por encima de nuestras cabezas y, más arriba aún,
   el techo ennegrecido por el humo. Con hileras de antorchas llameantes
   para iluminarlo y con el colorido y el tosco jolgorio de un banquete de
   tiempos pretéritos quizá se hubiera dulcificado su aspecto; pero ahora,
   cuando tan sólo dos caballeros vestidos de negro se sentaban dentro del
   pequeño círculo de luz que proporcionaba una lámpara con pantalla, las
   voces se apagaban y los espíritus se abatían. Una borrosa hilera de
   antepasados, ataviados de las maneras más diversas, desde el caballero
   isabelino hasta el petimetre de la Regencia(épocas relativas a reinados
   británicos), nos miraba desde lo alto y nos intimidaban con su compañía
   silenciosa. Hablamos poco y, de manera excepcional, me alegré de que
   terminara la cena y de que pudiéramos retirarnos a la moderna sala de
   billar para fumar un cigarrillo.


   —A fe mía, no se puede decir que sea un sitio muy alegre —exclamó Sir
   Henry—. Supongo que llegaremos a habituarnos, pero por el momento me
   siento un tanto desplazado. No me extraña que mi tío se pusiera algo
   nervioso viviendo solo en una casa como ésta. Si no le parece mal, hoy
   nos retiraremos pronto y quizá las cosas nos parezcan un poco más
   risueñas mañana por la mañana.


   Abrí las cortinas antes de acostarme y miré por la ventana de mi
   cuarto. Daba a una extensión de césped situada delante de la puerta
   principal. Más allá, dos bosquecillos gemían y se balanceaban, agitados
   por el viento cada vez más intenso. La luna se abrió paso entre las
   nubes desbocadas. Gracias a su fría luz vi más allá de los árboles una
   franja incompleta de rocas y la larga superficie casi llana del
   melancólico páramo. Cerré las cortinas, convencido de que mi última
   impresión coincidía con las anteriores.


   Aunque no fue la última en realidad. Pronto descubrí que estaba cansado
   pero insomne y di muchas vueltas en la cama, esperando un sueño que no
   venía. Muy a lo lejos un reloj de pared daba los cuartos de hora, pero,
   por lo demás, un silencio sepulcral reinaba sobre la vieja casa. Y
   luego, de repente, en la quietud de la noche, llegó hasta mis oídos un
   sonido claro, resonante e inconfundible. Eran los sollozos de una
   mujer, los jadeos ahogados de una persona desgarrada por un sufrimiento
   incontrolable. Me senté en la cama y escuché con atención. El ruido
   procedía sin duda del interior de la casa. Por espacio de media hora
   esperé con los nervios en tensión, pero de nuevo reinó el silencio, si
   se exceptúan las campanadas del reloj y el roce de la hiedra contra la
   pared.

   - 7 -
   Los Stapleton de la casa Merripit



   Al día siguiente la belleza de la mañana contribuyó a borrar de
   nuestras mentes la impresión lúgubre y gris que a ambos nos había
   dejado el primer contacto con la mansión de los Baskerville. Mientras
   Sir Henry y yo desayunábamos, la luz del sol entraba a raudales por las
   altas ventanas con parteluces, proyectando pálidas manchas de color
   procedentes de los escudos de armas que decoraban los cristales. El
   revestimiento de madera brillaba como bronce bajo los rayos dorados y
   costaba trabajo convencerse de que estábamos en la misma cámara que la
   noche anterior había llenado nuestras almas de melancolía.


   —¡Sospecho que los culpables somos nosotros y no la casa! —exclamó el
   baronet—. Llevábamos encima el cansancio del viaje y el frío del
   páramo, de manera que miramos este sitio con malos ojos. Ahora que
   hemos descansado y nos encontramos bien, nos parece alegre una vez más.


   —Pero no fue todo un problema de imaginación —respondí yo—. ¿Acaso no
   oyó usted durante la noche a alguien, una mujer en mi opinión, que
   sollozaba?


   —Es curioso, porque, cuando estaba medio dormido, me pareció oír algo
   así. Esperé un buen rato, pero el ruido no se repitió, de manera que
   llegué a la conclusión de que lo había soñado.


   —Yo lo oí con toda claridad y estoy seguro de que se trataba de los
   sollozos de una mujer.


   —Debemos informarnos inmediatamente.


   Sir Henry tocó la campanilla y preguntó a Barrymore si podía
   explicarnos lo sucedido. Me pareció que aumentaba un punto la palidez
   del mayordomo mientras escuchaba la pregunta de su señor.


   —No hay más que dos mujeres en la casa, Sir Henry —respondió—. Una es
   la fregona(criada que friega y cocina), que duerme en la otra ala. La
   segunda es mi mujer, y puedo asegurarle personalmente que ese sonido no
   procedía de ella.


   Y sin embargo mentía, porque después del desayuno me crucé por
   casualidad con la señora Barrymore, cuando el sol le iluminaba de lleno
   el rostro, en el largo corredor al que daban los dormitorios. La esposa
   del mayordomo era una mujer grande, de aspecto impasible, facciones muy
   marcadas y un gesto de boca severo y decidido. Pero sus ojos
   enrojecidos, que me miraron desde detrás de unos párpados hinchados, la
   denunciaban. Era ella, sin duda, quien lloraba por la noche y, aunque
   su marido tenía que saberlo, había optado por correr el riesgo de verse
   descubierto al afirmar que no era así. ¿Por qué lo había hecho? Y ¿por
   qué lloraba su mujer tan amargamente? En torno a aquel hombre de tez
   pálida, bien parecido y de barba negra, se estaba creando ya una
   atmósfera de misterio y melancolía. Barrymore había encontrado el
   cuerpo sin vida de Sir Charles y únicamente contábamos con su palabra
   para todo lo referente a las circunstancias relacionadas con la muerte
   del anciano. ¿Existía la posibilidad de que, después de todo, fuera
   Barrymore a quien habíamos visto en el cabriolé de Regent Street? Podía
   muy bien tratarse de la misma barba. El cochero había descrito a un
   hombre algo más bajo, pero no era impensable que se hubiera equivocado.
   ¿Cómo podía yo aclarar aquel extremo de una vez por todas? Mi primera
   gestión consistiría en visitar al administrador de correos de Grimpen y
   averiguar si a Barrymore se le había entregado el telegrama de prueba
   en propia mano. Fuera cual fuese la respuesta, al menos tendría ya algo
   de que informar a Sherlock Holmes.


   Sir Henry necesitaba examinar un gran número de documentos después del
   desayuno, de manera que era aquél el momento propicio para mi
   excursión, que resultó ser un agradable paseo de seis kilómetros
   siguiendo el borde del páramo y que me llevó finalmente a una aldehuela
   gris en la que dos edificios de mayor tamaño, que resultaron ser la
   posada y la casa del doctor Mortimer, destacaban considerablemente
   sobre el resto. El administrador de correos, que era también el tendero
   del pueblo, se acordaba perfectamente del telegrama.


   —Así es, caballero —dijo—; hice que se entregara al señor Barrymore,
   tal como se indicaba.


   —¿Quién lo entregó?


   —Mi hijo, aquí presente. James, entregaste el telegrama al señor
   Barrymore en la mansión la semana pasada, ¿no es cierto?


   —Sí, padre; lo entregué yo.


   —¿En propia mano?


   —Bueno, el señor Barrymore se hallaba en el desván en aquel momento,
   así que no pudo ser en propia mano, pero se lo di a su esposa, que
   prometió entregarlo inmediatamente.


   —¿Viste al señor Barrymore?


   —No, señor; ya le he dicho que estaba en el desván.


   —Si no lo viste, ¿cómo sabes que estaba en el desván? — Sin duda su
   mujer sabía dónde estaba —dijo, de malos modos, el administrador de
   correos—. ¿Es que no recibió el telegrama? Si ha habido algún error,
   que presente la queja el señor Barrymore en persona.


   Parecía inútil proseguir la investigación, pero estaba claro que, pese
   a la estratagema de Holmes, seguíamos sin dilucidar si Barrymore se
   había trasladado a Londres. Suponiendo que fuera así, suponiendo que la
   misma persona que había visto a Sir Charles con vida por última vez
   hubiese sido el primero en seguir al nuevo heredero a su regreso a
   Inglaterra, ¿qué consecuencias podían sacarse? ¿Era agente de terceros
   o actuaba por cuenta propia con algún propósito siniestro? ¿Qué interés
   podía tener en perseguir a la familia Baskerville? Recordé la extraña
   advertencia extraída del editorial del Times. ¿Era obra suya o más bien
   de alguien que se proponía desbaratar sus planes? El único motivo
   plausible era el sugerido por Sir Henry: si se conseguía asustar a la
   familia de manera que no volviera a la mansión, los Barrymore
   dispondrían de manera permanente de un hogar muy cómodo. Pero sin duda
   un motivo así resultaba insuficiente para explicar unos planes tan
   sutiles como complejos que parecían estar tejiendo una red invisible en
   torno al joven baronet. Holmes en persona había dicho que de todas sus
   sensacionales investigaciones aquélla era la más compleja. Mientras
   regresaba por el camino gris y solitario recé para que mi amigo pudiera
   librarse pronto de sus ocupaciones y estuviera en condiciones de venir
   a Devonshire y de retirar de mis hombros la pesada carga de
   responsabilidad que había echado sobre ellos.


   De repente mis pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de
   unos pasos veloces y de una voz que repetía mi nombre. Me volví
   esperando ver al doctor Mortimer, pero, para mi sorpresa, descubrí que
   me perseguía un desconocido. Se trataba de un hombre pequeño, delgado,
   completamente afeitado, de aspecto remilgado, cabello rubio y mandíbula
   estrecha, entre los treinta y los cuarenta años de edad, que vestía un
   traje gris y llevaba sombrero de paja. Del hombro le colgaba una caja
   de hojalata para especímenes botánicos y en la mano llevaba un
   cazamariposas verde.


   —Estoy seguro de que sabrá excusar mi atrevimiento, doctor Watson —me
   dijo al llegar jadeando a donde me encontraba—. Aquí en el páramo somos
   gentes llanas y no esperamos a las presentaciones oficiales. Quizá haya
   usted oído pronunciar mi apellido a nuestro común amigo, el doctor
   Mortimer. Soy Stapleton y vivo en la casa Merripit.


   —El cazamariposas y la caja me hubieran bastado —dije—, porque sabía
   que el señor Stapleton era naturalista. Pero, ¿cómo sabe usted quién
   soy yo?


   —He ido a hacer una visita a Mortimer y, al pasar usted por la calle,
   lo hemos visto desde la ventana de su consultorio. Dado que llevamos el
   mismo camino, se me ha ocurrido alcanzarlo y presentarme. Confío en que
   Sir Henry no esté demasiado fatigado por el viaje.


   —Se encuentra perfectamente, muchas gracias.


   —Todos nos temíamos que después de la triste desaparición de Sir
   Charles el nuevo baronet no quisiera vivir aquí. Es mucho pedir que un
   hombre acaudalado venga a enterrarse en un sitio como éste, pero no
   hace falta que le diga cuánto significa para toda la zona. ¿Hago bien
   en suponer que Sir Henry no alberga miedos supersticiosos en esta
   materia?


   —No creo que sea probable.


   —Por supuesto usted conoce la leyenda del perro diabólico que persigue
   a la familia.


   —La he oído.


   —¡Es notable lo crédulos que son los campesinos por estos alrededores!
   Muchos de ellos están dispuestos a jurar que han visto en el páramo a
   un animal de esas características —hablaba con una sonrisa, pero me
   pareció leer en sus ojos que se tomaba aquel asunto con más seriedad—.
   Esa historia llegó a apoderarse de la imaginación de Sir Charles y
   estoy convencido de que provocó su trágico fin.


   —Pero, ¿cómo?


   —Tenía los nervios tan desquiciados que la aparición de cualquier perro
   podría haber tenido un efecto fatal sobre su corazón enfermo. Imagino
   que vio en realidad algo así aquella última noche en el paseo de los
   Tejos. Yo temía que pudiera suceder un desastre, sentía por él un gran
   afecto y no ignoraba la debilidad de su corazón.


   —¿Cómo lo sabía?


   —Me lo había dicho mi amigo Mortimer.


   —¿Piensa usted, entonces, que un perro persiguió a Sir Charles y que,
   en consecuencia, el anciano baronet murió de miedo?


   —¿Tiene usted alguna explicación mejor?


   —No he llegado a ninguna conclusión.


   —¿Tampoco su amigo, el señor Sherlock Holmes? Aquellas palabras me
   dejaron sin respiración por un momento, pero la placidez del rostro de
   mi interlocutor y su mirada impertérrita me hicieron comprender que no
   se proponía sorprenderme.


   —Es inútil tratar de fingir que no le conocemos, doctor Watson —dijo—.
   Nos han llegado sus relatos de las aventuras del famoso detective y no
   podría usted celebrar sus éxitos sin darse también a conocer. Cuando
   Mortimer me dijo su apellido, no pudo negar su identidad. Si está usted
   aquí, se sigue que el señor Sherlock Holmes se interesa también por
   este asunto y, como es lógico, siento curiosidad por saber su opinión
   sobre el caso.


   —Me temo que no estoy en condiciones de responder a esa pregunta.


   — ¿Puede usted decirme si nos honrará visitándonos en persona?


   —En el momento presente sus ocupaciones no le permiten abandonar
   Londres. Tiene otros casos que requieren su atención.


   —¡Qué lástima! Podría arrojar alguna luz sobre algo que está muy oscuro
   para nosotros. Pero por lo que se refiere a sus propias
   investigaciones, doctor Watson, si puedo serle útil de alguna manera,
   confío en que no vacile en servirse de mí. Y si contara ya con alguna
   indicación sobre la naturaleza de sus sospechas o sobre cómo se propone
   usted investigar el caso, quizá pudiera, incluso ahora mismo, serle de
   ayuda o darle algún consejo.


   —Siento desilusionarle, pero estoy aquí únicamente para visitar a mi
   amigo Sir Henry y no necesito ayuda de ninguna clase.


   —¡Excelente! —dijo Stapleton—. Tiene usted toda la razón para mostrarse
   cauteloso y reservado. Me considero justamente reprendido por lo que ha
   sido sin duda una intromisión injustificada y le prometo que no volveré
   a mencionar este asunto.


   Habíamos llegado a un punto donde un estrecho sendero cubierto de
   hierba se separaba de la carretera para internarse en el páramo. A la
   derecha quedaba una empinada colina salpicada de rocas que en tiempos
   remotos se había utilizado como cantera de granito. La cara que estaba
   vuelta hacia nosotros formaba una sombría escarpadura, en cuyos nichos
   crecían helechos y zarzas. Por encima de una distante elevación se
   alzaba un penacho gris de humo.


   —Un paseo no demasiado largo por esta senda del páramo nos llevará
   hasta la casa Merripit —dijo mi acompañante—. Si dispone usted de una
   hora, tendré el placer de presentarle a mi hermana.


   Lo primero que pensé fue que mi deber era estar al lado de Sir Henry,
   pero a continuación recordé los muchos documentos y facturas que
   abarrotaban la mesa de su estudio. Era indudable que yo no podía
   ayudarlo en aquella tarea. Y Holmes me había pedido expresamente que
   estudiara a los vecinos del baronet. Acepté la invitación de Stapleton
   y torcimos juntos por el sendero.


   —El páramo es un lugar maravilloso —dijo mi interlocutor, recorriendo
   con la vista las ondulantes lomas, semejantes a grandes olas verdes,
   con crestas de granito dentado que formaban con su espuma figuras
   fantásticas—. Nunca cansa. No es posible imaginar los increíbles
   secretos que contiene. ¡Es tan vasto, tan estéril, tan misterioso!


   —Lo conoce usted bien, ¿no es cierto?


   —Sólo llevo aquí dos años. Los naturales de la zona me llamarían recién
   llegado. Vinimos poco después de que Sir Charles se instalara en la
   mansión. Pero mis aficiones me han llevado a explorar todos los
   alrededores y estoy convencido de que pocos conocen el páramo mejor que
   yo.


   —¿Es difícil conocerlo?


   —Muy difícil. Fíjese, por ejemplo, en esa gran llanura que se extiende
   hacia el norte, con las extrañas colinas que brotan de ella. ¿Observa
   usted algo notable en su superficie?


   —Debe de ser un sitio excepcional para galopar.


   —Eso es lo que pensaría cualquiera, pero ya le ha costado la vida a más
   de una persona. ¿Advierte usted las manchas de color verde brillante
   que abundan por toda su superficie?


   —Sí, parecen más fértiles que el resto.


   Stapleton se echó a reír.


   —Es la gran ciénaga de Grimpen —dijo—, donde un paso en falso significa
   la muerte, tanto para un hombre como para cualquier animal. Ayer mismo
   vi a uno de los jacos del páramo meterse en ella. No volvió a salir.
   Durante mucho tiempo aún sobresalía la cabeza, pero el fango terminó
   por tragárselo. Incluso en las estaciones secas es peligroso cruzarla,
   pero aún resulta peor después de las lluvias del otoño. Y sin embargo
   yo soy capaz de llegar hasta el centro de la ciénaga y regresar vivo.
   ¡Vaya por Dios, allí veo a otro de esos desgraciados jacos!


   Algo marrón se agitaba entre las juncias verdes. Después, un largo
   cuello atormentado se disparó hacia lo alto y un terrible relincho
   resonó por todo el páramo. El horror me heló la sangre en las venas,
   pero los nervios de mi acompañante parecían ser más resistentes que los
   míos.


   —¡Desaparecido! —dijo—. La ciénaga se lo ha tragado. Dos en cuarenta y
   ocho horas y quizá muchos más, porque se acostumbran a ir allí cuando
   el tiempo es seco y no advierten la diferencia hasta quedar atrapados.
   La gran ciénaga de Grimpen es un sitio muy peligroso.


   —¿Y usted dice que penetra en su interior?


   —Sí, hay uno o dos senderos que un hombre muy ágil puede utilizar y yo
   los he descubierto.


   —Pero, ¿qué interés encuentra en un sitio tan espantoso?


   —¿Ve usted aquellas colinas a lo lejos? Son en realidad islas separadas
   del resto por la ciénaga infranqueable, que ha ido rodeándolas con el
   paso de los años. Allí es donde se encuentran las plantas raras y las
   mariposas, si es usted lo bastante hábil para llegar.


   —Algún día probaré suerte.


   Stapleton me miró sorprendido.


   —¡Por el amor de Dios, ni se le ocurra pensarlo! —dijo—. Su sangre
   caería sobre mi cabeza. Le aseguro que no existe la menor posibilidad
   de que regrese con vida. Yo lo consigo únicamente gracias a recordar
   ciertas señales de gran complejidad.


   —¡Caramba! —exclamé—. ¿Qué es eso?


   Un largo gemido muy profundo, indescriptiblemente triste, se extendió
   por el páramo. Aunque llenaba el aire, resultaba imposible decir de
   dónde procedía. De un murmullo apagado pasó a convertirse en un
   hondísimo rugido, para volver de nuevo al murmullo melancólico.
   Stapleton me miró con una expresión peculiar.


   —¡Extraño lugar el páramo! —dijo. —Pero, ¿qué era eso?


   —Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville reclamando
   su presa. Lo había oído antes una o dos veces, pero nunca con tanta
   claridad.


   Con el frío del miedo en el corazón contemplé la enorme llanura
   salpicada por las manchas verdes de los juncos. Nada se movía en
   aquella gran extensión si se exceptúa una pareja de cuervos, que
   graznaron con fuerza desde un risco a nuestras espaldas.


   —Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a tonterías como
   ésa —respondí—. ¿Cuál cree usted que es la causa de un sonido tan
   extraño?


   —Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al moverse, o el
   agua al subir de nivel, o algo parecido.


   —No, no; era la voz de un ser vivo.


   —Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un avetoro?


   —No, nunca.


   —Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra actualmente,
   pero todo es posible en el páramo. Sí; no me sorprendería que
   acabáramos de oír el grito del último de los avetoros(su canto es
   parecido al mugir vacuno).


   —Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi vida.


   —Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de esa colina.
   ¿Qué supone usted que son esas formaciones?


   Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos de piedra,
   una veintena al menos. —¿Qué son? ¿Apriscos(corral) para las ovejas?


   —No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al hombre
   prehistórico le gustaba vivir en el páramo, y como nadie lo ha vuelto a
   hacer desde entonces, encontramos sus pequeñas construcciones
   exactamente como él las dejó. Es el equivalente de las tiendas indias
   si se les quita el techo. Podrá usted ver incluso el sitio donde hacían
   fuego así como el lugar donde dormían, si la curiosidad le empuja a
   entrar en uno de ellos.


   —Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo habitada?


   —Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las fechas.


   —¿A qué se dedicaban sus pobladores?


   —El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar en busca
   de estaño cuando la espada de bronce empezaba a desplazar al hacha de
   piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de enfrente. Esa es su
   marca. Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo, doctor
   Watson. Ah, perdóneme un instante. Es sin duda un ejemplar de
   Cyclopides.


   Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y Stapleton
   se lanzó al instante tras ella con gran energía y rapidez. Para
   consternación mía el insecto voló directamente hacia la gran ciénaga,
   pero mi acompañante no se detuvo ni un instante, persiguiéndola a
   saltos de mata en mata, con el cazamariposas en ristre. Su ropa gris y
   la manera irregular de avanzar, a saltos y en zigzag, no le
   diferenciaban mucho de un gran insecto alado. Contemplaba su carrera
   con una mezcla de admiración por su extraordinario despliegue de
   facultades y de miedo a que perdiera pie en la ciénaga traicionera,
   cuando oí ruido de pasos y, al volverme, vi a una mujer que se acercaba
   hacia mí por el sendero. Procedía de la dirección en la que, gracias al
   penacho de humo, sabía ya que estaba localizada la casa Merripit, pero
   la inclinación del páramo me la había ocultado hasta que estuvo muy
   cerca.


   No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita Stapleton, puesto
   que en el páramo no abundan las damas, y recordaba que alguien la había
   descrito como muy bella. La mujer que avanzaba en mi dirección lo era,
   desde luego, y de una hermosura muy poco corriente. No podía darse
   mayor contraste entre hermanos, porque en el caso del naturalista la
   tonalidad era neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la
   señorita Stapleton era más oscura que ninguna de las morenas que he
   visto en Inglaterra y además esbelta, elegante y alta. Su rostro,
   altivo y de facciones delicadas, era tan regular que hubiera podido
   parecer frío de no ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y
   vehementes. Dada la perfección y elegancia de su vestido, resultaba,
   desde luego, una extraña aparición en la solitaria senda del páramo.
   Seguía con los ojos las evoluciones de su hermano cuando me di la
   vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia mí. Yo me había
   descubierto y me disponía a explicarle mi presencia con unas frases,
   cuando sus palabras hicieron que mis pensamientos cambiaran por
   completo de dirección.


   —¡Váyase! —dijo—. Vuelva a Londres inmediatamente.


   No pude hacer otra cosa que contemplarla, estupefacto. Sus ojos echaban
   fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el suelo con impaciencia.


   —¿Por qué tendría que marcharme?


   —No se lo puedo explicar —hablaba en voz baja y apremiante y con un
   curioso ceceo en la pronunciación—. Pero, por el amor de Dios, haga lo
   que le pido. Váyase y no vuelva nunca a pisar el páramo.


   —Pero si acabo de llegar.


   —Por favor —exclamó—. ¿No es capaz de reconocer una advertencia que se
   le hace por su propio bien? ¡Vuélvase a Londres! ¡Póngase esta misma
   noche en camino! ¡Aléjese de este lugar a toda costa! ¡Silencio, vuelve
   mi hermano! Ni una palabra de lo que le he dicho. ¿Le importaría
   cortarme la orquídea que está ahí, entre las colas de caballo? Las
   orquídeas abundan en el páramo, aunque, por supuesto, llega usted en
   una mala estación para disfrutar con la belleza de la zona.


   Stapleton había abandonado la caza y se acercaba a nosotros jadeante y
   con el rostro encendido por el esfuerzo.


   —¡Hola, Beryl! —dijo; y tuve la impresión de que el tono de su saludo
   no era excesivamente cordial.


   —Estás muy sofocado, Jack.


   —Sí. Perseguía a una Cyclopides. Es una mariposa muy poco corriente y
   raras veces se la encuentra a finales del otoño. ¡Es una pena que no
   haya conseguido capturarla!


   Hablaba despreocupadamente, pero sus ojos claros nos vigilaban a ambos
   sin descanso.


   —Se han presentado ya, por lo que observo.


   —Sí. Estaba explicando a Sir Henry que el otoño no es una buena época
   para la verdadera belleza del páramo.


   —¿Cómo? ¿Con quién crees que estás hablando?


   —Supongo que se trata de Sir Henry Baskerville.


   —No, no —dije yo—. Sólo soy un humilde plebeyo, aunque Baskerville me
   honre con su amistad. Me llamo Watson, doctor Watson.


   El disgusto ensombreció por un momento el expresivo rostro de la joven.


   —Hemos sido víctimas de un malentendido en nuestra conversación —dijo
   la señorita Stapleton.


   —En realidad no habéis tenido mucho tiempo —comentó su hermano, siempre
   con los mismos ojos interrogadores.


   —He hablado como si el doctor Watson fuera residente en lugar de simple
   visitante —dijo la señorita Stapleton—. No puede importarle mucho si es
   pronto o tarde para las orquídeas. Pero, una vez que ha llegado hasta
   aquí, espero que nos acompañe para ver la casa Merripit.


   Tras un breve paseo llegamos a una triste casa del páramo, granja de
   algún ganadero en los antiguos días de prosperidad, arreglada después
   para convertirla en vivienda moderna. La rodeaba un huerto, pero los
   árboles, como suele suceder en el páramo, eran más pequeños de lo
   normal y estaban quemados por las heladas; el lugar en conjunto daba
   impresión de pobreza y melancolía. Nos abrió la puerta un viejo criado,
   una criatura extraña, arrugada y de aspecto mohoso, muy en consonancia
   con la casa. Dentro, sin embargo, había habitaciones amplias,
   amuebladas con una elegancia en la que me pareció reconocer el gusto de
   la señorita Stapleton. Al contemplar desde sus ventanas el interminable
   páramo salpicado de granito que se extendía sin solución de continuidad
   hasta el horizonte más remoto, no pude por menos de preguntarme qué
   podía haber traído a un lugar así a aquel hombre tan instruido y a
   aquella mujer tan hermosa.


   —Extraña elección para vivir, ¿no es eso? —dijo Stapleton, como si
   hubiera adivinado mis pensamientos—. Y sin embargo conseguimos ser
   aceptablemente felices, ¿no es así, Beryl?


   —Muy felices —dijo ella, aunque faltaba el acento de la convicción en
   sus palabras.


   —Yo llevaba un colegio privado en el norte —dijo Stapleton—. Para un
   hombre de mi temperamento el trabajo resultaba monótono y poco
   interesante, pero el privilegio de vivir con jóvenes, de ayudar a
   moldear sus mentes y de sembrar en ellos el propio carácter y los
   propios ideales, era algo muy importante para mí. Pero el destino se
   puso en contra nuestra. Se declaró una grave epidemia en el colegio y
   tres de los muchachos murieron. La institución nunca se recuperó de
   aquel golpe y gran parte de mi capital se perdió sin remedio. De todos
   modos, si no fuera por la pérdida de la encantadora compañía de los
   muchachos, podría alegrarme de mi desgracia, porque, dada mi intensa
   afición a la botánica y a la zoología, tengo aquí un campo ilimitado de
   trabajo, y mi hermana está tan dedicada como yo a la naturaleza. Le
   explico todo esto, doctor Watson, porque he visto su expresión mientras
   contemplaba el páramo desde nuestra ventana.


   —Es cierto que se me ha pasado por la cabeza la idea de que todo esto
   pueda ser, quizá, un poco menos aburrido para usted que para su
   hermana.


   —No, no —replicó ella inmediatamente—; no me aburro nunca.


   —Disponemos de muchos libros y de nuestros estudios, y también contamos
   con vecinos muy interesantes. El doctor Mortimer es un erudito en su
   campo. También el pobre Sir Charles era un compañero admirable. Lo
   conocíamos bien y carezco de palabras para explicar hasta qué punto lo
   echamos de menos. ¿Cree usted que sería una impertinencia por mi parte
   hacer esta tarde una visita a Sir Henry para conocerlo?


   —Estoy seguro de que le encantará recibirlo.


   —En ese caso quizá quiera usted tener la amabilidad de mencionarle que
   me propongo hacerlo. Dentro de nuestra modestia tal vez podamos
   facilitarle un poco las cosas hasta que se acostumbre a su nuevo hogar.
   ¿Quiere subir conmigo, doctor Watson, y ver mi colección de
   Lepidoptera? Creo que es la más completa del suroeste de Inglaterra.
   Para cuando haya terminado de examinarlas el almuerzo estará casi
   listo.


   Pero yo estaba deseoso de volver junto a la persona cuya seguridad se
   me había confiado. Todo —la melancolía del páramo, la muerte del
   desgraciado jaco, el extraño sonido asociado con la sombría leyenda de
   los Baskerville—contribuía a teñir de tristeza mis pensamientos. Y por
   si todas aquellas impresiones más o menos vagas no me bastaran, había
   que añadirles la advertencia clara y precisa de la señorita Stapleton,
   hecha con tanta vehemencia que estaba convencido de que la apoyaban
   razones serias y profundas. Rechacé los repetidos ruegos de los
   hermanos para que me quedase a almorzar y emprendí de inmediato el
   camino de regreso, utilizando el mismo sendero crecido de hierba por el
   que habíamos venido.


   Existe sin embargo, al parecer, algún atajo que utilizan quienes
   conocen mejor la zona, porque antes de alcanzar la carretera me quedé
   pasmado al ver a la señorita Stapleton sentada en una roca al borde del
   camino. El rubor del esfuerzo embellecía aún más su rostro mientras se
   apretaba el costado con la mano.


   —He corrido todo el camino para alcanzarlo, doctor Watson —me dijo— y
   me ha faltado hasta tiempo para ponerme el sombrero. No puedo detenerme
   porque de lo contrario mi hermano repararía en mi ausencia. Quería
   decirle lo mucho que siento la estúpida equivocación que he cometido al
   confundirle con Sir Henry. Haga el favor de olvidar mis palabras, que
   no tienen ninguna aplicación en su caso.


   —Pero no puedo olvidarlas, señorita Stapleton —respondí—. Soy amigo de
   Sir Henry y su bienestar es de gran importancia para mí. Dígame por qué
   estaba usted tan deseosa de que Sir Henry regresara a Londres.


   —Un simple capricho de mujer, doctor Watson. Cuando me conozca mejor
   comprenderá que no siempre puedo dar razón de lo que digo o hago.


   —No, no. Recuerdo el temblor de su voz. Recuerdo la expresión de sus
   ojos. Por favor, sea sincera conmigo, señorita Stapleton, porque desde
   que estoy aquí tengo la sensación de vivir rodeado de sombras. Mi
   existencia se ha convertido en algo parecido a la gran ciénaga de
   Grimpen: abundan por todas partes las manchas verdes que ceden bajo los
   pies y carezco de guía que me señale el camino. Dígame, por favor, a
   qué se refería usted, y le prometo transmitir la advertencia a Sir
   Henry.


   Por un instante apareció en su rostro una expresión de duda, pero
   cuando me respondió su mirada había vuelto a endurecerse.


   —Se preocupa usted demasiado, doctor Watson —fueron sus palabras—. A mi
   hermano y a mí nos impresionó mucho la muerte de Sir Charles. Lo
   conocíamos muy bien, porque su paseo favorito era atravesar el páramo
   hasta nuestra casa. A Sir Charles le afectaba profundamente la
   maldición que pesaba sobre su familia y al producirse la tragedia
   pensé, como es lógico, que debía de existir algún fundamento para los
   temores que él expresaba. Me preocupa, por lo tanto, que otro miembro
   de la familia venga a vivir aquí, y creo que se le debe avisar del
   peligro que corre. Eso es todo lo que me proponía transmitir con mis
   palabras.


   —Pero, ¿cuál es el peligro?


   —¿Conoce usted la historia del sabueso?


   —No creo en semejante tontería.


   —Pues yo sí. Si tiene usted alguna influencia sobre Sir Henry, aléjelo
   de un lugar que siempre ha sido funesto para su familia. El mundo es
   muy grande. ¿Por qué tendría que vivir en un lugar donde corre tanto
   peligro?


   —Precisamente por eso. Esa es la manera de ser de Sir Henry. Mucho me
   temo que si no me da usted una información más precisa, no logrará que
   se marche.


   —No puedo decir nada más preciso porque no lo sé.


   —Permítame que le haga una pregunta más, señorita Stapleton. Si
   únicamente era eso lo que quería usted decir cuando habló conmigo por
   vez primera, ¿por qué tenía tanto interés en que su hermano no oyera lo
   que me decía? No hay en sus palabras nada a lo que ni él, ni nadie,
   pueda poner objeciones.


   —Mi hermano está deseosísimo de que la mansión de los Baskerville siga
   ocupada, porque cree que eso beneficia a los pobres que viven en el
   páramo. Se enojaría si supiera que he dicho algo que pueda impulsar a
   Sir Henry a marcharse. Pero ya he cumplido con mi deber y no voy a
   decir nada más. Tengo que volver a casa o de lo contrario Jack me
   echará de menos y sospechará que he estado con usted. ¡Hasta la vista!


   Se dio la vuelta y en muy pocos minutos había desaparecido entre los
   peñascos desperdigados por el páramo, mientras yo, con el alma llena de
   vagos temores, proseguía mi camino hacia la mansión de los Baskerville.



   - 8 -
   Primer informe del doctor Watson



   A partir de ahora seguiré el curso de los acontecimientos mediante la
   transcripción de mis cartas a Sherlock Holmes, que tengo delante de mí
   sobre la mesa. Falta una página, pero, por lo demás, las reproduzco
   exactamente como fueron escritas y muestran mis sentimientos y
   sospechas del momento con más precisión de lo que podría hacerlo mi
   memoria, a pesar de la claridad con que recuerdo aquellos trágicos
   sucesos.


   «Mansión de los Baskerville,13 de octubre


   »Mi querido Holmes:


   »Mis cartas y telegramas anteriores le han mantenido al día sobre todo
   lo que ha ocurrido en este rincón del mundo tan olvidado de Dios.
   Cuanto más tiempo se pasa aquí, más profundamente se mete en el alma el
   espíritu del páramo, su inmensidad y también su terrible encanto. Tan
   pronto como se penetra en él, queda atrás toda huella de la Inglaterra
   moderna y, en cambio, se advierte por doquier la presencia de los
   hogares y de las obras del hombre prehistórico. Se vaya por donde se
   vaya, siempre aparecen las casas de esas gentes olvidadas, con sus
   tumbas y con los enormes monolitos que, al parecer, señalaban el
   emplazamiento de sus templos. Cuando se contemplan sus refugios de
   piedra gris sobre un fondo de laderas agrestes, se deja a la espalda la
   época actual y si viéramos a un peludo ser humano cubierto con pieles
   de animales salir a gatas por una puerta que es como la boca de una
   madriguera y colocar una flecha con punta de pedernal en la cuerda de
   su arco, pensaríamos que su presencia en este sitio está mucho más
   justificada que la nuestra. Lo más extraño es que vivieran tantos en lo
   que siempre ha debido de ser una tierra muy poco fértil. No soy experto
   en prehistoria, pero imagino que se trataba de una raza nada belicosa y
   frecuentemente acosada que se vio forzada a aceptar las tierras que
   nadie más estaba dispuesto a ocupar.


   »Todo esto, sin embargo, nada tiene que ver con la misión que usted me
   confió y probablemente carecerá por completo de interés para una mente
   tan estrictamente práctica como la suya. Todavía recuerdo su completa
   indiferencia en cuanto a si el sol se movía alrededor de la tierra o la
   tierra alrededor del sol. Permítame, por lo tanto, que vuelva a los
   hechos relacionados con Sir Henry Baskerville.


   »El hecho de que no haya usted recibido ningún informe en los últimos
   días obedece a que hasta hoy no tenía nada importante que relatarle.
   Luego ha ocurrido algo muy sorprendente que le contaré a su debido
   tiempo, pero, antes de nada, debo ponerle al corriente acerca de otros
   elementos de la situación.


   »Uno de ellos, al que apenas he aludido hasta este momento, es el preso
   escapado que rondaba por el páramo. Ahora existen razones poderosas
   para creer que se ha marchado, lo que supone un considerable alivio
   para aquellos habitantes del distrito que viven aislados. Han
   transcurrido dos semanas desde su huida, y en esos quince días no se le
   ha visto ni se ha oído nada relacionado con él. Es a todas luces
   inconcebible que haya podido resistir en el páramo durante tanto
   tiempo. Habría podido esconderse sin ninguna dificultad, desde luego.
   Cualquiera de los habitáculos de piedra podría haberle servido de
   refugio. Pero no hay nada que le proporcione alimento, a no ser que
   capture y sacrifique una de las ovejas del páramo. Creemos, por lo
   tanto, que se ha marchado, y el resultado es que los granjeros que
   están más aislados duermen mejor.


   »En esta casa nos alojamos cuatro varones en buen estado de salud, de
   manera que podemos cuidarnos sin ayuda de nadie, pero confieso que he
   tenido momentos de inquietud al pensar en los Stapleton, que se hallan
   a kilómetros del vecino más próximo. En la casa Merripit sólo viven una
   criada, un anciano sirviente, la hermana de Stapleton y el mismo
   Stapleton, que no es una persona de gran fortaleza física. Si el preso
   lograra entrar en la casa, estarían indefensos en manos de un individuo
   tan desesperado como este criminal de Notting Hill. Tanto a Sir Henry
   como a mí nos preocupa mucho su situación, y les sugerimos que Perkins,
   el mozo de cuadra, fuese a dormir a su casa, pero Stapleton no ha
   querido ni oír hablar de ello.


   »Lo cierto es que nuestro amigo el baronet empieza a interesarse mucho
   por su hermosa vecina. No tiene nada de sorprendente, porque para un
   hombre tan activo como él el tiempo se hace muy largo en este lugar tan
   solitario, y la señorita Stapleton es una mujer muy hermosa y
   fascinante. Hay en ella un algo tropical y exótico que crea un
   contraste singular con su hermano, tan frío e impasible. También él,
   sin embargo, sugiere la idea de fuegos escondidos. Stapleton tiene sin
   duda una marcada influencia sobre su hermana, porque he comprobado que
   cuando habla lo mira continuamente, como si buscara su aprobación para
   todo lo que dice. Espero que sea afectuoso con ella. El brillo seco de
   los ojos de Stapleton y la firme expresión de su boca de labios muy
   finos denuncian un carácter dominante y posiblemente despótico. Sin
   duda será para usted un interesante objeto de estudio.


   »Vino a saludar a Baskerville el mismo día en que lo conocí y a la
   mañana siguiente nos llevó a los dos al sitio donde se supone que tuvo
   origen la leyenda sobre el malvado Hugo. Fue una excursión de varios
   kilómetros a través del páramo hasta un lugar que pudo, por sí solo,
   haber sugerido la historia, dado lo deprimente que resulta. Encontramos
   un valle de poca longitud entre peñascos escarpados, que desembocaba en
   un espacio abierto y verde salpicado de juncias. En el centro se
   alzaban dos grandes piedras, muy gastadas y bien afiladas por la parte
   superior, de manera que parecían los enormes colmillos, en proceso de
   descomposición, de un animal monstruoso. El lugar se corresponde en
   todos los detalles con el escenario de la antigua tragedia que ya
   conocemos. Sir Henry manifestó gran interés y preguntó más de una vez a
   Stapleton si creía realmente en la posibilidad de que los poderes
   sobrenaturales intervengan en los asuntos humanos. Hablaba con
   desenfado, pero no cabe duda de que sentía mucho interés. Stapleton se
   mostró cauto en sus respuestas, aunque se comprendía enseguida que
   decía menos de lo que sabía y opinaba, y que no se sinceraba por
   completo en consideración a los sentimientos del baronet. Nos contó
   casos semejantes de familias víctimas de alguna influencia maligna y
   nos dejó con la impresión de que compartía la opinión popular sobre el
   asunto.


   »A la vuelta nos detuvimos en la casa Merripit para almorzar, y fue
   allí donde Sir Henry conoció a la señorita Stapleton. Desde el primer
   momento Baskerville pareció sentir una fuerte atracción y, si no estoy
   muy equivocado, el sentimiento fue mutuo. Nuestro baronet habló de ella
   una y otra vez mientras volvíamos a casa y desde entonces apenas ha
   transcurrido un día sin que veamos en algún momento a los dos hermanos.
   Esta noche cenarán aquí y ya se habla de que iremos a su casa la semana
   que viene. Cualquiera pensaría que semejante enlace debería llenar de
   satisfacción a Stapleton y, sin embargo, más de una vez he captado una
   mirada suya de intensísima desaprobación cuando Sir Henry tenía alguna
   atención con su hermana. Sin duda está muy unido a ella y llevará una
   vida muy solitaria si se ve privado de su compañía, pero parecería el
   colmo del egoísmo que pusiera obstáculos a un matrimonio tan
   conveniente. Estoy convencido, de todos modos, de que Stapleton no
   desea que la amistad entre ambos llegue a convertirse en amor, y en
   varias ocasiones he observado sus esfuerzos para impedir que se queden
   a solas. Le diré entre paréntesis que sus instrucciones, en cuanto a no
   permitir que Sir Henry salga solo de la mansión, serán mucho más
   difíciles de cumplir si una intriga amorosa viniera a añadirse a las
   otras dificultades. Mis buenas relaciones con el baronet se resentirían
   muy pronto si insistiera en seguir al pie de la letra las órdenes de
   usted.


   »El otro día —el jueves, para ser más precisos— almorzó con nosotros el
   doctor Mortimer. Ha realizado excavaciones en un túmulo funerario de
   Long Down y está muy contento por el hallazgo de un cráneo
   prehistórico. ¡No ha habido nunca un entusiasta tan resuelto como él!
   Los Stapleton se presentaron después, y el bueno del doctor nos llevó a
   todos al paseo de los Tejos, a petición de Sir Henry, para mostrarnos
   exactamente cómo sucedió la tragedia aquella noche aciaga. El paseo de
   los Tejos es un camino muy largo y sombrío entre dos altas paredes de
   seto recortado, con una estrecha franja de hierba a ambos lados. En el
   extremo más distante se halla un pabellón de verano, viejo y ruinoso. A
   mitad de camino está el portillo que da al páramo, donde el anciano
   caballero dejó caer la ceniza de su cigarro puro. Se trata de un
   portillo de madera, pintado de blanco, con un pestillo. Del otro lado
   se extiende el vasto páramo. Yo me acordaba de su teoría y traté de
   imaginar todo lo ocurrido. Mientras Sir Charles estaba allí vio algo
   que se acercaba atravesando el páramo, algo que le aterrorizó hasta el
   punto de hacerle perder la cabeza, por lo que corrió y corrió hasta
   morir de puro horror y agotamiento. Teníamos delante el largo y
   melancólico túnel de césped por el que huyó. Pero, ¿de qué? ¿De un
   perro pastor del páramo? ¿O de un sabueso espectral, negro, enorme y
   silencioso? ¿Hubo intervención humana en el asunto? ¿Acaso Barrymore,
   tan pálido y siempre vigilante, sabe más de lo que contó? Todo resulta
   muy confuso y vago, pero siempre aparece detrás la oscura sombra del
   delito.


   »Desde la última vez que escribí he conocido a otro de los habitantes
   del páramo. Se trata del señor Frankland, de la mansión Lafter, que
   vive a unos seis kilómetros al sur de nosotros. Es un caballero anciano
   de cabellos blancos, rubicundo y colérico. Le apasionan las leyes
   británicas y ha invertido una fortuna en pleitear. Lucha por el simple
   placer de enfrentarse con alguien, y está siempre dispuesto a defender
   los dos lados en una discusión, por lo que no es sorprendente que
   pleitear le haya resultado una diversión costosa. En ocasiones cierra
   un derecho de paso y desafía al ayuntamiento para que le obligue a
   abrirlo. En otros casos rompe con sus propias manos el portón de otro
   propietario y afirma que desde tiempo inmemorial ha existido allí una
   senda, por lo que reta al propietario a que lo lleve a juicio por
   entrada ilegal. Es un erudito en el antiguo derecho señorial y comunal,
   y unas veces aplica sus conocimientos en favor de los habitantes de
   Fernworthy y otras en contra, de manera que periódicamente lo llevan a
   hombros en triunfo por la calle mayor del pueblo o lo queman en efigie,
   de acuerdo con su última hazaña. Se dice que en el momento actual tiene
   entre manos unos siete pleitos que, probablemente, se tragarán lo que
   le resta de fortuna, por lo que se quedará sin aguijón y será
   inofensivo en el futuro. Aparte de las cuestiones jurídicas parece una
   persona cariñosa y afable y sólo hago mención de él porque usted
   insistió en que le enviara una descripción de todas las personas que
   nos rodean. En el momento actual su ocupación es bien curiosa ya que,
   por su afición a la astronomía, dispone de un excelente telescopio con
   el que se tumba en el tejado de su casa y escudriña el páramo de la
   mañana a la noche con la esperanza de ponerle la vista encima al preso
   escapado. Si consagrara a esto la totalidad de sus energías las cosas
   irían a pedir de boca, pero se rumorea que tiene intención de pleitear
   contra el doctor Mortimer por abrir una tumba sin el consentimiento de
   los parientes más próximos del difunto, dado que extrajo un cráneo
   neolítico del túmulo funerario de Long Down. Contribuye sin duda a
   alejar de nuestras vidas la monotonía y nos proporciona pequeños
   intermedios cómicos de los que estamos muy necesitados.


   »Y ahora, después de haberle puesto al día sobre el preso fugado, sobre
   los Stapleton, el doctor Mortimer y el señor Frankland de la mansión
   Lafter, permítame que termine con lo más importante y vuelva a hablarle
   de los Barrymore y en especial de los sorprendentes acontecimientos de
   la noche pasada.


   »Antes de nada he de mencionar el telegrama que envió usted desde
   Londres para asegurarse de que Barrymore estaba realmente aquí. Ya le
   expliqué que el testimonio del administrador de correos invalida su
   estratagema, por lo que carecemos de pruebas en un sentido u otro.
   Expliqué a Sir Henry cuál era la situación e inmediatamente, con su
   franqueza característica, hizo llamar a Barrymore y le preguntó si
   había recibido en persona el telegrama. Barrymore respondió que sí.


   »—¿Se  lo  entregó  el  chico  en  propia  mano?  —preguntó  Sir
   Henry.


   »Barrymore pareció sorprendido y estuvo pensando unos momentos.


   »—No —dijo—; me hallaba en el ático en aquel momento y me lo trajo mi
   esposa.


   »—¿Lo contestó usted mismo?


   »—No; le dije a mi esposa cuál era la respuesta y ella bajó a
   escribirla.


   »Por la noche fue el mismo Barrymore quien sacó el tema.


   »—No consigo entender el objeto de su pregunta de esta mañana, Sir
   Henry —dijo—. Espero que no signifique que mi comportamiento le ha
   llevado a perder su confianza en mí.


   »Sir Henry le aseguró que no era ése el caso y lo aplacó regalándole
   buena parte de su antiguo vestuario, dado que había llegado ya el nuevo
   equipo encargado en Londres.


   »La señora Barrymore me interesa mucho. Es una mujer corpulenta, no
   demasiado brillante, muy respetuosa y con inclinación al puritanismo.
   Es difícil imaginar una persona menos propensa, en apariencia, a
   excesos emotivos. Y, sin embargo, tal como ya le he contado a usted, la
   oí sollozar amargamente durante nuestra primera noche aquí y desde
   entonces he observado en más de una ocasión huellas de lágrimas en su
   rostro. Alguna honda aflicción le desgarra sin tregua el corazón. A
   veces me pregunto si la obsesiona el recuerdo de alguna culpa y en
   otras ocasiones sospecho que Barrymore puede ser un tirano en el seno
   de su familia. Siempre he tenido la impresión de que había algo
   singular y dudoso en el carácter de este hombre, pero la aventura de la
   noche pasada ha servido para dar cuerpo a mis sospechas.


   »Y, sin embargo, podría parecer una cuestión de poca importancia. Usted
   sabe que nunca he dormido a pierna suelta, pero desde que vivo en
   guardia en esta casa tengo el sueño más ligero que nunca. Anoche, a eso
   de las dos de la madrugada, me despertaron los pasos sigilosos de
   alguien que cruzaba por delante de mi habitación. Me levanté, abrí la
   puerta y miré. Una larga sombra negra se deslizaba por el corredor,
   producida por un hombre que avanzaba en silencio con una vela en la
   mano. Se cubría tan sólo con la camisa y los pantalones e iba descalzo.
   No pude ver más que su silueta, pero su estatura me indicó que se
   trataba de Barrymore. Caminaba muy despacio y tomando muchas
   precauciones, y había un algo indescriptiblemente culpable y furtivo en
   todo su aspecto.


   »Ya le he explicado que el corredor queda interrumpido por la galería
   que rodea la gran sala, pero que continúa por el otro lado. Esperé a
   que Barrymore se perdiera de vista y luego lo seguí. Cuando llegué a la
   galería ya estaba al final del otro corredor y, gracias al resplandor
   de la vela a través de una puerta abierta, vi que había entrado en una
   de las habitaciones. Ahora bien, todas esas habitaciones carecen de
   muebles y están desocupadas, de manera que aquella expedición resultaba
   todavía más misteriosa. La luz brillaba con fijeza, como si Barrymore
   se hubiera inmovilizado. Me deslicé por el corredor lo más
   silenciosamente que pude hasta asomarme apenas por la puerta abierta.


   »Barrymore, agachado junto a la ventana, mantenía la vela pegada al
   cristal. Su rostro estaba vuelto a medias hacia mí y sus facciones
   manifestaban la tensión de la espera mientras escudriñaba la negrura
   del páramo. Por espacio de varios minutos mantuvo la intensa
   vigilancia. Luego dejó escapar un hondo gemido y con un gesto de
   impaciencia apagó la vela. Yo regresé inmediatamente a mi habitación y
   muy poco después volví a oír los pasos sigilosos en su viaje de
   regreso. Mucho más tarde, cuando estaba hundiéndome ya en un sueño
   ligero, oí cómo una llave giraba en una cerradura, pero me fue
   imposible precisar de dónde procedía el ruido. No soy capaz de adivinar
   el significado de lo sucedido, pero sin duda en esta casa tan
   melancólica está en marcha algún asunto secreto que, más pronto o más
   tarde, terminaremos por descubrir. No quiero molestarle con mis teorías
   porque usted me pidió que sólo le proporcionara hechos. Esta mañana he
   tenido una larga conversación con Sir Henry y hemos elaborado un plan
   de campaña, basado en mis observaciones de la noche pasada, que no
   tengo intención de explicarle a usted ahora mismo, pero que sin duda
   contribuirá a que mi próximo informe resulte muy interesante. »


   - 9 -
   La luz en el páramo



   [Segundo informe del doctor Watson]

   «Mansión de los Baskerville, 15 de octubre


   »Mi querido Holmes:


   »Aunque durante los primeros días de mi misión no prodigara demasiado
   las noticias, ahora reconocerá usted que estoy recuperando el tiempo
   perdido y que los acontecimientos se suceden sin interrupción. En mi
   último informe di el do de pecho con el hallazgo de Barrymore en la
   ventana y ahora tengo ya una excelente segunda parte que, si no estoy
   muy equivocado, le sorprenderá bastante. Los acontecimientos han tomado
   un sesgo que yo no podía prever. En ciertos aspectos las cosas se han
   aclarado mucho durante las últimas cuarenta y ocho horas y en otros se
   han complicado todavía más. Pero voy a contárselo todo, y así podrá
   juzgar por sí mismo.


   »A la mañana siguiente, antes de bajar a desayunar, examiné la
   habitación que Barrymore había visitado la noche anterior. La ventana
   orientada al oeste por la que miraba con tanto interés, tiene, según he
   podido advertir, una peculiaridad que la distingue de todas las demás
   ventanas de la casa: es la que permite ver el páramo desde más cerca,
   gracias a una abertura entre los árboles, mientras que desde todas las
   otras se vislumbra con dificultad. De ahí se sigue que Barrymore, dado
   que sólo esa ventana se ajusta a sus necesidades, buscaba algo o a
   alguien que se encontraba en el páramo. La noche era muy oscura, por lo
   que es difícil comprender cómo esperaba ver a nadie. A mí se me ocurrió
   la posibilidad de que se tratara de alguna intriga amorosa. Ello
   explicaría el sigilo de sus movimientos y también el desasosiego de su
   esposa. Barrymore es un individuo con mucho atractivo, perfectamente
   capacitado para robarle el corazón a una campesina, de manera que esta
   teoría parecía tener algunos elementos a su favor. La apertura de la
   puerta que yo había oído después de regresar a mi dormitorio podía
   querer decir que Barrymore abandonaba la casa para dirigirse a una cita
   clandestina. Así razonaba yo conmigo mismo por la mañana y le cuento la
   dirección que tomaron mis sospechas, pese a que nuestras posteriores
   averiguaciones han demostrado que carecían por completo de fundamento.


   »Pero, fuera cual fuese la verdadera explicación de los movimientos de
   Barrymore, consideré superior a mis fuerzas la responsabilidad de
   guardar el secreto sobre sus actividades hasta que pudiera explicarlas
   de manera satisfactoria, por lo que después del desayuno me entrevisté
   con el baronet en su estudio y le conté todo lo que había visto. Sir
   Henry se sorprendió menos de lo que yo esperaba.


   »—Sabía que Barrymore andaba de noche por la casa y había pensado
   hablar con él sobre ello — me dijo—. He oído dos o tres veces sus pasos
   en el corredor, yendo y viniendo, más o menos a la hora que usted
   menciona.


   »—En ese caso quizá visite precisamente esa ventana todas las noches —
   sugerí.


   »—Tal vez lo haga. Si es así, estaremos en condiciones de seguirlo y de
   ver qué es lo que se trae entre manos. Me pregunto qué haría su amigo
   Holmes si estuviera aquí.


   »—Creo que haría exactamente lo que acaba usted de sugerir —le
   respondí—.  Seguiría a Barrymore y vería qué es lo que hace.


   »—Entonces lo haremos juntos.


   »—Pero sin duda nos oirá.


   »—Es bastante sordo y de todos modos hemos de correr el riesgo.
   Aguardaremos en mi habitación a que pase —Sir Henry se frotó las manos
   encantado, y era evidente que acogía aquella aventura como un agradable
   descanso de la vida excesivamente tranquila que llevaba en el páramo.


   »El baronet ha estado en contacto con el arquitecto que preparó los
   planos para Sir Charles y también con el contratista londinense que se
   encargó de las obras, de manera que quizá muy pronto empiecen a
   producirse aquí grandes cambios. También han venido de Plymouth
   decoradores y ebanistas: sin duda nuestro amigo tiene grandes ideas y
   no quiere escatimar esfuerzos ni gastos para restaurar el antiguo
   esplendor de su familia. Con la casa arreglada y amueblada de nuevo,
   sólo necesitará una esposa para que todo esté en orden. Le diré, entre
   nosotros, que hay signos muy evidentes de que eso no tardará en
   producirse si la dama consiente, porque raras veces he visto a un
   hombre más prendado de una mujer de lo que lo está Sir Henry de nuestra
   hermosa vecina, la señorita Stapleton. Sin embargo, el progreso del
   amor verdadero no siempre se produce con toda la suavidad que cabría
   esperar dadas las circunstancias. Hoy, por ejemplo, la buena marcha del
   idilio se ha visto perturbada por un obstáculo inesperado que ha
   causado considerable perplejidad y enojo a nuestro amigo.


   »Después de la conversación acerca de Barrymore que ya he citado, Sir
   Henry se caló el sombrero y se dispuso a salir. Como la cosa más
   natural, yo hice lo mismo.


   »—Cómo, ¿viene usted conmigo, Watson? —me preguntó, mirándome de una
   forma muy peculiar.


   »—Eso depende de que se dirija usted al páramo —le respondí.


   »—Sí, eso es lo que voy a hacer.


   »—Bien; sabe usted cuáles son mis instrucciones. Siento entrometerme,
   pero sin duda recuerda usted lo mucho que Holmes insistió en que no lo
   dejase solo y sobre todo en que no se internara por el páramo sin
   compañía.


   »Sir Henry me puso la mano en el hombro acompañando el gesto de una
   cordial sonrisa.


   »—Mi querido amigo —dijo—; pese a toda su sabiduría, Holmes no previó
   algunas de las cosas que han sucedido desde que llegué al páramo. ¿Me
   entiende? Estoy seguro de que no desea usted convertirse en
   aguafiestas. He de salir solo.


   »Sus palabras me colocaron en una situación muy incómoda. No sabía qué
   hacer ni qué decir, y antes de que tomara una decisión Sir Henry cogió
   el bastón y se marchó.


   »Pero cuando empecé a reflexionar sobre el asunto, mi conciencia me
   reprochó amargamente que lo perdiera de vista, cualquiera que fuese el
   pretexto. Imaginé cómo me sentiría si tuviera que presentarme ante
   usted y confesarle que había sucedido una desgracia por no seguir sus
   instrucciones al pie de la letra. Le aseguro que se me encendieron las
   mejillas ante semejante idea. Quizá no fuera aún demasiado tarde para
   alcanzarlo, de manera que me puse al instante en camino hacia la casa
   Merripit.


   »Me apresuré todo lo que pude carretera adelante sin encontrar rastro
   alguno de Sir Henry hasta llegar al punto en que nace el sendero del
   páramo. Una vez allí, temiendo que quizá, después de todo, había
   seguido una dirección equivocada, trepé por una colina —utilizada en
   otro tiempo como cantera de granito negro—, desde donde se divisa un
   panorama bastante amplio. Una vez en la cima vi de inmediato a Sir
   Henry. Se hallaba en el sendero del páramo, a unos cuatrocientos o
   quinientos metros de distancia, y le acompañaba una dama que sólo podía
   ser la señorita Stapleton. Estaba claro que existía un entendimiento
   entre ellos y que se habían dado cita. Caminaban despacio, absortos en
   la conversación que mantenían, y vi que ella hacía rápidos movimientos
   con las manos como si pusiera mucha vehemencia en sus palabras mientras
   él escuchaba con atención, y una o dos veces movía la cabeza en un
   gesto enérgico de desacuerdo. Permanecí entre las rocas
   contemplándolos, sin saber en absoluto lo que debía hacer a
   continuación. Acercarme e interrumpir una conversación tan íntima
   parecía inconcebible; mi deber, sin embargo, era muy claro: no perder
   de vista a Sir Henry. Actuar como espía tratándose de un amigo era una
   tarea odiosa. No fui capaz de encontrar mejor línea de acción que
   seguir observándolos desde la colina y luego descargarme la conciencia
   confesando a Sir Henry lo que había hecho. Es cierto que si le hubiera
   amenazado algún peligro repentino, habría estado demasiado lejos para
   serle de utilidad, pero sin duda convendrá usted conmigo en que mi
   situación era muy difícil y no estaba en mi mano hacer otra cosa.


   »Nuestro amigo el baronet y la dama se habían detenido en la senda y
   seguían hablando absortos, cuando observé de repente que no era yo el
   único testigo de su entrevista. Una mancha verde que flotaba en el aire
   atrajo mi atención y, al mirarla con más detenimiento, vi que iba
   sujeta a un mango y que la llevaba un hombre que avanzaba por terreno
   accidentado. Era Stapleton, con su cazamariposas. Estaba mucho más
   cerca de la pareja que yo, y daba la impresión de moverse hacia ellos.
   En aquel instante Sir Henry atrajo de repente a la señorita Stapleton
   hacia sí y le pasó la mano por la cintura, pero a mí me pareció que
   ella se esforzaba por separarse y que apartaba el rostro. Nuestro amigo
   inclinó la cabeza y ella alzó una mano como para protestar. Un instante
   después vi que se separaban y se volvían bruscamente. Stapleton, que
   corría velozmente hacia ellos con el absurdo cazamariposas a la
   espalda, era la causa de la interrupción. Al llegar a su lado empezó a
   gesticular y casi a bailar de excitación delante de los enamorados. No
   entendí bien el sentido de la escena, pero me pareció que Stapleton
   insultaba a Sir Henry a pesar de sus explicaciones, y que este último
   se enfadaba cada vez más al comprobar que el otro se negaba a
   aceptarlas. La dama se mantenía a un lado en altivo silencio.
   Finalmente Stapleton se dio la vuelta y llamó de manera
   perentoria(urgente) a su hermana, quien, después de mirar indecisa a
   Sir Henry, se alejó en su compañía. Los gestos coléricos del
   naturalista ponían de manifiesto que también la señorita Stapleton
   había incurrido en su desagrado. El baronet los siguió unos momentos
   con la vista y luego regresó lentamente por donde había venido con la
   cabeza baja, convertido en la imagen misma del desaliento.


   »Yo no lograba entender lo que significaba todo aquello, pero estaba
   muy avergonzado por haber presenciado una escena tan íntima sin que mi
   amigo lo supiera. De manera que corrí colina abajo hasta reunirme con
   él. Sir Henry tenía el rostro encendido por la cólera y fruncía el ceño
   como alguien que no sabe en absoluto qué hacer.


   »—¡Vaya, Watson! ¿De dónde sale usted? — me preguntó—. ¿No irá a
   decirme que me ha seguido a pesar de todo?


   »Le expliqué lo sucedido: cómo me había parecido imperdonable quedarme
   atrás, cómo le había seguido y cómo había presenciado todo lo ocurrido.
   Por un instante los ojos le echaron llamas, pero mi franqueza lo
   desarmó y al final se echó a reír de una manera bastante triste.


   »—Cualquiera hubiera creído que el centro de esa llanura era un sitio
   suficientemente apartado —dijo—, pero, voto a bríos(juramento antiguo
   para evitar decir “juro por dios”, en el original: por el trueno), se
   diría que todos los habitantes de la zona habían salido a verme
   cortejar..., ¡y además con muy poco acierto! ¿Dónde tenía usted
   reservado el asiento?


   »—Estaba en esa colina.


   »—Una de las últimas filas, ¿no es cierto? Pero Stapleton estaba mucho
   más cerca. ¿Lo vio acercarse a nosotros?


   »—Efectivamente.


   »—¿Ha tenido alguna vez la sensación de que esté loco?


   »—No; nunca lo he pensado.


   »—Yo tampoco. Siempre me había parecido que estaba en su sano juicio
   hasta hoy, pero me puede usted creer si le digo que a él o a mí
   deberían ponernos una camisa de fuerza. ¿Qué es lo que me pasa, de
   todos modos? Usted lleva varias semanas viviendo conmigo, Watson.
   Dígamelo con sinceridad ahora mismo. ¿Hay algo que me impida ser un
   buen esposo para la mujer que ame?


   »—Yo diría que no.


   »—Sin duda Stapleton no desaprueba mi posición social, de manera que se
   trata de mi persona. Pero, ¿qué tiene contra mí? Que yo sepa nunca he
   hecho daño a nadie. Sin embargo, no está dispuesto siquiera a permitir
   que roce la mano de su hermana.


   »—¿Es eso lo que ha dicho?


   »—Eso y mucho más. Pero le aseguro, Watson, que a pesar de las pocas
   semanas transcurridas, desde el primer momento comprendí que estaba
   hecha para mí y que yo, también..., que la señorita Stapleton era feliz
   cuando estaba conmigo, y eso puedo jurarlo. Hay un brillo en los ojos
   de una mujer que habla con más claridad que las palabras. Pero
   Stapleton nunca nos ha dejado a solas y hoy tenía por fin la primera
   oportunidad de decirle unas palabras sin testigos. Ella se ha alegrado
   de verme, pero no quería hablar de amor, y me habría impedido
   mencionarlo si hubiera estado en su mano. No ha hecho más que repetirme
   que este sitio es muy peligroso y que sólo será feliz cuando me haya
   marchado. Entonces le dije que desde que la vi no tengo ninguna prisa
   por marcharme y que si realmente quiere que me vaya, la única manera de
   lograrlo es arreglar las cosas para acompañarme. A continuación le pedí
   sin más rodeos que se casara conmigo, pero antes de que pudiera
   responder apareció ese hermano suyo, corriendo hacia nosotros con cara
   de loco. Se le veía lívido de rabia y hasta esos ojos suyos tan claros
   echaban fuego. ¿Qué estaba haciendo con Beryl? ¿Cómo me atrevía a
   ofrecerle unas atenciones que ella encontraba sumamente desagradables?
   ¿Acaso creía que por ser baronet podía hacer lo que me viniera en gana?
   De no tratarse de su hermano habría sabido mejor cómo responderle. Pero
   dada la situación le dije que mis sentimientos hacia su hermana eran
   tales que no tenía por qué avergonzarme de ellos y que esperaba que me
   hiciera el honor de casarse conmigo. Aquello no pareció contribuir a
   mejorar la situación, de manera que también yo perdí la paciencia y le
   respondí quizá con más acaloramiento del debido, si se piensa que
   estaba ella delante. Y la cosa ha terminado con Stapleton marchándose
   con su hermana, como usted ha visto, y quedándome yo tan desconcertado
   como el que más. Haga el favor de explicarme qué significa todo esto,
   Watson, y quedaré tan en deuda con usted que nunca podré terminar de
   pagársela.


   »Intenté hallar una o dos explicaciones, pero, a decir verdad, también
   yo estaba desconcertado. El título nobiliario de nuestro amigo, su
   fortuna, su edad, su manera de ser y su aspecto están a su favor, y no
   me consta que haya nada en contra suya, si se exceptúa el triste
   destino que parece perseguir a su familia. Que su propuesta de
   matrimonio se rechace de manera tan brusca, sin referencia alguna a los
   deseos de la propia interesada, y que la dama misma acepte la situación
   sin protestar es de todo punto sorprendente. Sin embargo las aguas
   volvieron a su cauce gracias a la visita que Stapleton en persona hizo
   al baronet aquella misma tarde. Se presentó para pedir disculpas por su
   comportamiento grosero de la mañana y, después de una larga entrevista
   privada con Sir Henry en el estudio, la conversación concluyó con una
   reconciliación total; como prueba de ello cenaremos en la casa Merripit
   el viernes próximo.


   »—Tampoco es que ahora me atreva a afirmar que está del todo en su sano
   juicio —me comentó Sir Henry después de la entrevista—, porque no
   olvido cómo me miraba mientras corría hacia mí esta mañana, pero tengo
   que reconocer que nadie podría disculparse con más elegancia.


   »—¿Ha dado alguna explicación por su conducta?


   »—Su hermana lo es todo en su vida, dice. Eso es bastante lógico, y me
   alegro de que se dé cuenta de lo mucho que vale. Siempre han estado
   juntos y, según lo que Stapleton cuenta, siempre ha sido un hombre muy
   solitario sin otra compañía que su hermana, de manera que la idea de
   perderla le resulta terrible. No se había percatado, ha dicho, de mis
   sentimientos hacia ella, y cuando ha visto con sus propios ojos que era
   efectivamente así y que podía perderla, la intensidad del sobresalto ha
   hecho que durante algún tiempo no fuera responsable ni de sus palabras
   ni de sus acciones. Lamenta mucho lo sucedido y reconoce lo estúpido y
   lo egoísta que es imaginar que podrá retener toda la vida a una mujer
   como su hermana. Si ella tiene que dejarlo, prefiere que se trate de un
   vecino como yo antes que de cualquier otra persona. Pero de todos modos
   es un golpe para él y le llevará algún tiempo prepararse para
   encajarlo. Dejará por completo de oponerse si yo le prometo mantener
   las cosas como están por espacio de tres meses y contentarme durante
   ese tiempo con la amistad de su hermana sin exigir su amor. Eso es lo
   que le he prometido y así han quedado las cosas.


   »De manera que eso aclara uno de nuestros pequeños misterios. Ya es
   algo tocar fondo en algún sitio de esta ciénaga en la que estamos
   metidos. Ahora sabemos por qué Stapleton miraba con desagrado al
   pretendiente de su hermana, pese a tratarse de un partido tan
   conveniente como Sir Henry. Y a continuación paso a ocuparme de otro
   hilo que ya he separado de esta madeja tan enredada: me refiero al
   misterio de los sollozos nocturnos, de las lágrimas en el rostro de la
   señora Barrymore y de los viajes secretos del mayordomo a la ventana
   con celosía que da a occidente. Felicíteme, mi querido Holmes, y dígame
   que no le he defraudado como agente suyo; que no lamenta la confianza
   que me demostró al enviarme aquí. Todos estos puntos han quedado
   completamente aclarados gracias al trabajo de una noche.


   »He dicho "el trabajo de una noche", pero, en realidad han sido dos las
   noches, porque la primera nos llevamos un buen chasco. Estuve con Sir
   Henry en su habitación hasta cerca de las tres de la madrugada, pero no
   oímos otro ruido que las campanadas del reloj en lo alto de la
   escalera. Fue una velada sumamente melancólica y los dos nos quedamos
   dormidos en nuestras sillas. Por fortuna no nos desanimamos y decidimos
   intentarlo de nuevo. A la noche siguiente redujimos la luz de la
   lámpara y fumamos cigarrillos sin hacer el menor ruido. Era increíble
   lo despacio que se arrastraban las horas y, sin embargo, nos ayudaba el
   mismo tipo de paciente interés que debe de sentir el cazador mientras
   vigila la trampa en la que espera que acabe por caer la pieza. El reloj
   dio la una, luego las dos y, desesperados, casi habíamos renunciado ya
   por segunda vez cuando nos inmovilizamos de repente, olvidados del
   cansancio y una vez más en tensión. Habíamos oído el crujido de una
   pisada en el corredor.


   »Sentimos pasar a Barrymore por delante del cuarto con mucha cautela y
   perderse luego en la distancia. Después el baronet abrió la puerta sin
   hacer ruido y salimos en su persecución. El mayordomo había atravesado
   ya la galería y nuestro lado del corredor estaba completamente a
   oscuras. Nos deslizamos en silencio hasta la otra ala. Llegamos a
   tiempo de vislumbrar la alta figura de barba negra y hombros arqueados
   que avanzaba de puntillas hasta entrar por la misma puerta donde yo le
   había visto dos noches antes, y también cómo la vela, con su luz, hacía
   que el marco destacara en la oscuridad, al tiempo que un único rayo
   amarillo iluminaba la oscuridad del corredor. Nos acercamos
   cautelosamente, probando las tablas del suelo antes de apoyarnos con
   todo nuestro peso. Habíamos tenido la precaución de quitarnos las
   botas, pero incluso así el viejo entarimado crujía y chascaba bajo
   nuestros pies. A veces parecía imposible que Barrymore no advirtiera
   nuestra proximidad, pero afortunadamente está bastante sordo y se
   hallaba absorto en lo que hacía. Cuando por fin llegamos a la
   habitación y miramos dentro, lo encontramos agachado junto a la
   ventana, la vela en la mano, y el rostro pálido y ensimismado junto al
   cristal, exactamente igual que dos noches antes.


   »Habíamos preparado un plan de campaña, pero para el baronet las formas
   de actuar más directas son siempre las más naturales, de manera que
   entró sin más preámbulos en la habitación. Barrymore, jadeante, se
   irguió de un salto de su sitio junto a la ventana y se inmovilizó,
   lívido y tembloroso, ante nosotros. Sus ojos oscuros, que resaltaban
   mucho sobre la máscara blanca que era su rostro, nos miraron, a uno
   tras otro, llenos de horror y de asombro.


   »—¿Qué está usted haciendo aquí, Barrymore?


   »—Nada, señor —su agitación era tan intensa que apenas podía hablar y
   la vela que empuñaba le temblaba tanto que las sombras saltaban arriba
   y abajo—. Es por el viento, señor. Por la noche hago la ronda para ver
   si las ventanas están bien cerradas.


   »—¿En el piso alto?


   »—Sí, señor, todas las ventanas.


   »—Mire, Barrymore —dijo Sir Henry con gran firmeza—: estamos decididos
   a que nos diga usted la verdad, de manera que se ahorrará molestias
   sincerándose cuanto antes. ¡Vamos! ¡Basta de mentiras! ¿Qué hacía usted
   junto a esa ventana?


   »El mayordomo nos miró con aire desvalido y se retorció las manos como
   alguien que se halla al límite de la duda y del sufrimiento.


   »—No hacía nada malo, señor. Sólo estaba delante de la ventana con una
   vela encendida.


   »—Y, ¿por qué estaba usted con una vela encendida delante de la
   ventana?


   »—No me lo pregunte, Sir Henry, ¡no me lo pregunte! Le doy mi palabra
   de que el secreto no me pertenece y no me es posible decírselo. Si sólo
   dependiera de mí no trataría de ocultárselo.


   »De repente se me ocurrió una idea y recogí la vela del alféizar donde
   la había dejado el mayordomo.


   »—Debe de servirle como señal —dije—. Veamos si hay respuesta.


   »Sostuve la vela como lo había hecho él, al mismo tiempo que
   escudriñaba la oscuridad exterior. Como las nubes ocultaban la luna,
   sólo distinguía vagamente la hilera de árboles y la tonalidad más clara
   del páramo. Pero enseguida se me escapó un grito de júbilo, porque un
   puntito de luz amarilla había traspasado de repente el oscuro velo y
   después siguió brillando de manera uniforme en el centro del rectángulo
   negro que enmarcaba la ventana.


   »—¡Ahí está! —exclamé.


   »—No, señor, no; no es nada..., nada en absoluto —intervino el
   mayordomo—.  Le aseguro que...


   »—¡Mueva la luz de un lado a otro de la ventana Watson! —exclamó el
   baronet—. ¿Ve? ¡La otra también se mueve! ¿Qué nos dice ahora, bribón?
   ¿Sigue negando que es una señal? ¡Vamos, hable! ¿Quién es su compinche
   y qué fechoría es la que se traen entre manos?


   »La expresión de Barrymore se hizo desafiante.


   »—Es asunto mío y no suyo. No se lo diré.


   »—En ese caso deja usted de estar a mi servicio ahora mismo.


   »—Muy bien, señor. Si así ha de ser, así será.


   »—Y se marcha deshonrado. Por todos los demonios, ¡tiene usted motivos
   para avergonzarse de sí mismo! Su familia ha vivido con la mía durante
   más de cien años bajo este techo, y he aquí que lo encuentro metido
   hasta el cuello en alguna siniestra intriga en contra mía.


   »—¡No, señor, no! ¡No en contra de usted!


   »Era la voz de una mujer: la señora Barrymore, más pálida y más
   asustada aún que su marido, se hallaba junto a la puerta. Su voluminosa
   figura, envuelta en un chal y una falda, podría haber resultado cómica
   de no ser por la intensidad de los sentimientos que se leían en su
   rostro.


   »—Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer el
   equipaje —dijo el mayordomo.


   »—¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Todo es obra mía,
   Sir Henry..., yo soy la responsable. Todo lo que ha hecho lo ha hecho
   por mí y porque yo se lo he pedido.


   »—¡Hable, entonces! ¿Qué significa todo esto?


   »—Mi desgraciado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No
   podemos dejarlo perecer a las puertas mismas de nuestra casa. La luz es
   una señal para decirle que tiene comida preparada, y él, con su luz,
   nos indica el lugar donde hemos de llevársela.


   »—Entonces su hermano es ...


   »—El preso escapado, señor..., Selden, el criminal.


   »—Así es, señor —intervino Barrymore—. Como le he dicho, el secreto no
   era mío y no se lo podía contar. Pero ahora ya lo sabe, y se dará
   cuenta de que si había una intriga no era contra usted.


   »Ésa era, por tanto, la explicación de las sigilosas expediciones
   nocturnas y de la luz en la ventana. Tanto Sir Henry como yo nos
   quedamos mirando a la señora Barrymore sin esconder nuestro asombro.
   ¿Cabía imaginar que aquella persona de respetabilidad tan impasible
   llevara la misma sangre que uno de los delincuentes más tristemente
   célebres del país?


   »—Sí, señor; mi apellido de soltera era Selden y el preso es mi hermano
   pequeño. Le consentimos demasiado cuando niño y le dejamos que hiciera
   en todo su santa voluntad, por lo que llegó a creer que el mundo no
   tenía otra finalidad que proporcionarle placeres y que podía hacer lo
   que le apeteciera. Más tarde, al hacerse mayor, frecuentó malas
   compañías y el diablo se le metió en el cuerpo, hasta que a mi madre le
   destrozó el corazón y arrastró nuestro apellido por el barro. De delito
   en delito fue cayendo cada vez más bajo, hasta que sólo la clemencia de
   Dios lo ha librado del patíbulo; pero para mí nunca ha dejado de ser el
   niñito de cabellos rizados al que cuidé y con el que jugué, como
   cualquier hermana mayor. Ésa es la razón de que se escapara, señor.
   Sabía que yo vivía en esta casa y que no me negaría a ayudarlo. Cuando
   se arrastró una noche hasta aquí, agotado y hambriento, con los
   guardianes pisándole los talones, ¿qué podíamos hacer? Lo recogimos, lo
   alimentamos y cuidamos. Luego regresó usted, señor, y mi hermano pensó
   que estaría más seguro en el páramo que en cualquier otro sitio hasta
   que amainara la persecución, de manera que allí se escondió. Pero cada
   dos noches nos comunicábamos con él poniendo una luz en la ventana y,
   si respondía, mi marido le llevaba un poco de pan y carne. Todos los
   días vivíamos con la esperanza de que se hubiera marchado, pero
   mientras tanto no podíamos abandonarlo. Soy una buena cristiana y ésa
   es toda la verdad; comprenda usted que si hemos hecho algo malo, no es
   mi marido quien tiene la culpa, sino yo, porque todo lo que ha hecho lo
   ha hecho por mí.


   »Las palabras de la mujer estaban llenas de una vehemencia que las
   hacía muy convincentes.


   »—¿Es ésa la verdad, Barrymore?


   »—Sí, Sir Henry. Del principio al fin.


   »—Bien; no puedo culparlo por apoyar a su esposa. Olvide lo que le he
   dicho antes. Vuelvan los dos a su habitación y mañana por la mañana
   seguiremos hablando de este asunto.


   »Cuando se marcharon miramos de nuevo por la ventana. Sir Henry la
   había abierto, y el frío viento nocturno nos golpeaba en la cara. Muy
   lejos en la oscuridad brillaba aún el puntito de luz amarilla.


   »—Me sorprende que se atreva a descubrirse tanto —dijo Sir Henry.


   »—Tal vez sitúa la vela de manera que sólo sea visible desde aquí.


   »—Es muy posible. ¿A qué distancia cree que se encuentra?


   »—Calculo que a la altura de Cleft Tor.


   »—No más de dos o tres kilómetros.


   »—Menos, probablemente.


   »—No puede ser muy lejos si Barrymore tenía que llevarle la comida. Y
   ese canalla está esperando junto a la vela. ¡Voy a salir a capturarlo!


   »La misma idea me había pasado por la cabeza. No era como si los
   Barrymore nos hubieran hecho una confidencia. Les habíamos arrancado el
   secreto a la fuerza. Aquel individuo era un peligro para la comunidad,
   un delincuente implacable que no tenía excusa ni merecía compasión. No
   hacíamos más que cumplir con nuestro deber al aprovechar la oportunidad
   de devolverlo de nuevo a donde no pudiera hacer daño. Debido a su
   carácter brutal y violento, otros tendrían que pagar las consecuencias
   si nos cruzábamos de brazos. Cualquier noche, por ejemplo, podía atacar
   a nuestros vecinos los Stapleton, y tal vez esa idea hizo que Sir Henry
   se interesara tanto por aquella aventura.


   »—Le acompañaré —dije.


   »—Entonces recoja su revólver y póngase las botas. Cuanto antes
   salgamos mejor, porque ese individuo puede apagar la luz y marcharse.


   »Cinco minutos después habíamos iniciado ya nuestra expedición.
   Apresuramos el paso entre los oscuros arbustos, en medio de los
   apagados gemidos del viento del otoño y del crujir de las hojas caídas.
   El aire nocturno estaba cargado de olor a humedad y a putrefacción. De
   cuando en cuando la luna se asomaba unos instantes, pero las nubes casi
   cubrían el cielo por completo y en el momento en que salíamos al páramo
   empezó a caer una lluvia ligera. La luz seguía brillando delante de
   nosotros.


   »—¿Está usted armado? —pregunté.


   »—Tengo una fusta.


   »—Hemos de caer sobre él rápidamente, porque se dice que es un hombre
   desesperado. Debemos cogerlo por sorpresa y tenerlo a nuestra merced
   antes de que se resista.


   »—Escuche, Watson, ¿qué diría Holmes de esto? ¿Qué diría sobre esta
   hora de oscuridad en la que se intensifican los poderes del mal?


   »Como en respuesta a sus palabras se alzó de repente, en la inmensa
   tristeza del páramo, el extraño sonido que yo había oído ya cerca de la
   gran ciénaga de Grimpen. Nos llegó traído por el viento a través del
   silencio de la noche: un murmullo largo y profundo, luego un aullido
   cada vez más poderoso y finalmente el triste gemido con que acababa.
   Resonó una y otra vez, todo el aire palpitando con él, estridente,
   salvaje y amenazador. El baronet me cogió de la manga y palideció tanto
   que el rostro le brilló tenuemente en la oscuridad.


   »—¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso, Watson?


   »—No lo sé. Se trata de un sonido que se oye en el páramo. Es la
   segunda vez que lo escucho.


   »Los aullidos cesaron y un silencio absoluto descendió sobre nosotros.
    Aguzamos el oído, pero sin el menor resultado.


   »—Watson —dijo el baronet—, eso era el aullido de un sabueso.


   »La sangre se me heló en las venas, porque la voz se le quebró de una
   manera que ponía de manifiesto el terror repentino que se había
   apoderado de él.


   »—¿Qué dicen de ese sonido? —preguntó.


   »—¿Quiénes?


   »—Los habitantes de la zona.


   »—Bah, son gente ignorante. ¿Qué más le da lo que digan?


   »—Cuéntemelo, Watson. ¿Qué es lo que dicen?


   »Vacilé un momento, pero no podía escabullirme.


   »—Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville.


   »Sir Henry dejó escapar un gemido y luego guardó silencio unos
   instantes.


   »—Era un sabueso —dijo por fin—, pero parecía venir de una distancia de
   varios kilómetros en aquella dirección, según creo.


   »—Es difícil saber de dónde procedía.


   »—Subía y bajaba con el viento. ¿No es ésa la dirección de la gran
   ciénaga de Grimpen?


   »—Sí, es ésa.


   »—Bien, pues era por allí. Dígame la verdad, ¿a usted no le pareció
   también que era el aullido de un sabueso? Ya no soy un niño. No tenga
   reparos en decirme la verdad.


   »—Stapleton se hallaba conmigo la otra vez. Dijo que podía ser el canto
   de un extraño pájaro.


   »—No, no; era un sabueso. Dios mío, ¿habrá algo de verdad en todas esas
   historias? ¿Es posible que esté realmente en peligro por una causa tan
   misteriosa? Usted no lo cree, ¿no es así, Watson?


   »—No, claro que no.


   »—Y sin embargo una cosa es reírse de ello en Londres y otra muy
   distinta estar aquí en la oscuridad del páramo y oír un aullido como
   ése. ¡Y mi tío! Encontraron las huellas del sabueso muy cerca de donde
   cayó. Todo concuerda. No creo ser cobarde, Watson, pero ese sonido me
   ha helado la sangre. ¡Tóqueme la mano!


   »Estaba tan fría como un bloque de mármol.


   »—Mañana se encontrará usted perfectamente.


   »—No creo que la luz del día consiga sacarme ese aullido de la cabeza.
   ¿Qué le parece que hagamos ahora?


   »—¿Quiere que regresemos?


   »—No, voto a bríos; hemos salido a capturar a nuestro hombre y eso es
   lo que haremos. Nosotros vamos tras el preso y es probable que un
   sabueso del infierno vaya tras de nosotros. Adelante. Haremos lo que
   nos hemos propuesto hacer aunque corran por el páramo todos los
   demonios del averno.


   »Proseguimos lentamente nuestro camino en la oscuridad, con la borrosa
   silueta de las colinas cubiertas de peñascos a nuestro alrededor y el
   punto de luz amarilla brillando delante de nosotros. No hay nada tan
   engañoso como la distancia de una luz en una noche oscura como boca de
   lobo, y unas veces el resplandor parecía estar tan lejano como el
   horizonte y otras encontrarse a pocos metros. Pero finalmente vimos de
   dónde procedía y entonces supimos que estábamos muy cerca. Una vela ya
   muy derretida estaba clavada en una grieta entre las rocas que la
   flanqueaban por ambos lados para protegerla del viento y también para
   lograr que sólo fuera visible desde la mansión de los Baskerville. Una
   roca de granito nos ocultó mientras nos acercábamos y pudimos asomarnos
   por encima para contemplar la luz de la señal. Era extraño ver aquella
   vela solitaria ardiendo allí, en mitad del páramo, sin el menor signo
   de vida a su alrededor: tan sólo la llama amarilla y el brillo de las
   rocas a ambos lados.


   »—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Sir Henry.


   »—Esperar aquí. Tiene que estar cerca. Quizá podamos verlo.


   »Apenas pronunciadas aquellas palabras lo vimos ambos. Sobre las rocas,
   en la grieta donde ardía la vela, surgió un maligno rostro amarillo,
   una terrible cara bestial, toda ella marcada y arrugada por las
   pasiones más viles. Manchada de cieno, con una barba hirsuta y coronada
   de cabellos enmarañados, podía muy bien haber pertenecido a uno de
   aquellos antiguos salvajes que habitaban en los refugios de las
   colinas. La luz de abajo se reflejaba en sus ojillos astutos, que
   escudriñaban con fiereza la oscuridad a derecha e izquierda, como un
   animal taimado y salvaje que ha oído pasos de cazadores.


   »Sin duda algo había despertado sus sospechas. Puede que Barrymore
   acostumbrara a darle alguna señal privada que nosotros habíamos
   omitido, o bien nuestro hombre tenía alguna otra razón para pensar que
   las cosas no marchaban como debían: en cualquier caso el miedo era
   visible en sus perversas facciones y de un momento a otro podía apagar
   la luz de un manotazo y esfumarse en la oscuridad. Salté hacia adelante
   y Sir Henry me imitó. En el mismo instante el preso nos lanzó una
   maldición y tiró una piedra que se hizo añicos contra la roca que nos
   había cobijado. Aún vislumbré por un momento su silueta rechoncha y
   musculosa mientras se ponía en pie y giraba en redondo para escapar.
   Por una feliz coincidencia la luna salió entonces de entre las nubes.
   Alcanzamos a toda prisa la cima de la colina y vimos que nuestro hombre
   descendía a gran velocidad por la otra ladera, saltando por encima de
   las rocas que hallaba en su camino con la agilidad de una cabra montés.
   Con suerte tal vez habría podido detenerlo con un disparo de mi
   revólver, pero la finalidad de aquel arma era tan sólo defenderme si se
   me atacaba y no disparar contra un hombre desarmado que huía.


   »Tanto el baronet como yo somos aceptables corredores y estamos en
   buena forma, pero pronto descubrimos que no teníamos posibilidad alguna
   de alcanzarlo. Seguimos viéndolo durante un buen rato a la luz de la
   luna, hasta que se convirtió en un puntito que avanzaba con celeridad
   entre las rocas que salpicaban la falda de una colina distante.
   Corrimos y corrimos hasta quedar completamente agotados, pero la
   distancia era cada vez mayor. Finalmente nos detuvimos y nos sentamos,
   jadeantes, en sendas rocas, desde donde seguimos viéndolo hasta que se
   perdió en la lejanía.


   »Y en aquel momento, cuando nos levantábamos de las rocas para darnos
   la vuelta y regresar a casa, abandonada ya la inútil persecución,
   ocurrió la cosa más extraña e inesperada. La luna quedaba muy baja
   hacia la derecha, y la cima dentada de un risco de granito se alzaba
   hasta la parte inferior de su disco de plata. Allí, recortada con la
   negrura de una estatua de ébano sobre el fondo brillante, vi, encima
   del risco, la figura de un hombre. No piense que fue una alucinación,
   Holmes. Le aseguro que en toda mi vida no he visto nada con mayor
   claridad. Hasta donde se me alcanza, era la figura de un hombre alto y
   delgado. Mantenía las piernas un poco separadas, estaba cruzado de
   brazos e inclinaba la cabeza como si meditara sobre el enorme desierto
   de turba y granito que quedaba a su espalda. Podía haber sido el
   espíritu mismo de aquel terrible lugar. Desde luego no era el preso.
   Aquel hombre se hallaba muy lejos del sitio donde el otro había
   desaparecido. Además era mucho más alto. Con una exclamación de
   sorpresa quise mostrárselo al baronet, pero durante el momento en que
   me volví para agarrarlo del brazo, la figura desapareció. La cima
   dentada del risco seguía cortando el borde inferior de la luna, pero ya
   no quedaba el menor rastro de la figura silenciosa e inmóvil.


   »Quise marchar en aquella dirección e investigar los alrededores del
   risco, pero quedaba bastante lejos. Los nervios del baronet seguían en
   tensión a consecuencia de aquel aullido que le había recordado la
   oscura historia de su familia y no estaba de humor para nuevas
   aventuras. Tampoco había visto al hombre solitario sobre el risco y no
   sentía la emoción que su extraña presencia y su aire de autoridad me
   habían producido. "Un vigilante del penal, sin dudaʼ dijo. "Abundan en
   el páramo desde que se escapó ese sujeto". Cabe que esa explicación sea
   la justa, pero me gustaría tener pruebas más concluyentes. Hoy nos
   proponemos hacer saber a las autoridades de Princetown dónde tienen que
   buscar al huido, pero sentimos no haberlo capturado nosotros. Tales son
   las aventuras de la pasada noche y tendrá usted que reconocer, mi
   querido Holmes, que no le estoy fallando en materia de información.
   Mucho de lo que le cuento no tiene, sin duda, mayor importancia, pero
   sigo pensando que lo mejor es transmitirle todos los hechos y dejarle
   que elija usted los que le resulten más útiles. No hay duda de que
   estamos haciendo progresos. Por lo que se refiere a los Barrymore,
   hemos descubierto el motivo de sus acciones, y eso ha aclarado mucho la
   situación. Pero el páramo con sus misterios y sus extraños habitantes
   sigue tan inescrutable como siempre. Quizá en mi próxima comunicación
   esté también en condiciones de arrojar alguna luz sobre eso. Aunque lo
   mejor sería que viniera usted a reunirse con nosotros.»

   - 10 -
   Fragmento del diario del doctor Watson



   Hasta este momento he podido utilizar los informes que envié a Sherlock
   Holmes durante los primeros días de mi estancia en el páramo. Pero he
   llegado ya a un punto en mi narración en el que me veo obligado a
   abandonar ese método y recurrir una vez más a mis recuerdos, con la
   ayuda del diario que llevaba por entonces. Algunos fragmentos de este
   último me permitirán enlazar con las escenas que están indeleblemente
   grabadas en mi memoria. Continúo, por lo tanto, en la mañana siguiente
   a nuestra infructuosa persecución de Selden y a nuestras extrañas
   experiencias en el páramo.


   «16 de octubre. —Día brumoso y gris con algo de llovizna. La casa está
   cubierta de nubes en movimiento que se abren de vez en cuando para
   mostrar las monótonas curvas del páramo, con delgadas vetas plateadas
   en las faldas de las colinas y rocas distantes que brillan cuando sus
   húmedas superficies reflejan la luz. Reina la melancolía fuera y
   dentro. El baronet ha reaccionado mal ante las emociones de la noche
   pasada. Yo mismo me noto un peso en el corazón y el sentimiento de la
   inminencia de un peligro siempre al acecho, precisamente más terrible
   porque no soy capaz de definirlo.


   »Y, ¿acaso no está justificado ese sentimiento? Piénsese en la larga
   sucesión de incidentes que delatan las fuerzas siniestras que actúan a
   nuestro alrededor. Primero, la muerte del anterior ocupante de la
   mansión, en la que se cumplieron con toda exactitud las condiciones de
   la leyenda familiar, y, en segundo lugar, las repetidas afirmaciones
   por parte de los campesinos de la zona de que ha aparecido en el páramo
   una extraña criatura. En dos ocasiones he escuchado ya un sonido que
   recuerda el aullido distante de un sabueso. No puede tratarse de algo
   ajeno a las leyes ordinarias de la naturaleza. Un sabueso espectral que
   deje huellas visibles y que llene el aire con sus aullidos es sin duda
   impensable. Quizá Stapleton acepte esa superstición y a Mortimer tal
   vez le suceda lo mismo; pero si yo tengo una cualidad es el sentido
   común y nada logrará convencerme de una cosa así. Hacerlo sería
   rebajarse al nivel de esos pobres campesinos que no se contentan con un
   simple perro asilvestrado, sino que necesitan describirlo arrojando
   fuego del infierno por ojos y boca. Holmes nunca prestaría atención a
   semejantes fantasías y yo soy su representante. Pero los hechos son los
   hechos y ya he oído dos veces ese aullido en el páramo. Supongamos que
   hubiera realmente un enorme sabueso en libertad; eso contribuiría mucho
   a explicarlo todo. Pero, ¿dónde se escondería, dónde conseguiría la
   comida, de dónde procedería, cómo sería posible que nadie lo hubiera
   visto durante el día?


   »Hay que confesar que la teoría del perro de carne y hueso presenta
   casi tantas dificultades como la otra. Y además, dejando de lado al
   sabueso, queda la intervención del individuo del cabriolé en Londres y
   la carta en la que se advertía a Sir Henry del peligro que corría. Eso
   por lo menos es real, pero tanto podría ser obra de un amigo deseoso de
   protegerlo como de un enemigo. ¿Dónde está ahora ese amigo o enemigo?
   ¿Se ha quedado en Londres o nos ha seguido hasta el páramo? ¿Podría
   ser..., podría ser el desconocido que vi sobre el risco?


   »Es verdad que sólo lo contemplé unos instantes, pero hay algunas cosas
   de las que estoy completamente seguro. Como conozco ya a todos nuestros
   vecinos puedo afirmar que no es ninguno de ellos. El individuo que
   estaba sobre el risco era más alto que Stapleton y más delgado que
   Frankland. Cabría que se tratara de Barrymore, pero lo dejamos en la
   mansión, y estoy seguro de que no pudo seguirnos. Por lo tanto hay un
   desconocido que nos sigue aquí de la misma manera que un desconocido
   nos siguió en Londres. No nos hemos librado de él. Si pudiera ponerle
   las manos encima, tal vez resolviéramos todas nuestras dificultades. A
   esta única finalidad debo consagrar todas mis energías a partir de
   ahora.


   »Mi primer impulso fue contar mis planes a Sir Henry. El segundo y más
   prudente ha sido hacer mi juego y hablar lo menos posible. El baronet
   está silencioso y distraído. El aullido en el páramo lo ha conmocionado
   extrañamente. No diré nada que contribuya a aumentar su ansiedad, pero
   tomaré las medidas oportunas para lograr lo que me propongo.


   »Esta mañana tuvimos una pequeña escena después del desayuno. Barrymore
   pidió permiso para hablar con Sir Henry y se encerraron en el estudio
   del baronet durante unos minutos. Desde mi asiento en la sala de billar
   oí más de una vez cómo ambos alzaban la voz y reconozco que tenía una
   idea bastante exacta del motivo de la discusión. Finalmente Sir Henry
   abrió la puerta y me llamó.


   »—Barrymore considera que tiene motivos para quejarse —dijo—. Opina que
   no hemos sido justos al dar caza a su cuñado cuando él, libremente, nos
   había revelado el secreto.


   »El mayordomo se hallaba delante de nosotros, muy pálido pero muy dueño
   de sí mismo.


   »—Quizá haya hablado con demasiado calor —dijo— y, en ese caso, le pido
   sinceramente que me perdone. Pero me ha sorprendido mucho enterarme de
   que han regresado ustedes de madrugada y de que han estado persiguiendo
   a Selden. El pobrecillo ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de
   que yo contribuya a crearle más.


   »—Si nos lo hubiera usted revelado por decisión propia, habría sido
   distinto —dijo el baronet—. Pero nos lo contó (o más bien lo hizo su
   mujer) cuando le obligamos y no tuvo otro remedio.


   »—Nunca pensé que se aprovechara de ello, Sir Henry; nunca lo hubiera
   creído.


   »—Ese hombre es un peligro público. Hay casas solitarias repartidas por
   el páramo y Selden no se detendría ante nada. Basta con ver su rostro
   un instante para darse cuenta. Piense, por ejemplo, en la casa del
   señor Stapleton, sin nadie excepto él para defenderla. Todo el mundo
   correrá peligro hasta que se le vuelva a poner a buen recaudo.


   »—Selden no entrará en ninguna casa, señor. Le doy solemnemente mi
   palabra. Ni volverá a molestar a nadie en este país. Le aseguro, Sir
   Henry, que dentro de muy pocos días se habrán tomado las medidas
   necesarias y estará camino de América del Sur. Por el amor de Dios,
   señor, le ruego que no informe a la policía de que mi cuñado sigue aún
   en el páramo. Han abandonado la persecución y será un buen refugio
   hasta que el barco esté preparado. Y si lo denuncia nos causará
   problemas a mi mujer y a mí. Se lo suplico, señor, no diga nada a la
   policía.


   »—¿Qué opina usted, Watson?


   »Me encogí de hombros.


   »—Si Selden saliera del país sin causar problemas los contribuyentes se
   verían libres de una carga.


   »—Pero, ¿qué me dice de la posibilidad de que asalte a alguien antes de
   marcharse?


   »—No hará una locura semejante, señor. Le hemos proporcionado todo lo
   que necesita. Cometer un delito sería lo mismo que proclamar dónde está
   escondido.


   »—Eso es cierto —dijo Sir Henry—. Bien, Barrymore…


   »—¡Que Dios le bendiga! ¡Se lo agradezco de todo corazón! Mi pobre
   mujer se moriría de pena si lo capturasen otra vez.


   »—Supongo que estamos haciéndonos cómplices de un delito, ¿no es eso,
   Watson? Pero después de lo que acabamos de oír no me creo capaz de
   entregar a ese hombre, de manera que punto final. De acuerdo,
   Barrymore, puede usted marcharse.


   »Con unas inconexas palabras de gratitud el mayordomo se dirigió hacia
   la puerta, pero luego vaciló y volvió sobre sus pasos.


   »—Se ha portado usted tan bien con nosotros, señor, que, a cambio,
   quisiera hacer por usted todo lo que esté en mi mano. Sé algo, Sir
   Henry, que quizá debiera haber dicho antes, pero sólo lo descubrí mucho
   tiempo después de terminada la investigación. Nunca lo he comentado con
   nadie. Y tiene que ver con la muerte del pobre Sir Charles.


   »Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie.


   »—¿Acaso sabe usted cómo murió?


   »—No, señor, eso no lo sé.


   »—¿De qué se trata, entonces?


   »—Sé por qué estaba en el portillo a aquella hora. Se había citado con
   una mujer.


   »—¿Citado con una mujer? ¿Sir Charles?


   »—Sí, señor.


   »—¿Sabe usted quién era?


   »—No le puedo decir el nombre, señor, pero sí las iniciales: L. L.


   »—¿Cómo ha sabido usted todo eso, Barrymore?


   »—Verá, Sir Henry, su tío recibió una carta aquella mañana. De
   ordinario recibía muchas a diario porque era un hombre conocido y todo
   el mundo se hacía lenguas de su buen corazón, así que las personas con
   problemas recurrían a él. Pero aquella mañana, por casualidad, sólo
   recibió una carta, de manera que me fijé más en ella. Venía de Coombe
   Tracey y la letra del sobre era de mujer.


   »—¿Y?


   »—Verá, señor; yo no hubiera vuelto a pensar en ello de no ser por mi
   mujer que, hace tan sólo unas semanas, cuando estaba limpiando el
   estudio de Sir Charles (no se había tocado desde su muerte), encontró
   las cenizas de una carta en el hogar de la chimenea. Aunque las
   cuartillas estaban prácticamente carbonizadas había un trocito, el
   final de una página, que no se había disgregado y aún era posible leer
   lo que estaba escrito, en gris sobre fondo negro. Nos pareció que se
   trataba de una postdata y decía lo siguiente: "Por favor, por favor,
   como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a
   las diez en punto". Debajo alguien había firmado con las iniciales L.
   L.


   »—¿Ha conservado ese trocito de papel?


   »—No, señor; se deshizo cuando lo movimos.


   »—¿Había recibido Sir Charles otras cartas con la misma letra?


   »—A decir verdad, no me fijaba mucho en sus cartas. Y tampoco me
   hubiera fijado en ésa de no llegar sola.


   »—¿Y no tiene idea de quién pueda ser L. L.?


   »—No, señor. Estoy tan a oscuras como usted. Pero creo que si
   pudiéramos localizar a esa dama sabríamos más acerca de la muerte de
   Sir Charles.


   »—Lo que no entiendo, Barrymore, es cómo ha podido ocultar una
   información tan importante.


   »—Compréndalo, señor; nuestros problemas empezaron inmediatamente
   después y, por otra parte, como es lógico, si se piensa en todo lo que
   hizo por nosotros, los dos sentíamos un gran cariño por Sir Charles.
   Revolver en ese asunto no podía ayudar ya a nuestro pobre señor, y
   conviene andar con tiento cuando hay una dama por medio. Hasta los
   mejores de entre nosotros...


   »—¿Cree usted que podría dañar su reputación?


   »—Verá, señor: pensé que no saldría nada bueno. Pero después de haberse
   portado usted tan bien con nosotros, me parece que le trataría
   injustamente si no le contara todo lo que sé.


   »—Muy bien, Barrymore; puede marcharse.


   »Cuando el mayordomo nos hubo dejado Sir Henry se volvió hacia mí.
   »—Bueno, Watson, ¿qué piensa usted de esta nueva pista?


   »—Me parece que sólo sirve para aumentar la oscuridad.


   »—Eso pienso yo. Pero si pudiéramos encontrar a L. L. se aclararía todo
   este asunto. Al menos algo hemos ganado. Sabemos que hay una persona
   que conoce los hechos y lo único que necesitamos es encontrarla. ¿Qué
   cree que debemos hacer?


   »—Informar a Holmes inmediatamente. Le proporcionará el indicio que ha
   estado buscando. Y o mucho me equivoco o eso hará que se presente aquí.


   »Regresé inmediatamente a mi habitación y redacté para Holmes el
   informe sobre nuestra conversación matutina. Era evidente que mi amigo
   había estado muy ocupado últimamente, porque las notas que me llegaban
   de Baker Street eran pocas y breves, sin comentarios sobre la
   información que le había suministrado y casi sin referencia alguna a mi
   misión. No había duda de que el caso del chantaje absorbía todas sus
   facultades. Y, sin embargo, este nuevo factor debería con toda
   seguridad llamar su atención y renovar su interés. Ojalá estuviese
   aquí.


   »17 de octubre.—Ha llovido a cántaros todo el día, y las gotas resuenan
   sobre la hiedra y caen desde los aleros. Me he acordado del fugitivo en
   el frío páramo desolado, sin sitio donde guarecerse. ¡Pobrecillo! Sean
   cuales fueran sus delitos, está sufriendo para expiarlos. Y luego me
   acordé del otro: del rostro en el cabriolé, de la figura recortada
   contra la luna. ¿También el que vigilaba sin ser visto, el hombre de la
   oscuridad, se hallaba a la intemperie bajo aquel diluvio? A la caída de
   la tarde me puse el impermeable y paseé hasta muy lejos por el páramo
   empapado de agua, lleno de imágenes oscuras, con la lluvia golpeándome
   el rostro y el viento silbándome en los oídos. Que Dios tenga de su
   mano a quienes se acerquen a la gran ciénaga en tales momentos, porque
   incluso las tierras altas, firmes de ordinario, se están convirtiendo
   en un pantano. Encontré el Risco Negro sobre el que había visto al
   vigía solitario y desde su cima dentada contemplé las melancólicas
   lomas. Ráfagas de lluvia iban a la deriva sobre sus superficies rojizas
   y las densas nubes de color pizarra colgaban muy bajas sobre el
   paisaje, cayendo en jirones grises por las laderas de las fantásticas
   colinas. En la lejana concavidad hacia la izquierda, escondidas a
   medias por la niebla, se alzaban por encima de los árboles las dos
   delgadas torres de la mansión de los Baskerville. Eran los únicos
   signos visibles de vida humana, si se exceptúan los refugios
   prehistóricos que tanto abundan en las faldas de las colinas. En ningún
   sitio había rastro alguno del extraño vigía del páramo.


   »Mientras regresaba a la mansión me alcanzó el doctor Mortimer que
   conducía su coche de dos ruedas por un tosco sendero, de regreso de la
   remota granja de Foulmire. Ha estado siempre pendiente de nosotros y
   apenas ha pasado un día sin presentarse por la mansión para ver cómo
   nos va. Me insistió para que subiera al coche y le acompañara hasta la
   casa. Lo encontré muy preocupado por la desaparición de su pequeño
   spaniel, que se había adentrado por el páramo y no había vuelto. Lo
   consolé como pude, pero al acordarme del poni sepultado en la ciénaga
   de Grimpen, temí que no volviera a ver a su perrito.


   »—Por cierto, Mortimer —le dije mientras avanzábamos a saltos por aquel
   camino tan desigual—, supongo que serán muy pocas las personas de la
   zona que usted no conozca.


   »—Prácticamente ninguna, creo yo.


   »—¿Puede usted, en ese caso, decirme el nombre de alguna mujer cuyas
   iniciales sean L. L.?


   »El doctor Mortimer estuvo pensando unos minutos.


   »—No —dijo—. Hay algunos gitanos y jornaleros de los que no puedo
   responder, pero entre los granjeros o la burguesía y pequeña nobleza no
   hay nadie con iniciales como ésas. Espere un momento —añadió, después
   de una pausa—. Está Laura Lyons, sus iniciales son L. L., aunque vive
   en Coombe Tracey.


   »—¿Quién es? —pregunté. »—Es la hija de Frankland.


   »—¿Cómo? ¿Frankland el viejo chiflado?


   »—Exactamente. Se casó con un artista llamado Lyons que vino a hacer
   unos bocetos en el páramo. Resultó ser un sinvergüenza y la abandonó.
   Aunque quizá la culpa, por lo que he oído, no fuera toda del pintor. Su
   padre se negó a tener nada que ver con ella porque se había casado sin
   su consentimiento y quizá también por una o dos razones más. De manera
   que entre los dos pecadores, el viejo y el joven, la pobre chica lo ha
   pasado bastante mal.


   »—¿Cómo vive?


   »—Imagino que su padre le pasa una asignación, pero debe de ser una
   miseria, porque la situación económica de Frankland deja mucho que
   desear. Por mal que se hubiera portado, no se podía consentir que se
   hundiera definitivamente. Su historia llegó a saberse y varias personas
   de los alrededores colaboraron para permitirle que se ganara la vida
   honradamente. Stapleton fue uno de ellos y Sir Charles otro. También yo
   contribuí modestamente. Se trataba de que pusiera en marcha un servicio
   de mecanografía.


   »Mortimer quiso saber el motivo de mis investigaciones, pero logré
   satisfacer su curiosidad sin decirle demasiado, porque no hay razón
   para confiar en nadie. Mañana por la mañana me pondré en camino hacia
   Coombe Tracey y si puedo ver a la señora Laura Lyons, de dudosa
   reputación, se habrá dado un gran paso para aclarar uno de los
   incidentes de esta cadena de misterios. Sin duda estoy adquiriendo la
   prudencia de la serpiente, porque cuando Mortimer insistió en sus
   preguntas hasta extremos inconvenientes, me interesé como por
   casualidad por el tipo de cráneo de Frankland, de manera que sólo oí
   hablar de craneología durante el resto del trayecto. De algo ha de
   servirme haber vivido durante años con Sherlock Holmes.


   »Sólo tengo un último incidente que anotar en este melancólico día de
   tormenta. Se trata de mi conversación con Barrymore de hace unos
   instantes: el mayordomo me ha proporcionado un triunfo más que podré
   utilizar en su momento.


   »Mortimer se ha quedado a cenar y el baronet y él han jugado después al
   écarté(fr. descarte, juego de naipes para dos jugadores). El mayordomo
   me ha llevado el café a la librería y he aprovechado la oportunidad
   para hacerle unas preguntas.


   »—Bien —dije—, ¿se ha marchado ya ese inapreciable pariente suyo o
   sigue todavía escondido en el páramo?


   »—No lo sé, señor. Le pido a Dios que se haya ido, porque a nosotros no
   nos ha causado más que problemas. No he sabido nada de él desde que le
   dejé comida la última vez, y de eso hace ya tres días.


   »—¿Usted lo vio?


   »—No, señor; pero la comida había desaparecido cuando volví a pasar por
   allí.


   »—Entonces, ¿es seguro que sigue en el páramo?


   »—Parece lo lógico, señor, a no ser que se la haya llevado el otro.


   »No terminé de llevarme la taza a la boca y miré fijamente a Barrymore.


   »—Entonces, ¿usted sabe que hay otro hombre?


   »—Sí, señor; hay otro hombre en el páramo.


   »—¿Lo ha visto?


   »—No, señor.


   »—¿Cómo sabe de su existencia?


   »—Selden me habló de él hace una semana o poco más. También se esconde,
   pero no es un preso, por lo que he podido deducir. No me gusta nada,
   doctor Watson; le digo con toda sinceridad que no me gusta nada —
   hablaba con repentina vehemencia.


   »—Ahora escúcheme usted, Barrymore. Yo no tengo otro interés en este
   asunto que el de su señor. Estoy aquí para ayudarlo. Dígame, con toda
   franqueza, qué es lo que no le gusta.


   »Barrymore vaciló un momento, como si lamentara su arranque o le
   resultara difícil expresar con palabras sus sentimientos.


   »—Son todas estas cosas que están pasando —exclamó por fin, agitando la
   mano en dirección a la ventana que daba al páramo, golpeada por la
   lluvia—. Se está jugando sucio en algún sitio y se está tramando alguna
   maldad muy negra, ¡eso lo puedo jurar! ¡Me alegraría mucho de que Sir
   Henry volviera a Londres!


   »—Pero, ¿qué es lo que le inquieta?


   »—¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Aquello ya fue terrible, a pesar
   de todo lo que dijera el juez de instrucción. Fíjese en los ruidos que
   se oyen en el páramo por la noche. No hay una sola persona que quiera
   cruzarlo después de ponerse el sol ni aunque le paguen por hacerlo.
   ¡Fíjese en ese desconocido que se esconde, que vigila y espera! ¿Qué es
   lo que espera? ¿Qué significa todo eso? Seguro que no significa nada
   bueno para cualquiera que se llame Baskerville, y me marcharé con mucho
   gusto el día que los nuevos criados puedan hacerse cargo de la mansión.


   »—Pero, en cuanto a ese desconocido —dije—. ¿No sabe usted nada más
   acerca de él? ¿Qué le contó Selden? ¿Había descubierto dónde se
   escondía o qué era lo que estaba haciendo?


   »—Lo vio una o dos veces, pero es muy astuto y no enseña su juego. Al
   principio mi cuñado pensó que era de la policía, pero pronto comprendió
   que trabaja por su cuenta. Alguien muy parecido a un caballero, por lo
   que a él se le alcanzaba, pero no consiguió averiguar qué era lo que
   estaba haciendo.


   »—Y, ¿dónde le dijo que vivía?


   »—En los viejos refugios de las colinas; los viejos refugios de piedra
   donde vivían los antiguos.


   »—Pero, ¿cómo se las arregla para comer?


   »—Selden descubrió que tiene un chico que trabaja para él y le lleva
   todo lo que necesita. Imagino que va a buscarlo a Coombe Tracey.


   »—Muy bien, Barrymore. Quizá sigamos hablando de todo esto en otro
   momento.


   »Después de que el mayordomo se marchara me acerqué a la ventana y, a
   través del cristal empañado, contemplé las nubes veloces y las siluetas
   estremecidas de los árboles agitados por el viento. Es una noche
   terrible dentro de casa, pero ¿cómo será en un refugio de piedra en el
   páramo? ¿Qué intensidad en el odio puede hacer que un hombre aceche en
   un sitio así en semejante momento? ¿Y qué puede ser lo que se propone
   que le exige someterse a semejante prueba? Allí, en ese habitáculo que
   se abre al páramo, parece hallarse el centro mismo del problema que
   tantos disgustos me está causando. Juro que no pasará un día más sin
   que haya hecho todo lo que esté en mi mano para llegar al fondo del
   misterio.»

   - 11 -
   El hombre del risco



   El fragmento de mi diario que he utilizado en el último capítulo sitúa
   la narración en el 18 de octubre, momento en que los extraños
   acontecimientos de las últimas semanas se encaminaban rápidamente hacia
   su terrible desenlace. Los incidentes de los días que siguieron han
   quedado indeleblemente grabados en mi memoria y estoy en condiciones de
   relatarlos sin recurrir a las notas que tomé en aquel momento.
   Comienzo, por lo tanto, un día después de que lograra establecer dos
   hechos de gran importancia: el primero que la señora Laura Lyons de
   Coombe Tracey había escrito a Sir Charles Baskerville para citarse con
   él precisamente a la hora y en el sitio donde el baronet encontró la
   muerte; y el segundo que al hombre al acecho en el páramo se le podía
   encontrar en los refugios de piedra de las colinas. Con aquellos dos
   datos en mi poder, llegué a la conclusión de que si no me hallaba
   completamente desprovisto ni de inteligencia ni de valor, tendría que
   arrojar por fin alguna luz sobre tanta oscuridad.


   No encontré momento para contar al baronet lo que había averiguado la
   noche anterior acerca de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer se
   quedó jugando con él a las cartas hasta muy tarde. A la hora del
   desayuno, sin embargo, le informé de mi descubrimiento y le pregunté si
   quería acompañarme a Coombe Tracey. Al principio se mostró deseoso de
   hacerlo, pero al pensarlo con más calma llegamos ambos a la conclusión
   de que el resultado sería mejor si iba yo solo. Cuanto más oficial
   hiciéramos la visita, menos información obtendríamos. Dejé, por
   consiguiente, a Sir Henry en casa, aunque no sin ciertos
   remordimientos, y me puse en camino para emprender la nueva
   investigación.


   Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara acomodo a los
   caballos e hice algunas preguntas para localizar a la dama a la que me
   proponía interrogar. Encontré sin dificultad su alojamiento, céntrico y
   bien señalado. Una doncella me hizo pasar sin muchas ceremonias y, al
   entrar en el salón, la dama que estaba sentada delante de una máquina
   de escribir marca Remington se puso en pie con una agradable sonrisa de
   bienvenida. Su expresión cambió, sin embargo, al comprobar que se
   trataba de un desconocido; acto seguido se sentó de nuevo y preguntó
   cuál era el objeto de mi visita.


   Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su extraordinaria
   belleza. Tenía los ojos y el cabello de un color castaño muy cálido, y
   sus mejillas, aunque con abundantes pecas, se veían agraciadas con la
   perfección característica de las morenas: la delicada tonalidad que se
   esconde en el corazón de la rosa. La admiración era, como digo, la
   primera impresión. Pero a la admiración sucedía de inmediato la
   crítica. Había un algo muy sutil que no funcionaba en aquel rostro, una
   vulgaridad en la expresión, quizá una dureza en la mirada, un rictus en
   la boca que desvirtuaba belleza tan perfecta. Pero todas estas
   reflexiones son, por supuesto, tardías. En aquel momento no hice más
   que darme cuenta de que tenía delante a una mujer muy hermosa que me
   preguntaba cuál era el motivo de mi visita. Y hasta entonces yo no
   había entendido bien hasta qué punto era delicada mi misión.


   —Tengo el placer —dije— de conocer a su padre.


   Era un presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó por alto.


   —Mi padre y yo no tenemos nada en común —respondió—. No le debo nada y
   sus amigos no lo son míos. Si no hubiera sido por el difunto Sir
   Charles Baskerville y otras personas de buen corazón podría haberme
   muerto de hambre sin que mi padre moviera un dedo.


   —He venido a verla precisamente en relación con el difunto Sir Charles
   Baskerville. Las pecas adquirieron mayor relieve sobre el rostro de la
   dama.


   —¿Qué puedo decirle acerca de él? —preguntó, mientras sus dedos
   jugueteaban nerviosamente con los marginadores de la máquina de
   escribir.


   —Usted lo conocía, ¿no es cierto?


   —Ya le he dicho que estoy muy en deuda con su amabilidad. Si soy capaz
   de mantenerme, se lo debo en gran parte al interés que se tomó al
   conocer mi desgraciada situación.


   —¿Se carteaba usted con él?


   La dama levantó rápidamente la vista, con un brillo de cólera en los
   ojos de color de avellana.


   —¿Cuál es el objeto de estas preguntas? —quiso saber, con tono
   cortante.


   —El objeto es evitar un escándalo público. Es mejor hacerlas aquí, y
   evitar que este asunto escape a nuestro control.


   La señora Lyons guardó silencio al tiempo que palidecía. Por fin alzó
   de nuevo los ojos con un algo temerario y desafiante en su actitud.


   —Está bien, responderé —dijo—. ¿Qué es lo que quiere saber?


   —¿Se carteaba usted con Sir Charles?


   —Le escribí por supuesto una o dos veces para agradecerle su delicadeza
   y su generosidad.


   —¿Recuerda usted las fechas de esas cartas?


   —No.


   —¿Lo conoció usted personalmente?


   —Sí, estuve con él una o dos veces, cuando vino a Coombe Tracey. Era un
   hombre muy reservado y prefería hacer el bien con mucha discreción.


   —Si lo vio tan pocas veces y le escribió con tan poca frecuencia, ¿qué
   fue lo que le impulsó a ayudarla, como usted asegura que hizo?


   La señora Lyons resolvió mi objeción con la mayor facilidad.


   —Eran varios los caballeros que estaban al tanto de mi triste historia
   y que se unieron para ayudarme. Uno de ellos, el señor Stapleton,
   vecino y amigo íntimo de Sir Charles, fue muy amable conmigo, y el
   baronet supo de mis problemas por mediación suya.


   Yo estaba enterado de que Sir Charles Baskerville había recurrido en
   diferentes ocasiones a Stapleton como limosnero suyo, de manera que la
   explicación de mi interlocutora tenía todos los visos de ser cierta.


   —¿Escribió usted alguna vez a Sir Charles pidiéndole una cita?
   —continué.


   La señora Lyons enrojeció una vez más, movida por la ira.


   —A decir verdad, señor mío, se trata de una pregunta singular.


   —Lo siento, señora, pero debo repetírsela.


   —En ese caso respondo: desde luego que no.


   —¿Ni siquiera el mismo día de la muerte de Sir Charles? El rubor
   desapareció en un instante y tuve ante mí una palidez mortal. La
   sequedad que se apoderó de su boca le impidió pronunciar el «No» que yo
   vi más que oí.


   —Sin duda le traiciona la memoria —le respondí—. Podría incluso citar
   un pasaje de su carta. Decía así: «Por favor, por favor, como es usted
   un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en
   punto».


   Pensé que se había desmayado, pero se recuperó gracias a un esfuerzo
   supremo. —¿Es que ya no quedan caballeros? —jadeó.


   —Es usted injusta con Sir Charles, que sí quemó la carta. Pero a veces
   una carta puede ser legible incluso después de arder. ¿Reconoce que la
   escribió?


   —Sí, lo hice —exclamó, volcando el alma en un torrente de palabras—. La
   escribí. ¿Por qué tendría que negarlo? No hay motivo para avergonzarme
   de ello. Quería que me ayudara. Estaba convencida de que si me
   entrevistaba con él conseguiría que me ayudara, de manera que le pedí
   una cita.


   —Pero, ¿por qué a esa hora?


   —Porque acababa de enterarme de que salía para Londres al día siguiente
   y quizá tardara meses en regresar. Había motivos que me impedían llegar
   antes a la mansión.


   —Pero, ¿por qué una cita en el jardín en lugar de una visita a la casa?


   —¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esa hora en el hogar de
   un soltero?


   —Bien; ¿qué sucedió cuando llegó usted allí?


   —No fui.


   —¡Señora Lyons!


   —No, se lo juro por lo más sagrado. No fui. Sucedió algo que me impidió
   acudir.


   —¿Qué fue lo que sucedió?


   —Es un asunto privado. No se lo puedo contar.


   —Entonces, ¿reconoce que concertó una cita con Sir Charles a la hora y
   en el lugar donde encontró la muerte, pero niega que acudiera a ella?


   —Así es.


   Seguí interrogándola para comprobar si había dicho la verdad, pero no
   logré sacar nada más en limpio.


   — Señora Lyons —dije mientras me ponía en pie, después de terminar
   aquella larga entrevista tan poco satisfactoria—, incurre usted en una
   gran responsabilidad y se coloca en una posición muy falsa al no
   confesar todo lo que sabe. Si tengo que solicitar el auxilio de la
   policía, descubrirá lo gravemente que está usted comprometida. Si es
   usted inocente, ¿por qué empezó negando que hubiera escrito a Sir
   Charles en esa fecha?


   —Porque temía que se sacaran conclusiones erróneas y me viera envuelta
   en un escándalo.


   —Y, ¿por qué tenía usted tanto interés en que Sir Charles destruyera la
   carta?


   —Si la ha leído sabrá el porqué.


   —Yo no he dicho que hubiera leído la carta.


   —Ha citado usted un fragmento.


   —He citado la postdata. Como ya he dicho, la carta ardió y no era
   legible en su totalidad. Le pregunto una vez más por qué insistió tanto
   en que Sir Charles destruyera esa carta.


   —Se trata de un asunto muy privado.


   —Una razón más para que evite usted una investigación pública.


   —Se lo contaré, en ese caso. Si ha oído algo acerca de mi desgraciada
   historia, sabrá que hice un matrimonio imprudente y que he tenido
   motivos para lamentarlo.


   —Estoy enterado de eso.


   —Mi vida ha sido una persecución incesante por parte de un marido al
   que aborrezco. La justicia está de su parte, y todos los días me
   enfrento con la posibilidad de que me fuerce a vivir con él. En el
   momento en que escribí la carta a Sir Charles se me informó de que
   existía una posibilidad de recobrar mi libertad si se podían atender
   ciertos gastos. Eso lo significaba todo para mí: tranquilidad, dicha,
   propia estimación..., absolutamente todo. Sabía de la generosidad de
   Sir Charles y pensé que si escuchaba la historia de mis propios labios
   me ayudaría.


   —En ese caso, ¿cómo es que no acudió a la cita?


   —Porque mientras tanto recibí ayuda de otra fuente.


   —¿Por qué, entonces, no escribió a Sir Charles explicándoselo?


   —Lo habría hecho así si no hubiera leído la noticia de su muerte en el
   periódico a la mañana siguiente.


   Su historia tenía coherencia y no conseguí que se contradijera a pesar
   de mis preguntas. Sólo podía comprobarla averiguando si, de hecho, en
   el momento de la tragedia o poco antes, había iniciado los trámites
   para conseguir el divorcio.


   No era probable que mintiera al decir que no había estado en la mansión
   de los Baskerville, dado que se necesitaba un cabriolé para llegar
   hasta allí, y que tendría que haber regresado a Coombe Tracey de
   madrugada, lo que hacía imposible mantener el secreto sobre una
   expedición de tales características. Lo más probable era, por
   consiguiente, que dijera la verdad o, por lo menos, parte de la verdad.
   Me marché desconcertado y desanimado.


   Una vez más me tropezaba con la misma barrera infranqueable que parecía
   interponerse en mi camino cada vez que trataba de alcanzar el objetivo
   de mi misión. Y, sin embargo, cuanto más pensaba en el rostro de la
   dama y en su actitud, más seguro estaba de que ocultaba algo. ¿Por qué
   había palidecido tanto? ¿Por qué se resistió a reconocer lo sucedido
   hasta que se vio forzada a hacerlo? ¿Por qué tendría que haberse
   mostrado tan reservada en el momento de la tragedia? Con toda seguridad
   la explicación no era tan inocente como pretendía hacerme creer. De
   momento no podía avanzar más en aquella dirección y debía regresar a
   los refugios del páramo en busca de la otra pista.


   Pero se trataba de un rastro sumamente vago, como advertí en el viaje
   de regreso al comprobar que, una tras otra, todas las colinas
   conservaban huellas de sus antiguos pobladores. La única indicación de
   Barrymore había sido que el desconocido vivía en uno de aquellos
   refugios abandonados, pero existían cientos de ellos a todo lo largo y
   ancho del páramo. Contaba, sin embargo, con mi experiencia como guía,
   puesto que había visto al desconocido con mis propios ojos en la cima
   del Risco Negro. Aquel lugar, por lo tanto, debía ser el punto de
   partida de mi búsqueda. Allí iniciaría la exploración de todos los
   refugios hasta que diera con el que buscaba. Si aquel individuo estaba
   dentro, sabría de sus propios labios, a punta de revólver si era
   necesario, quién era y por qué nos había seguido durante tanto tiempo.
   Quizá podía darnos esquinazo entre el gentío de Regent Street, pero le
   iba a resultar imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si
   encontraba el refugio y su ocupante no estaba dentro, me quedaría allí,
   por larga que resultara la espera, hasta que regresase. Holmes lo había
   perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr
   capturarlo después del fracaso de mi maestro.


   La suerte se había vuelto una y otra vez contra nosotros en el curso de
   aquella investigación, pero ahora vino por fin en mi ayuda. Y el
   mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor Frankland que se
   hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez rojiza, junto a la
   puerta del jardín de su casa, que daba a la carretera por la que yo
   viajaba.


   —Buenos días, doctor Watson —exclamó con insólito buen humor—; permita
   que sus caballos disfruten de un descanso y entre en casa a beber un
   vaso de vino y felicitarme.


   Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser amistosos
   después de lo que había oído sobre su manera de tratar a la señora
   Lyons, pero estaba deseoso de enviar a Perkins y la tartana a casa, y
   aquélla era una buena oportunidad. Descendí del coche y envié un
   mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a pie, a tiempo para
   la cena. Después seguí a Frankland hasta su comedor.


   —Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos con letras
   doradas —exclamó, interrumpiéndose varias veces para reír entre
   dientes—. He conseguido un doble triunfo. Me proponía enseñar a las
   gentes de esta zona que la ley es la ley, y que aquí vive un hombre a
   quien no le asusta recurrir a ella. He establecido un derecho de paso
   que cruza por el centro de los jardines del viejo Middleton, que
   atraviesa la propiedad a menos de cien metros de la puerta principal.
   ¿Qué me dice de eso? Vamos a enseñar a esos magnates que no se puede
   pisotear los derechos de los plebeyos, ¡y que Dios los confunda! Y
   también he cerrado el bosque donde iba de excursión la gente de
   Fernworthy. Esos infernales pueblerinos parecen creer que no existe el
   derecho de propiedad y que pueden meterse por donde les apetezca y
   ensuciarlo todo con papeles y botellas. Ambos casos fallados, doctor
   Watson, y los dos a mi favor. No recuerdo un día parecido desde que
   conseguí que condenaran a Sir John Morland por cazar en sus propias
   tierras.


   —¿Cómo demonios consiguió usted eso?


   —Mírelo en la jurisprudencia, señor mío. Merece la pena leerlo:
   Frankland contra Morland, llegamos hasta el Tribunal Supremo. Me costó
   doscientas libras, pero conseguí que se fallara a mi favor.


   —¿Le reportó algún beneficio?


   —Ninguno, señor mío, ninguno. Me enorgullece decir que yo no tenía
   interés material alguno en aquella cuestión. Siempre actúo por sentido
   del deber. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de que los habitantes
   de Fernworthy me quemarán esta noche en efigie(imagen o representación
   de una persona). La última vez que lo hicieron dije a la policía que
   deberían impedir espectáculos tan lamentables. La incompetencia de la
   policía del condado es escandalosa, señor mío, y no se me proporciona
   la protección a la que tengo derecho. Mi pleito contra la Reina servirá
   para atraer la atención del público sobre este asunto. Les dije que
   tendrían oportunidad de lamentar la manera en que me tratan y mis
   palabras se han hecho ya realidad.


   —¿Cómo así? —pregunté.


   El anciano hizo un gesto de complicidad.


   —Porque podría decirles lo que están deseando saber, pero nada ni nadie
   me persuadirá para que ayude a esos sinvergüenzas en lo más mínimo.


   Yo había estado tratando de encontrar alguna excusa para escapar a su
   charla incesante, pero ahora sentí deseos de saber más. Sin embargo
   había tenido suficientes pruebas de su tendencia a llevar la contraria
   como para comprender que cualquier manifestación de vivo interés sería
   la mejor manera de poner fin a las confidencias de aquel viejo
   excéntrico.


   —Algún caso de caza furtiva, imagino —dije, con aire indiferente.


   —Ja, ja; ¡algo mucho más importante que eso, caballerete! ¿Qué me dice
   del preso escapado?


   Me sobresalté.


   —¿No querrá usted decir que sabe dónde se esconde? —le pregunté.


   —Quizá no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy completamente
   seguro que podría ayudar a la policía a echarle el guante. ¿Nunca se le
   ha ocurrido que la manera de atrapar a ese sujeto es descubrir dónde
   consigue la comida y llegar después hasta él?


   El señor Frankland daba toda la impresión de hallarse incómodamente
   cerca de la verdad. —Sin duda —dije—; pero, ¿cómo sabe que está en el
   páramo?


   —Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva
   la comida.


   Se me cayó el alma a los pies pensando en Barrymore. Era un grave
   problema estar en manos de aquel viejo entrometido y rencoroso. Pero su
   siguiente observación me quitó un peso de encima.


   —Le sorprenderá saber que es un niño quien le lleva la comida. Lo veo
   todos los días gracias al telescopio que tengo en el tejado. Siempre
   pasa por el mismo camino a la misma hora y, ¿cuál puede ser su destino
   excepto el refugio del huido?


   ¡Una vez más la suerte me sonreía! Y sin embargo evité dar muestras de
   interés. ¡Un niño! Barrymore me había dicho que al desconocido lo
   atendía un muchacho. Frankland había tropezado por casualidad con su
   rastro y no con el de Selden. Si me enteraba de lo que él sabía, quizá
   me ahorrara una búsqueda larga y fatigosa. Pero la incredulidad y la
   indiferencia eran sin duda mis mejores armas.


   —En mi opinión es mucho más probable que se trate del hijo de uno de
   los pastores del páramo y que se limite a llevar la comida a su padre.


   El menor signo de oposición bastaba para que el viejo autócrata echara
   chispas por los ojos. Me miró con malevolencia y se le erizaron las
   patillas grises como podría hacerlo el lomo de un gato enfurecido.


   —¿Así que eso es lo que usted piensa? —dijo, señalando al páramo que se
   extendía delante de nuestros ojos—. ¿Ve allí el Risco Negro? Bien; ¿ve
   la pequeña colina de más allá en la que crece un espino? Es la parte
   más pedregosa de todo el páramo. ¿Le parece probable que un pastor se
   sitúe en un lugar así? Su sugerencia, señor mío, es completamente
   absurda.


   Le respondí mansamente que había hablado sin conocer todos los datos.


   Mi docilidad le agradó y ello provocó nuevas confidencias.


   —Puede tener la seguridad de que siempre piso terreno firme antes de
   llegar a una conclusión. He visto una y otra vez al muchacho con su
   hatillo. Todos los días, y en ocasiones dos veces al día, he podido...
   un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos, o hay en este momento
   algo que se mueve por la falda de aquella colina?


   La distancia era de varios kilómetros, pero vi con claridad un puntito
   oscuro sobre la monotonía verde y gris.


   —¡Venga, señor mío, venga conmigo! —exclamó Frankland, subiendo las
   escaleras a toda prisa—. Va usted a verlo con sus propios ojos y podrá
   juzgar por sí mismo.


   El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un trípode, se
   hallaba sobre la azotea de la casa. Frankland se acercó para mirar y
   dejó escapar un grito de satisfacción.


   —¡Deprisa, doctor Watson, deprisa antes de que pase al otro lado!


   Allí estaba, sin la menor duda: un pilluelo con un hatillo al hombro,
   subiendo sin prisas por la pendiente. Cuando llegó a la cresta vi,
   recortada por un momento contra el frío cielo azul, la figura desaseada
   y rústica. El chiquillo miró a su alrededor con aire furtivo y
   cauteloso, como alguien que teme ser perseguido. Luego desapareció por
   la ladera opuesta.


   —Bien, señor mío, ¿estoy en lo cierto?


   —Se trata sin duda de un muchacho que parece tener una ocupación
   secreta.


   —Y cuál sea esa ocupación es algo que hasta un policía rural podría
   adivinar. Pero no seré yo quien les diga una sola palabra, y a usted le
   exijo también que guarde el secreto, doctor Watson. ¡Ni una palabra!
   ¿Entendido?


   —Como usted desee.


   —Me han tratado vergonzosamente, ésa es la verdad. Cuando salgan a la
   luz los hechos en mi pleito contra la Reina me atrevo a creer que un
   escalofrío de indignación recorrerá el país. Nada me impulsará a ayudar
   a la policía. Por lo que a ellos se refiere, les daría lo mismo que
   esos tunantes del pueblo me quemaran en persona y no en efigie. ¡No irá
   a marcharse ya! ¡Tiene que ayudarme a vaciar la botella para celebrar
   este gran acontecimiento!


   Pero desoí todas sus súplicas y logré que renunciara también a
   acompañarme andando a casa. Seguí carretera adelante hasta perder de
   vista a Frankland y luego me lancé campo a través por el páramo en
   dirección a la colina pedregosa en donde habíamos perdido de vista al
   muchacho. Todo trabajaba en mi favor y me juré que ni por falta de
   energía ni de perseverancia desperdiciaría la oportunidad que la
   fortuna había puesto a mi alcance.


   Atardecía cuando alcancé la cumbre de la colina; los largos declives
   que quedaban a mi espalda eran de color verde oro por un lado y gris
   oscuro por otro. En el horizonte más lejano las formas fantásticas de
   Belliver y del Risco Vixen sobresalían por encima de una suave neblina.
   No había sonido ni movimiento alguno en toda la extensión del páramo.
   Un gran pájaro gris, gaviota o zarapito, volaba muy alto en el cielo.
   El ave y yo parecíamos los únicos seres vivos entre el enorme arco del
   cielo y el desierto a mis pies. El paisaje yermo, la sensación de
   soledad y el misterio y la urgencia de mi tarea se confabularon para
   helarme el corazón. Al muchacho no se le veía por ninguna parte. Pero
   por debajo de mí, en una hendidura entre las colinas, los antiguos
   refugios de piedra formaban un círculo y en el centro había uno que
   conservaba el techo suficiente como para servir de protección contra
   las inclemencias del tiempo. El corazón me dio un vuelco al verlo.
   Aquélla tenía que ser la guarida donde se ocultaba el desconocido. Por
   fin iba a poner el pie en el umbral de su escondite: tenía su secreto
   al alcance de la mano.


   Mientras me acercaba al refugio, caminando con tantas precauciones como
   pudiese hacerlo Stapleton cuando, con el cazamariposas en ristre, se
   aproximara a un lepidóptero inmóvil, comprobé que aquel lugar se había
   utilizado sin duda alguna como habitación. Un sendero apenas marcado
   entre las grandes piedras conducía hasta la derruida abertura que
   servía de puerta. Dentro reinaba el silencio. El desconocido podía
   estar escondido en su interior o merodear por el páramo. La sensación
   de aventura me produjo un agradable cosquilleo. Después de tirar el
   cigarrillo, puse la mano sobre la culata del revólver y, llegándome
   rápidamente hasta la puerta, miré dentro. El refugio estaba vacío.


   Signos abundantes confirmaban, sin embargo, que había seguido la pista
   correcta. Se trataba del lugar donde se alojaba el desconocido. Sobre
   la misma losa de piedra donde el hombre neolítico había dormido en otro
   tiempo se veían varias mantas envueltas en una tela impermeable. En la
   tosca chimenea se acumulaban las cenizas de un fuego. A su lado
   descansaban algunos utensilios de cocina y un cubo lleno a medias de
   agua. Un montón de latas vacías ponía de manifiesto que el lugar
   llevaba algún tiempo ocupado y, cuando mis ojos se habituaron a la
   relativa oscuridad, vi en un rincón un vaso de metal y una botella
   mediada de alguna bebida alcohólica. En el centro del refugio, una
   piedra plana hacía las veces de mesa y sobre ella se hallaba un
   hatillo: el mismo, sin duda, que había visto por el telescopio sobre el
   hombro del muchacho. En su interior encontré una barra de pan, una
   lengua en conserva y dos latas de melocotón en almíbar. Al dejar otra
   vez en su sitio el hatillo después de haberlo examinado, el corazón me
   dio un vuelco al ver que debajo había una hoja escrita. Alcé el papel y
   esto fue lo que leí, toscamente garabateado a lápiz:


   «El doctor Watson ha ido a Coombe Tracey».


   Durante un minuto permanecí allí con la hoja en la mano preguntándome
   cuál podía ser el significado de aquel escueto mensaje. El desconocido
   me seguía a mí y no a Sir Henry. No me había seguido en persona, pero
   había puesto a un agente —el muchacho, tal vez— tras mis huellas, y
   aquél era su informe. Posiblemente yo no había dado un solo paso desde
   mi llegada al páramo sin ser observado y sin que después se
   transmitiera la información. Siempre el sentimiento de una fuerza
   invisible, de una tupida red tejida a nuestro alrededor con habilidad y
   delicadeza infinitas, una red que apretaba tan poco que sólo en algún
   momento supremo la víctima advertía por fin que estaba enredada en sus
   mallas.


   La existencia de aquel informe indicaba que podía haber otros, de
   manera que los busqué por todo el refugio. No hallé, sin embargo, el
   menor rastro, ni descubrí señal alguna que me indicara la personalidad
   o las intenciones del hombre que vivía en aquel sitio tan singular,
   excepto que debía de tratarse de alguien de costumbres espartanas y muy
   poco preocupado por las comodidades de la vida. Al recordar las
   intensas lluvias y contemplar el techo agujereado valoré la decisión y
   la resistencia necesarias para perseverar en alojamiento tan inhóspito.
   ¿Se trataba de nuestro perverso enemigo o me había tropezado, quizá,
   con nuestro ángel de la guarda? Juré que no abandonaría el refugio sin
   saberlo.


   Fuera se estaba poniendo el sol y el occidente ardía en escarlata y
   oro. Las lejanas charcas situadas en medio de la gran ciénaga de
   Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas. También se veían las
   torres de la mansión de los Baskerville y más allá una remota columna
   de humo que indicaba la situación de la aldea de Grimpen. Entre las
   dos, detrás de la colina, se hallaba la casa de los Stapleton. Bañado
   por la dorada luz del atardecer todo parecía dulce, suave y pacífico y,
   sin embargo, mientras contemplaba el paisaje mi alma no compartía en
   absoluto la paz de la naturaleza, sino que se estremecía ante la
   imprecisión y el terror de aquel encuentro, más próximo a cada instante
   que pasaba. Con los nervios en tensión pero más decidido que nunca, me
   senté en un rincón del refugio y esperé con sombría paciencia la
   llegada de su ocupante.


   Finalmente le oí. Desde lejos me llegó el ruido seco de una bota que
   golpeaba la piedra. Luego otro y otro, cada vez más cerca. Me acurruqué
   en mi rincón y amartillé el revólver en el bolsillo, decidido a no
   revelar mi presencia hasta ver al menos qué aspecto tenía el
   desconocido. Se produjo una pausa larga, lo que quería decir que mi
   hombre se había detenido. Luego, una vez más, los pasos se aproximaron
   y una sombra se proyectó sobre la entrada del refugio.


   —Un atardecer maravilloso, mi querido Watson —dijo una voz que conocía
   muy bien—. Créame si le digo que estará usted más cómodo en el exterior
   que ahí dentro.


   - 12 -
   Muerte en el páramo



   Durante unos instantes contuve la respiración, apenas capaz de dar
   crédito a mis oídos. Luego recobré los sentidos y la voz, al mismo
   tiempo que, como por ensalmo, el peso de una abrumadora responsabilidad
   pareció desaparecer de mis hombros. Aquella voz fría, incisiva,
   irónica, sólo podía pertenecer a una persona en todo el mundo.


   —¡Holmes! —exclamé—. ¡Holmes!


   —Salga —dijo— y, por favor, tenga cuidado con el revólver.


   Me agaché bajo el tosco dintel y allí estaba, sentado sobre una piedra
   en el exterior del refugio, los ojos grises llenos de regocijo mientras
   captaban el asombro que reflejaban mis facciones. Mi amigo estaba muy
   flaco y fatigado, pero tranquilo y alerta, el afilado rostro tostado
   por el sol y curtido por el viento. Con el traje de tweed y la gorra de
   paño parecía uno de los turistas que visitan el páramo y, gracias al
   amor casi felino por la limpieza personal que era una de sus
   características, había logrado que sus mejillas estuvieran tan bien
   afeitadas y su ropa blanca tan inmaculada como si siguiera viviendo en
   Baker Street.


   —Nunca me he sentido tan contento de ver a nadie en toda mi vida —dije
   mientras le estrechaba la mano con todas mis fuerzas.


   —Ni tampoco más asombrado, ¿no es cierto?


   —Así es, tengo que confesarlo.


   —No ha sido usted el único sorprendido, se lo aseguro. Hasta llegar a
   veinte pasos de la puerta no tenía ni idea de que hubiera descubierto
   mi retiro provisional y menos aún de que estuviera dentro.


   —¿Mis huellas, supongo?


   —No, Watson; me temo que no estoy en condiciones de reconocer sus
   huellas entre todas las demás. Si se propone usted de verdad
   sorprenderme, tendrá que cambiar de estanquero, porque cuando veo una
   colilla en la que se lee Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo Watson
   se encuentra por los alrededores. Puede usted verla ahí, junto al
   sendero. Sin duda alguna se deshizo del cigarrillo en el momento
   crucial en que se abalanzó sobre el refugio vacío.


   —Exacto.


   —Eso pensé y, conociendo su admirable tenacidad, tenía la certeza de
   que estaba emboscado, con un arma al alcance de la mano, en espera de
   que regresara el ocupante del refugio. ¿De manera que creyó usted que
   era yo el criminal?


   —No sabía quién se ocultaba aquí, pero estaba decidido a averiguarlo.


   —¡Excelente, Watson! Y, ¿cómo me ha localizado? ¿Me vio quizá la noche
   en que Sir Henry y usted persiguieron al preso, cuando cometí la
   imprudencia de permitir que la luna se alzara por detrás de mí?


   —Sí; le vi en aquella ocasión.


   —Y, sin duda, ¿ha registrado usted todos los refugios hasta llegar a
   éste?


   —No; alguien ha advertido los movimientos del muchacho que le trae la
   comida y eso me ha servido de guía para la búsqueda.


   —Sin duda el anciano caballero con el telescopio. No conseguí entender
   de qué se trataba la primera vez que vi el reflejo del sol sobre la
   lente —se levantó y miró dentro del refugio—. Vaya, veo que Cartwright
   me ha traído algunas provisiones. ¿Qué dice el papel? De manera que ha
   estado usted en Coombe Tracey, ¿no es eso?


   —Sí.


   —¿Para ver a la señora Laura Lyons?


   —Así es.


   —¡Bien hecho! Nuestras investigaciones han avanzado en líneas paralelas
   y cuando sumemos los resultados espero obtener una idea bastante
   completa del caso.


   —Bueno; yo me alegro en el alma de haberlo encontrado, porque a decir
   verdad la responsabilidad y el misterio estaban llegando a ser
   demasiado para mí. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo es que ha venido
   usted aquí y qué es lo que ha estado haciendo? Creía que seguía en
   Baker Street, trabajando en ese caso de chantaje.


   —Eso era lo que yo quería que pensara.


   —¡Entonces me utiliza pero no tiene confianza en mí! —exclamé con
   cierta amargura—. Creía haber merecido que me tratara usted mejor,
   Holmes.


   —Mi querido amigo, en ésta, como en otras muchas ocasiones, su ayuda me
   ha resultado inestimable y le ruego que me perdone si doy la impresión
   de haberle jugado una mala pasada. A decir verdad, lo he hecho en parte
   pensando en usted, porque lo que me empujó a venir y a examinar la
   situación en persona fue darme cuenta con toda claridad del peligro que
   corría. Si los hubiera acompañado a Sir Henry y a usted, mi punto de
   vista coincidiría por completo con el suyo, y mi presencia habría
   puesto sobre aviso a nuestros formidables antagonistas. De este otro
   modo me ha sido posible moverme como no habría podido hacerlo de vivir
   en la mansión, por lo que sigo siendo un factor desconocido en este
   asunto, listo para intervenir con eficacia en un momento crítico.


   —Pero, ¿por qué mantenerme a oscuras?


   —Que usted estuviera informado no nos habría servido de nada y podría
   haber descubierto mi presencia. Habría usted querido contarme algo o,
   llevado de su amabilidad, habría querido traerme esto o aquello para
   que estuviera más cómodo y de esa manera habríamos corrido riesgos
   innecesarios. Traje conmigo a Cartwright (sin duda recuerda usted al
   muchachito de la oficina de recaderos) que ha estado atendiendo a mis
   escasas necesidades: una barra de pan y un cuello limpio. ¿Para qué
   más? También me ha prestado un par de ojos suplementarios sobre unas
   piernas muy activas y ambas cosas me han sido inapreciables.


   —¡En ese caso mis informes no le han servido de nada! —me tembló la voz
   y recordé las penalidades y el orgullo con que los había redactado.


   Holmes se sacó unos papeles del bolsillo.


   —Aquí están sus informes, mi querido amigo, que he estudiado muy a
   fondo, se lo aseguro. He arreglado muy bien las cosas y sólo me
   llegaban con un día de retraso. Tengo que felicitarle por el celo y la
   inteligencia de que ha hecho usted gala en un caso extraordinariamente
   difícil.


   Todavía estaba bastante dolorido por el engaño de que había sido
   objeto, pero el calor de los elogios de Holmes me ablandó y además
   comprendí que tenía razón y que en realidad era mejor para nuestros
   fines que no me hubiera informado de su presencia en el páramo.


   —Eso ya está mejor —dijo Holmes, al ver cómo desaparecía la sombra de
   mi rostro—. Y ahora cuénteme el resultado de su visita a la señora
   Laura Lyons; no me ha sido difícil adivinar que había ido usted a verla
   porque ya sabía que es la única persona de Coombe Tracey que podía
   sernos útil en este asunto. De hecho, si usted no hubiera ido hoy, es
   muy probable que mañana lo hubiera hecho yo.


   El sol se había ocultado y la oscuridad se extendía por el páramo. El
   aire era frío y entramos en el refugio para calentamos. Allí, sentados
   en la penumbra, le conté a Holmes mi conversación con la dama. Se
   interesó tanto por mi relato que tuve que repetirle algunos fragmentos
   antes de que se diera por satisfecho.


   —Todo eso es de gran importancia en este asunto tan complicado —dijo
   cuando terminé—, porque colma una laguna que yo había sido incapaz de
   llenar. Quizá está usted al corriente del trato íntimo que esa dama
   mantiene con Stapleton.


   Lo ignoraba por completo.


   —No existe duda alguna al respecto. Se ven, se escriben, hay un
   entendimiento total entre ambos. Y esto coloca en nuestras manos un
   arma muy poderosa. Si pudiéramos utilizarla para separar a su mujer...


   —¿Su mujer?


   —Déjeme que le dé alguna información a cambio de toda la que usted me
   ha proporcionado. La dama que se hace pasar por la señorita Stapleton
   es en realidad esposa del naturalista.


   —¡Cielo santo, Holmes! ¿Está usted seguro de lo que dice? ¿Cómo ha
   permitido ese hombre que Sir Henry se enamore de ella?


   —El enamoramiento de Sir Henry sólo puede perjudicar al mismo baronet.
   Stapleton ha tenido buen cuidado de que Sir Henry no haga el amor a su
   mujer, como usted ha tenido ocasión de comprobar. Le repito que la dama
   de que hablamos es su esposa y no su hermana.


   —Pero, ¿cuál es la razón de un engaño tan complicado?


   —Prever que le resultaría mucho más útil presentarla como soltera.


   Todas mis dudas silenciadas y mis vagas sospechas tomaron
   repentinamente forma concentrándose en el naturalista, en aquel hombre
   impasible, incoloro, con su sombrero de paja y su cazamariposas. Me
   pareció descubrir algo terrible: un ser de paciencia y habilidad
   infinitas, de rostro sonriente y corazón asesino.


   —¿Es él, entonces, nuestro enemigo? ¿Es él quien nos siguió en Londres?
   — Así es como yo leo el enigma.


   —Y el aviso..., ¡tiene que haber venido de ella!


   — Exacto.


   En medio de la oscuridad que me había rodeado durante tanto tiempo
   empezaba a perfilarse el contorno de una monstruosa villanía, mitad
   vista, mitad adivinada.


   —Pero, ¿está usted seguro de eso, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es
   su esposa?


   —Porque el día que usted lo conoció cometió la torpeza de contarle un
   fragmento auténtico de su autobiografía, torpeza que, me atrevería a
   afirmar, ha lamentado muchas veces desde entonces. Es cierto que fue en
   otro tiempo profesor en el norte de Inglaterra. Ahora bien, no hay nada
   tan fácil de rastrear como un profesor. Existen agencias académicas que
   permiten identificar a cualquier persona que haya ejercido la docencia.
   Una pequeña investigación me permitió descubrir cómo un colegio se
   había venido abajo en circunstancias atroces, y cómo su propietario (el
   apellido era entonces diferente) había desaparecido junto con su
   esposa. La descripción coincidía. Cuando supe que el desaparecido se
   dedicaba a la entomología, no me quedó ninguna duda.


   La oscuridad se aclaraba, pero aún quedaban muchas cosas ocultas por
   las sombras.


   —Si esa mujer es de verdad su esposa, ¿qué papel corresponde a la
   señora Lyons en todo esto? —pregunté. — Ese es uno de los puntos sobre
   los que han arrojado luz sus investigaciones. Su entrevista con ella ha
   aclarado mucho la situación. Yo no tenía noticia del proyecto de
   divorcio. En ese caso, y creyendo que Stapleton era soltero, la señora
   Lyons pensaba sin duda convertirse en su esposa.


   —Y, ¿cuando sepa la verdad?


   —Llegado el momento podrá sernos útil. Quizá nuestra primera tarea sea
   verla mañana, los dos juntos. ¿No le parece, Watson, que lleva
   demasiado tiempo lejos de la persona que le ha sido confiada? En este
   momento debería estar usted en la mansión de los Baskerville.


   En el occidente habían desaparecido los últimos jirones rojos y la
   noche se había adueñado del páramo. Unas cuantas estrellas brillaban
   débilmente en el cielo color violeta.


   —Una última pregunta, Holmes —dije, mientras me ponía en pie—. Sin duda
   no hay ninguna necesidad de secreto entre usted y yo. ¿Qué sentido
   tiene todo esto? ¿Qué es lo que se propone Stapleton?


   Mi amigo bajó la voz al responder:


   —Se trata de asesinato, Watson; de asesinato refinado, a sangre fría,
   lleno de premeditación. No me pida detalles. Mis redes se están
   cerrando en torno suyo como las de Stapleton tienen casi apresado a Sir
   Henry, pero con la ayuda que usted me ha prestado, Watson, lo tengo
   casi a mi merced. Tan sólo nos amenaza un peligro: la posibilidad de
   que golpee antes de que estemos preparados. Un día más, dos como mucho,
   y el caso estará resuelto, pero hasta entonces ha de proteger usted al
   hombre que tiene a su cargo con la misma dedicación con que una madre
   amante cuida de su hijito enfermo. Su expedición de hoy ha quedado
   plenamente justificada y, sin embargo, casi desearía que no hubiera
   dejado solo a Sir Henry. ¡Escuche!


   Un alarido terrible, un grito prolongado de horror y de angustia había
   brotado del silencio del páramo. Aquel sonido espantoso me heló la
   sangre en las venas.


   —¡Dios mío! —dije con voz entrecortada—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué es lo
   que significa?


   Holmes se había puesto en pie de un salto y su silueta atlética se
   recortó en la puerta del refugio, los hombros inclinados, la cabeza
   adelantada, escudriñando la oscuridad.


   —¡Silencio! —susurró—. ¡Silencio!


   El grito nos había llegado con claridad debido a su vehemencia, pero
   procedía de un lugar lejano de la llanura en tinieblas. De nuevo
   estalló en nuestros oídos, más cercano, más intenso, más perentorio que
   antes.


   —¿De dónde viene? —susurró Holmes; y supe, por el temblor de su voz,
   que también él, el hombre de hierro, se había estremecido hasta lo más
   hondo—. ¿De dónde viene, Watson?


   —De allí, me parece —dije señalando hacia la oscuridad.


   —¡No, de allí!


   De nuevo el grito de angustia se extendió por el silencio de la noche,
   más intenso y más cercano que nunca. Y un nuevo ruido mezclado con él,
   un fragor hondo y contenido, musical y sin embargo amenazador, que se
   alzaba y descendía como el murmullo constante y profundo del mar.


   —¡El sabueso! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, vamos! ¡No quiera Dios
   que lleguemos tarde!


   Mi amigo corría ya por el páramo a gran velocidad y yo le seguí
   inmediatamente. Pero ahora surgió, de algún lugar entre las
   anfractuosidades del terreno que se hallaba inmediatamente frente a
   nosotros, un último alarido de desesperación y luego un ruido sordo
   producido por algo pesado. Nos detuvimos y escuchamos. Ningún nuevo
   sonido quebró el denso silencio de la noche sin viento.


   Vi que Holmes se llevaba la mano a la frente, como un hombre que ha
   perdido el dominio sobre sí mismo, y que golpeaba el suelo con el pie.


   —Nos ha vencido, Watson. Hemos llegado demasiado tarde.


   —No, no, ¡es imposible!


   —Mi estupidez por no atacar antes. Y usted, Watson, ¡vea lo que sucede
   por dejar solo a Sir Henry! Pero, el cielo me es testigo, ¡si ha
   sucedido lo peor, lo vengaremos!


   Corrimos a ciegas en la oscuridad, tropezando contra las rocas,
   abriéndonos camino entre matas de aulaga, jadeando colinas arriba y
   precipitándonos pendientes abajo, siempre en la dirección de donde nos
   habían llegado aquellos gritos espantosos. En todas las elevaciones
   Holmes miraba atentamente a su alrededor, pero las sombras se espesaban
   sobre el páramo y no había el menor movimiento en su monótona
   superficie.


   —¿Ve usted algo?


   —Nada.


   —¡Escuche! ¿Qué es eso?


   Un débil gemido había llegado hasta nuestros oídos. ¡Y luego una vez
   más a nuestra izquierda! Por aquel lado una hilera de rocas terminaba
   en un farallón cortado a pico. Abajo, sobre las piedras, divisamos un
   objeto oscuro, de forma irregular. Al acercarnos corriendo la silueta
   imprecisa adquirió contornos definidos. Era un hombre caído boca abajo,
   con la cabeza doblada bajo el cuerpo en un ángulo horrible, los hombros
   curvados y el cuerpo encogido como si se dispusiera a dar una vuelta de
   campana. La postura era tan grotesca que tardé unos momentos en
   comprender que había muerto al exhalar aquel último gemido. Porque ya
   no nos llegaba ni un susurro, ni el más pequeño movimiento, de la
   figura en sombra sobre la que nos inclinábamos. Holmes lo tocó y
   enseguida retiró la mano con una exclamación de horror. El resplandor
   de un fósforo permitió ver que se había manchado los dedos de sangre,
   así como el espantoso charco que crecía lentamente y que brotaba del
   cráneo aplastado de la víctima. Y algo más que nos llenó de
   desesperación y de desánimo: ¡se trataba del cuerpo de Sir Henry
   Baskerville!


   Era imposible que ninguno de los dos olvidara aquel peculiar traje
   rojizo de tweed: el mismo que llevaba la mañana que se presentó en
   Baker Street. Lo vimos un momento con claridad y enseguida el fósforo
   parpadeó y se apagó, de la misma manera qué la esperanza había
   abandonado nuestras almas. Holmes gimió y su rostro adquirió un tenue
   resplandor blanco a pesar de la oscuridad.


   —¡Fiera asesina! —exclamé, apretando los puños—. ¡Ah, Holmes, nunca me
   perdonaré haberlo abandonado a su destino!


   —Yo soy más culpable que usted, Watson. Con el fin de dejar el caso
   bien rematado y completo, he permitido que mi cliente perdiera la vida.
   Es el peor golpe que he recibido en mi carrera. Pero, ¿cómo iba yo a
   saber, cómo podía saber, que fuese a arriesgar la vida a solas en el
   páramo, a pesar de todas mis advertencias?


   —¡Pensar que hemos oído sus alaridos, y qué alaridos, Dios mío, sin ser
   capaces de salvarlo! ¿Dónde está ese horrendo sabueso que lo ha llevado
   a la muerte? Quizá se esconda detrás de aquellas rocas en este
   instante. Y Stapleton, ¿dónde está Stapleton? Tendrá que responder por
   este crimen.


   —Lo hará. Me encargaré de ello. Tío y sobrino han sido asesinados: el
   primero muerto de miedo al ver a la bestia que él creía sobrenatural y
   el segundo empujado a la destrucción en su huida desesperada para
   escapar de ella. Pero ahora tenemos que demostrar la conexión entre el
   hombre y el animal. Si no fuera por el testimonio de nuestros oídos, ni
   siquiera podríamos jurar que existe el sabueso, dado que Sir Henry ha
   muerto a consecuencia de la caída. Pero pongo al cielo por testigo de
   que a pesar de toda su astucia, ¡ese individuo estará en mi poder antes
   de veinticuatro horas!


   Nos quedamos inmóviles con el corazón lleno de amargura a ambos lados
   del cuerpo destrozado, abrumados por aquel repentino e irreparable
   desastre que había puesto tan lamentable fin a nuestros largos y
   fatigosos esfuerzos. Luego, mientras salía la luna, trepamos a las
   rocas desde cuya cima había caído nuestro pobre amigo y contemplamos el
   páramo en sombras, mitad plata y mitad oscuridad. Muy lejos, a
   kilómetros de distancia en la dirección de Grimpen, brillaba constante
   una luz amarilla. Únicamente podía venir de la casa solitaria de los
   Stapleton. Mientras la miraba agité el puño y dejé escapar una amarga
   maldición.


   —¿Por qué no lo detenemos ahora mismo?


   —Nuestro caso no está terminado. Ese individuo es extraordinariamente
   cauteloso y astuto. No cuenta lo que sabemos sino lo que podemos
   probar. Un solo movimiento en falso y quizá se nos escape aún ese
   bellaco.


   —¿Qué podemos hacer?


   —Mañana no nos faltarán ocupaciones. Esta noche sólo nos queda rendir
   un último tributo a nuestro pobre amigo. Juntos descendimos de nuevo la
   escarpada pendiente y nos acercamos al cadáver, que se recortaba como
   una mancha negra sobre las piedras plateadas. La angustia que revelaban
   aquellos miembros dislocados me provocó un espasmo de dolor y las
   lágrimas me enturbiaron los ojos.


   —¡Hemos de pedir ayuda, Holmes! No es posible llevarlo desde aquí hasta
   la mansión. ¡Cielo santo! ¿Se ha vuelto loco?


   Mi amigo había lanzado una exclamación al tiempo que se inclinaba sobre
   el cuerpo. Y ahora bailaba y reía y me estrechaba la mano. ¿Era aquél
   el Sherlock Holmes severo y reservado que yo conocía? ¡Cuánto fuego
   escondido!


   —¡Una barba! ¡Una barba! ¡El muerto tiene barba! —¿Barba?


   —No es el baronet..., es... , ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril
   precipitación dimos la vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba
   a la luna, clara y fría. No había la menor duda sobre los abultados
   arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se trataba
   del mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por
   encima de la roca: el rostro de Selden, el criminal.


   Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había
   regalado a Barrymore sus viejas prendas de vestir. El mayordomo se las
   había traspasado a Selden para facilitarle la huida. Botas, camisa,
   gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo espantosa,
   pero, al menos de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había
   merecido la muerte. Con el corazón rebosante de agradecimiento y de
   alegría expliqué a Holmes lo que había sucedido.


   —De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del
   baronet —dijo mi amigo—. Al sabueso se le ha entrenado mediante alguna
   prenda de Sir Henry (la bota que le desapareció en el hotel, con toda
   probabilidad) y por eso ha acorralado a este hombre. Hay, sin embargo,
   una cosa muy extraña: dada la oscuridad de la noche, ¿cómo llegó Selden
   a saber que el sabueso seguía su rastro?


   —Lo oyó.


   —Oír a un sabueso en el páramo no habría asustado a un hombre como él
   hasta el punto de exponerse a una nueva captura a causa de sus
   frenéticos alaridos pidiendo ayuda. Si nos guiamos por sus gritos, aún
   corrió mucho tiempo después de saber que el animal lo perseguía. ¿Cómo
   lo supo?


   —Para mí es un misterio todavía mayor por qué ese sabueso, suponiendo
   que todas nuestras conjeturas sean correctas...


   —Yo no supongo nada.


   —Bien, pero ¿por qué tendría que estar suelto ese animal precisamente
   esta noche? Imagino que no siempre anda libre por el páramo. Stapleton
   no lo habría dejado salir sin buenas razones para pensar que iba a
   encontrarse con Sir Henry.


   —Mi dificultad es la más ardua de las dos, porque creo que muy pronto
   encontraremos una explicación para la suya, mientras que la mía quizá
   siga siendo siempre un misterio. Ahora el problema es, ¿qué vamos a
   hacer con el cuerpo de este pobre desgraciado? No podemos dejarlo aquí
   a merced de los zorros y de los cuervos.


   —Sugiero que lo metamos en uno de los refugios hasta que podamos
   informar a la policía.


   —De acuerdo. Estoy seguro de que podremos trasladarlo entre los dos.
   ¡Caramba, Watson! ¿Qué es lo que veo? Nuestro hombre en persona.
   ¡Fantástico! ¡No cabe mayor audacia! Ni una palabra que revele lo que
   sabemos; ni una palabra, o mis planes se vienen abajo.


   Una figura se acercaba por el páramo, acompañada del débil resplandor
   rojo de un cigarro puro. La luna brillaba en lo alto del cielo y me fue
   posible distinguir el aspecto atildado y el caminar desenvuelto del
   naturalista. Stapleton se detuvo al vernos, pero sólo unos instantes.


   —Vaya, doctor Watson; me cuesta trabajo creer que sea usted, la última
   persona que hubiera esperado encontrar en el páramo a estas horas de la
   noche. Pero, Dios mío, ¿qué es esto? ¿Alguien herido? ¡No! ¡No me diga
   que se trata de nuestro amigo Sir Henry!


   Pasó precipitadamente a mi lado para agacharse junto al muerto. Le oí
   hacer una brusca inspiración y el cigarro se le cayó de la mano.


   —¿Quién..., quién es este individuo? —tartamudeó.


   —Es Selden, el preso fugado de Princetown.


   Al volverse hacia nosotros la expresión de Stapleton era espantosa,
   pero, con un supremo esfuerzo, logró superar su asombro y su decepción.
   Luego nos miró inquisitivamente a los dos.


   —¡Cielo santo! ¡Qué cosa tan espantosa! ¿Cómo ha muerto?


   —Parece haberse roto al cuello al caer desde aquellas rocas. Mi amigo y
   yo paseábamos por el páramo cuando oímos un grito.


   —Yo también oí un grito. Eso fue lo que me hizo salir. Estaba
   intranquilo a causa de Sir Henry.


   —¿Por qué acerca de Sir Henry en particular? —no pude por menos de
   preguntar.


   —Porque le había propuesto que viniera a mi casa. Me sorprendió que no
   se presentara y, como es lógico, me alarmé al oír gritos en el páramo.
   Por cierto — sus ojos escudriñaron de nuevo mi rostro y el de Holmes—,
   ¿han oído alguna otra cosa además de un grito?


   —No —dijo Holmes—, ¿y usted?


   —Tampoco.


   —Entonces, ¿a qué se refiere?


   —Bueno, ya conoce las historias de los campesinos acerca de un sabueso
   fantasmal. Según cuentan se le oye de noche en el páramo. Me preguntaba
   si en esta ocasión habría alguna prueba de un sonido así.


   —No hemos oído nada—dije.


   —Y, ¿cuál es su teoría sobre la muerte de este pobre desgraciado?


   —No me cabe la menor duda de que la ansiedad y las inclemencias del
   tiempo le han hecho perder la cabeza. Ha echado a correr por el páramo
   enloquecido y ha terminado por caerse desde ahí y romperse el cuello.


   —Parece la teoría más razonable —dijo Stapleton, acompañando sus
   palabras con un suspiro que a mí me pareció de alivio—. ¿Cuál es su
   opinión, señor Holmes?


   Mi amigo hizo una inclinación de cabeza a manera de cumplido. —
   Identifica usted muy pronto a las personas —dijo.


   —Le hemos estado esperando desde que llegó el doctor Watson. Ha venido
   usted a tiempo de presenciar una tragedia.


   —Así es, efectivamente. No tengo la menor duda de. que la explicación
   de mi amigo se ajusta plenamente a los hechos. Mañana volveré a Londres
   con un desagradable recuerdo.


   —¿Regresa usted mañana?


   —Ésa es mi intención.


   —Espero que su visita haya arrojado alguna luz sobre estos
   acontecimientos que tanto nos han desconcertado. Holmes se encogió de
   hombros.


   —No siempre se consigue el éxito deseado. Un investigador necesita
   hechos, no leyendas ni rumores. No ha sido un caso satisfactorio.


   Mi amigo hablaba con su aire más sincero y despreocupado. Stapleton
   seguía mirándolo con gran fijeza. Luego se volvió hacia mí.


   —Les sugeriría que trasladásemos a este pobre infeliz a mi casa, pero
   mi hermana se asustaría tanto que no me parece que esté justificado.
   Creo que si le cubrimos el rostro estará seguro hasta mañana.


   Así lo hicimos. Después de rechazar la hospitalidad que Stapleton nos
   ofrecía, Holmes y yo nos dirigimos hacia la mansión de los Baskerville,
   dejando que el naturalista regresara solo a su casa. Al volver la vista
   vimos cómo se alejaba lentamente por el ancho páramo y, detrás de él,
   la mancha negra sobre la pendiente plateada que mostraba el sitio donde
   yacía el hombre que había tenido tan horrible fin.


   —¡Ya era hora de que nos viéramos las caras! —dijo Holmes mientras
   caminábamos juntos por el páramo—. ¡Qué gran dominio de sí mismo!
   Extraordinaria su recuperación después del terrible golpe que le ha
   supuesto descubrir cuál había sido la verdadera víctima de su intriga.
   Ya se lo dije en Londres, Watson, y se lo repito ahora: nunca hemos
   encontrado otro enemigo más digno de nuestro acero.


   —Siento que le haya visto, Holmes.


   —Al principio también lo he sentido yo. Pero no se podía evitar.


   —¿Qué efecto cree que tendrá sobre sus planes?


   —Puede hacerle más cauteloso o empujarlo a decisiones desesperadas.
   Como la mayor parte de los criminales inteligentes, quizá confíe
   demasiado en su ingenio y se imagine que nos ha engañado por completo.


   —¿Por qué no lo detenemos inmediatamente?


   —Mi querido Watson, no hay duda de que nació usted para hombre de
   acción. Su instinto le lleva siempre a hacer algo enérgico. Pero
   supongamos, como simple hipótesis, que hacemos que lo detengan esta
   noche, ¿qué es lo que sacaríamos en limpio? No podemos probar nada
   contra él. ¡En eso estriba(fundamentar) su astucia diabólica! Si
   actuara por medio de un agente humano podríamos obtener alguna prueba,
   pero aunque lográramos sacar a ese enorme perro a la luz del día,
   seguiríamos sin poder colocar a su amo una cuerda alrededor del cuello.


   —Estoy seguro de que disponemos de pruebas suficientes.


   —Ni muchísimo menos: tan sólo de suposiciones y conjeturas. Seríamos el
   hazmerreír de un tribunal si nos presentáramos con semejante historia y
   con semejantes pruebas.


   —Está la muerte de Sir Charles.


   —No se encontró en su cuerpo la menor señal de violencia. Usted y yo
   sabemos que murió de miedo y sabemos también qué fue lo que le asustó,
   pero, ¿cómo vamos a conseguir que doce jurados impasibles también lo
   crean? ¿Qué señales hay de un sabueso? ¿Dónde están las huellas de sus
   colmillos? Sabemos, por supuesto, que un sabueso no muerde un cadáver y
   que Sir Charles estaba muerto antes de que el animal lo alcanzara. Pero
   todo eso tenemos que probarlo y no estamos en condiciones de hacerlo.


   —¿Y qué me dice de lo que ha sucedido esta noche?


   —No salimos mucho mejor parados. Una vez más no existe conexión directa
   entre el sabueso y la muerte de Selden. No hemos visto al animal en
   ningún momento. Lo hemos oído, es cierto; pero no podemos probar que
   siguiera el rastro del preso. No hay que olvidar, además, la total
   ausencia de motivo. No, mi querido Watson; hemos de reconocer que en el
   momento actual carecemos de las pruebas necesarias y también que merece
   la pena correr cualquier riesgo con tal de conseguirlas.


   —Y, ¿cómo se propone usted lograrlas?


   —Espero mucho de la ayuda que nos preste la señora Laura Lyons cuando
   sepa exactamente cómo están las cosas. Y cuento además con mi propio
   plan. No hay que preocuparse del mañana, porque a cada día le basta su
   malicia, pero no pierdo la esperanza de que antes de veinticuatro horas
   hayamos ganado la batalla.


   No logré que me dijera nada más y hasta que llegamos a las puertas de
   la mansión de los Baskerville siguió perdido en sus pensamientos.


   —¿Va usted a entrar?


   —Sí; no veo razón alguna para seguir escondiéndome.


   Pero antes una última advertencia, Watson. Ni una palabra del sabueso a
   Sir Henry. Para él Selden ha muerto como Stapleton quisiera que
   creyéramos. Se enfrentará con más tranquilidad a la dura prueba que le
   espera mañana, puesto que se ha comprometido, si recuerdo correctamente
   su informe, a cenar con esas personas.


   —Yo debo acompañarlo.


   —Tendrá que disculparse, porque Sir Henry ha de ir solo. Eso lo
   arreglaremos sin dificultad. Y ahora creo que los dos necesitaremos un
   tentempié en el caso de que lleguemos demasiado tarde para la cena.

   - 13 -
   Preparando las redes



   Más que sorprenderse, Sir Henry se alegró de ver a Sherlock Holmes,
   porque esperaba, desde varios días atrás, que los recientes
   acontecimientos lo trajeran de Londres. Alzó sin embargo las cejas
   cuando descubrió que mi amigo llegaba sin equipaje y no hacía el menor
   esfuerzo por explicar su falta. Entre el baronet y yo muy pronto
   proporcionamos a Holmes lo que necesitaba y luego, durante nuestro
   tardío tentempié, explicamos al baronet todo aquello que parecía
   deseable que supiera. Pero antes me correspondió la desagradable tarea
   de comunicar a Barrymore y a su esposa la noticia de la muerte de
   Selden. Para el mayordomo quizá fuera un verdadero alivio, pero su
   mujer lloró amargamente, cubriéndose el rostro con el delantal. Para el
   resto del mundo Selden era el símbolo de la violencia, mitad animal,
   mitad demonio; pero para su hermana mayor seguía siendo el niñito
   caprichoso de su adolescencia, el pequeño que se aferraba a su mano.
   Muy perverso ha de ser sin duda el hombre que no tenga una mujer que
   llore su muerte.


   —No he hecho otra cosa que sentirme abatido desde que Watson se marchó
   por la mañana —dijo el baronet—. Imagino que se me debe reconocer el
   mérito, porque he cumplido mi promesa. Si no hubiera jurado que no
   saldría solo, podría haber pasado una velada más entretenida, porque
   Stapleton me envió un recado para que fuese a visitarlo.


   —No tengo la menor duda de que habría pasado una velada más animada —
   dijo Holmes con sequedad—. Por cierto, no sé si se da cuenta de que
   durante algún tiempo hemos lamentado su muerte, convencidos de que
   tenía el cuello roto.


   Sir Henry abrió mucho los ojos. —¿Cómo es eso?


   —Ese pobre infeliz llevaba puesta su ropa desechada. Temo que el criado
   que se la dio tenga dificultades con la policía.


   —No es probable. Esas prendas carecían de marcas, si no recuerdo mal.


   —Es una suerte para él..., de hecho es una suerte para todos ustedes,
   ya que todos han transgredido la ley. Me pregunto si, en mi calidad de
   detective concienzudo, no me correspondería arrestar a todos los
   habitantes de la casa. Los informes de Watson son unos documentos
   sumamente comprometedores.


   —Pero, dígame, ¿cómo va el caso? —preguntó el baronet—. ¿Ha encontrado
   usted algún cabo que permita desenredar este embrollo? Creo que ni
   Watson ni yo sabemos ahora mucho más de lo que sabíamos al llegar de
   Londres.


   —Me parece que dentro de poco estaré en condiciones de aclararle en
   gran medida la situación. Ha sido un asunto extraordinariamente difícil
   y complicado. Quedan varios puntos sobre los que aún necesitamos nuevas
   luces, pero llevaremos el caso a buen término de todos modos.


   —Como sin duda Watson le habrá contado ya, hemos tenido una extraña
   experiencia. Oímos al sabueso en el páramo, por lo que estoy dispuesto
   a jurar que no todo es superstición vacía. Tuve alguna relación con
   perros cuando viví en el Oeste americano y reconozco sus voces cuando
   las oigo. Si es usted capaz de poner a ése un bozal y de atarlo con una
   cadena, estaré dispuesto a afirmar que es el mejor detective de todos
   los tiempos.


   —No abrigo la menor duda de que le pondré el bozal y la cadena si usted
   me ayuda.


   —Haré todo lo que me diga.


   —De acuerdo, pero le voy a pedir además que me obedezca a ciegas, sin
   preguntar las razones.


   —Como usted quiera.


   —Si lo hace, creo que son muchas las probabilidades de que resolvamos
   muy pronto nuestro pequeño problema. No tengo la menor duda...


   Holmes se interrumpió de pronto y miró fijamente al aire por encima de
   mi cabeza. La luz de la lámpara le daba en la cara y estaba tan
   embebido y tan inmóvil que su rostro podría haber sido el de una
   estatua clásica, una personificación de la vigilancia y de la
   expectación.


   —¿Qué sucede? —exclamamos Sir Henry y yo. Comprendí inmediatamente
   cuando bajó la vista que estaba reprimiendo una emoción intensa. Sus
   facciones mantenían el sosiego, pero le brillaban los ojos, jubilosos y
   divertidos.


   —Perdonen la admiración de un experto —dijo señalando con un gesto de
   la mano la colección de retratos que decoraba la pared frontera—.
   Watson niega que yo tenga conocimientos de arte, pero no son más que
   celos, porque nuestras opiniones sobre esa materia difieren. A decir
   verdad, posee usted una excelente colección de retratos.


   —Vaya, me agrada oírselo decir —replicó Sir Henry, mirando a mi amigo
   con algo de sorpresa—. No pretendo saber mucho de esas cosas y soy
   mejor juez de caballos o de toros que de cuadros. E ignoraba que
   encontrara usted tiempo para cosas así.


   —Sé lo que es bueno cuando lo veo y ahora lo estoy viendo. Me atrevería
   a jurar que la dama vestida de seda azul es obra de Kneller y el
   caballero fornido de la peluca, de Reynolds. Imagino que se trata de
   retratos de familia.


   —Absolutamente todos.


   —¿Sabe quiénes son?


   —Barrymore me ha estado dando clases particulares y creo que ya me
   encuentro en condiciones de pasar con éxito el examen.


   —¿Quién es el caballero del telescopio?


   —El contraalmirante Baskerville, que estuvo a las órdenes de Rodney en
   las Antillas. El de la casaca azul y el rollo de documentos es Sir
   William Baskerville, presidente de los comités de la Cámara de los
   Comunes en tiempos de Pitt.


   —¿Y el que está frente a mí, el partidario de Carlos I con el
   terciopelo negro y los encajes?


   —Ah; tiene usted todo el derecho a estar informado, porque es la causa
   de nuestros problemas. Se trata del malvado Hugo, que puso en
   movimiento al sabueso de los Baskerville. No es probable que nos
   olvidemos de él.


   Contemplé el retrato con interés y cierta sorpresa.


   —¡Caramba! —dijo Holmes—, parece un hombre tranquilo y de buenas
   costumbres, pero me atrevo a decir que había en sus ojos un demonio
   escondido. Me lo había imaginado como una persona más robusta y de aire
   más rufianesco.


   —No hay la menor duda sobre su autenticidad, porque por detrás del
   lienzo se indican el nombre y la fecha, 1647.


   Holmes no dijo apenas nada más, pero el retrato del juerguista de otros
   tiempos parecía fascinarle, y no apartó los ojos de él durante el resto
   de la comida. Tan sólo más tarde, cuando Sir Henry se hubo retirado a
   su habitación, pude seguir el hilo de sus pensamientos. Holmes me llevó
   de nuevo al refectorio(comedor) y alzó la vela que llevaba en la mano
   para iluminar aquel retrato manchado por el paso del tiempo.


   —¿Ve usted algo especial?


   Contemplé el ancho sombrero adornado con una pluma, los largos rizos
   que caían sobre las sienes, el cuello blanco de encaje y las facciones
   austeras y serias que quedaban enmarcadas por todo el conjunto. No era
   un semblante brutal, sino remilgado, duro y severo, con una boca firme
   de labios muy delgados y ojos fríos e intolerantes.


   —¿Se parece a alguien que usted conozca?


   —Hay algo de Sir Henry en la mandíbula.



   —Tan sólo una pizca, quizá. Pero, ¡aguarde un instante! Holmes se subió
   a una silla y, alzando la luz con la mano izquierda, dobló el brazo
   derecho para tapar con él el sombrero y los largos rizos.


   —¡Dios del cielo! —exclamé, sin poder ocultar mi asombro. En el lienzo
   había aparecido el rostro de Stapleton.


   —¡Ajá! Ahora lo ve ya. Tengo los ojos entrenados para examinar rostros
   y no sus adornos. La primera virtud de un investigador criminal es ver
   a través de un disfraz.


   —Es increíble. Podría ser su retrato.


   —Sí; es un caso interesante de salto atrás en el cuerpo y en el
   espíritu. Basta un estudio de los retratos de una familia para
   convencer a cualquiera de la validez de la doctrina de la
   reencarnación. Ese individuo es un Baskerville, no cabe la menor duda.


   —Y con intenciones muy definidas acerca de la sucesión.


   —Exacto. Gracias a ese retrato encontrado por casualidad, disponemos de
   un eslabón muy importante que todavía nos faltaba. Ahora ya es nuestro,
   Watson, y me atrevo a jurar que antes de mañana por la noche estará
   revoloteando en nuestra red tan impotente como una de sus mariposas.
   ¡Un alfiler, un corcho y una tarjeta y lo añadiremos a la colección de
   Baker Street!


   Holmes lanzó una de sus infrecuentes carcajadas mientras se alejaba del
   retrato. No le he oído reír con frecuencia, pero siempre ha sido un mal
   presagio para alguien.


   A la mañana siguiente me levanté muy pronto, pero Holmes se me había
   adelantado, porque mientras me vestía vi que regresaba hacia la casa
   por la avenida.


   —Sí, hoy vamos a tener una jornada muy completa —comentó, mientras el
   júbilo que le producía entrar en acción le hacía frotarse las manos—.
   Las redes están en su sitio y vamos a iniciar el arrastre. Antes de que
   acabe el día sabremos si hemos pescado nuestro gran lucio de mandíbula
   estrecha o si se nos ha escapado entre las mallas(metáfora con la que
   Holmes se refiere a Stapleton, una presa difícil de capturar).


   —¿Ha estado usted ya en el páramo?


   —He enviado un informe a Princetown desde Grimpen relativo a la muerte
   de Selden. Tengo la seguridad de que no los molestarán a ustedes.
   También me he entrevistado con mi fiel Cartwright, que ciertamente
   habría languidecido a la puerta de mi refugio como un perro junto a la
   tumba de su amo si no le hubiera hecho saber que me hallaba sano y
   salvo.


   —¿Cuál es el próximo paso?


   —Ver a Sir Henry. Ah, ¡aquí está ya!


   —Buenos días, Holmes —dijo el baronet—. Parece usted un general que
   planea la batalla con el jefe de su estado mayor.


   —Ésa es exactamente la situación. Watson estaba pidiéndome órdenes.


   —Lo mismo hago yo.


   —Muy bien. Esta noche está usted invitado a cenar, según tengo
   entendido, con nuestros amigos los Stapleton.


   —Espero que también venga usted. Son unas personas muy hospitalarias y
   estoy seguro de que se alegrarán de verlo.


   —Mucho me temo que Watson y yo hemos de regresar a Londres.


   —¿A Londres?


   —Sí; creo que en el momento actual hacemos más falta allí que aquí.


   Al baronet se le alargó la cara de manera perceptible.


   —Tenía la esperanza de que me acompañaran ustedes hasta el final de
   este asunto. La mansión y el páramo no son unos lugares muy agradables
   cuando se está solo.


   —Mi querido amigo, tiene usted que confiar plenamente en mí y hacer
   exactamente lo que yo le diga. Explique a sus amigos que nos hubiera
   encantado acompañarlo, pero que un asunto muy urgente nos obliga a
   volver a Londres. Esperamos regresar enseguida. ¿Se acordará usted de
   transmitirles ese mensaje?


   —Si insiste usted en ello...


   —No hay otra alternativa, se lo aseguro.


   El ceño fruncido del baronet me hizo saber que estaba muy afectado
   porque creía que nos disponíamos a abandonarlo.


   —¿Cuándo desean ustedes marcharse? —preguntó fríamente.


   —Inmediatamente después del desayuno. Pasaremos antes por Coombe
   Tracey, pero mi amigo dejará aquí sus cosas como garantía de que
   regresará a la mansión. Watson, envíe una nota a Stapleton para decirle
   que siente no poder asistir a la cena.


   —Me apetece mucho volver a Londres con ustedes —dijo el baronet—. ¿Por
   qué he de quedarme aquí solo?


   —Porque éste es su puesto y porque me ha dado usted su palabra de que
   hará lo que le diga y ahora le estoy ordenando que se quede.


   —En ese caso, de acuerdo. Me quedaré.


   —¡Una cosa más! Quiero que vaya en coche a la casa Merripit. Pero luego
   devuelva el cabriolé y haga saber a sus anfitriones que se propone
   regresar andando.


   —¿Atravesar el páramo a pie?


   —Sí.


   —Pero eso es precisamente lo que con tanta insistencia me ha pedido
   usted siempre que no haga.


   —Esta vez podrá hacerlo sin peligro. Si no tuviera total confianza en
   su serenidad y en su valor no se lo pediría, pero es esencial que lo
   haga.


   —En ese caso, lo haré.


   —Y si la vida tiene para usted algún valor, cruce el páramo siguiendo
   exclusivamente el sendero recto que lleva desde la casa Merripit a la
   carretera de Grimpen y que es su camino habitual.


   —Haré exactamente lo que usted me dice.


   —Muy bien. Me gustaría salir cuanto antes después del desayuno, con el
   fin de llegar a Londres a primera hora de la tarde.


   A mí me desconcertaba mucho aquel programa, pese a recordar cómo Holmes
   le había dicho a Stapleton la noche anterior que su visita terminaba al
   día siguiente. No se me había pasado por la imaginación, sin embargo,
   que quisiera llevarme con él, ni entendía tampoco que pudiéramos
   ausentarnos los dos en un momento que el mismo Holmes consideraba
   crítico. Pero no se podía hacer otra cosa que obedecer ciegamente; de
   manera que dijimos adiós a nuestro cariacontecido amigo y un par de
   horas después nos hallábamos en la estación de Coombe Tracey y habíamos
   despedido al cabriolé para que iniciara el regreso a la mansión. Un
   muchachito nos esperaba en el andén.


   —¿Alguna orden, señor?


   —Tienes que salir para Londres en este tren, Cartwright. Nada más
   llegar enviarás en mi nombre un telegrama a Sir Henry Baskerville para
   decirle que si encuentra el billetero que he perdido lo envíe a Baker
   Street por correo certificado.


   —Sí, señor.


   —Y ahora pregunta en la oficina de la estación si hay un mensaje para
   mí.


   El chico regresó enseguida con un telegrama, que Holmes me pasó. Decía
   así:


   «Telegrama recibido. Voy hacia allí con orden de detención sin firmar.
   Llegaré a las diecisiete cuarenta. LESTRADE».


   —Es la respuesta al que envié esta mañana. Considero a Lestrade el
   mejor de los profesionales y quizá necesitemos su ayuda. Ahora, Watson,
   creo que la mejor manera de emplear nuestro tiempo es hacer una visita
   a su conocida, la señora Laura Lyons.


   Su plan de campaña empezaba a estar claro. Iba a utilizar al baronet
   para convencer a los Stapleton de que nos habíamos ido, aunque en
   realidad regresaríamos en el momento crítico. El telegrama desde
   Londres, si Sir Henry lo mencionaba en presencia de los Stapleton,
   serviría para eliminar las últimas sospechas. Ya me parecía ver cómo
   nuestras redes se cerraban en torno al lucio de mandíbula estrecha.


   La señora Laura Lyons estaba en su despacho, y Sherlock Holmes inició
   la entrevista con tanta franqueza y de manera tan directa que la hija
   de Frankland no pudo ocultar su asombro.


   —Estoy investigando las circunstancias relacionadas con la muerte de
   Sir Charles Baskerville —dijo Holmes—. Mi amigo aquí presente, el
   doctor Watson, me ha informado de lo que usted le comunicó y también de
   lo que ha ocultado en relación con este asunto.


   —¿Qué es lo que he ocultado? —preguntó la señora Lyons, desafiante.


   —Ha confesado que solicitó de Sir Charles que estuviera junto al
   portillo a las diez en punto. Sabemos que el baronet encontró la muerte
   en ese lugar y a esa hora y sabemos también que usted ha ocultado la
   conexión entre esos sucesos.


   —No hay ninguna conexión.


   —En ese caso se trata de una coincidencia de todo punto extraordinaria.
   Pero espero que a la larga lograremos establecer esa conexión. Quiero
   ser totalmente sincero con usted, señora Lyons. Creemos estar en
   presencia de un caso de asesinato y las pruebas pueden acusar no sólo a
   su amigo, el señor Stapleton, sino también a su esposa. La dama se
   levantó violentamente del asiento.

   —¡Su esposa! —exclamó.


   —El secreto ha dejado de serlo. La persona que pasaba por ser su
   hermana es en realidad su esposa.


   La señora Lyons había vuelto a sentarse. Apretaba con las manos los
   brazos del sillón y vi que las uñas habían perdido el color rosado a
   causa de la presión ejercida.


   —¡Su esposa! —dijo de nuevo—. ¡Su esposa! No está casado. Sherlock
   Holmes se encogió de hombros.


   —¡Demuéstremelo! ¡Demuéstremelo! Y si lo hace... —el brillo feroz de
   sus ojos fue más elocuente que cualquier palabra.


   —Vengo preparado —dijo Holmes sacando varios papeles del bolsillo—.
   Aquí tiene una fotografía de la pareja hecha en York hace cuatro años.
   Al dorso está escrito «El señor y la señora Vandeleur», pero no le
   costará trabajo identificar a Stapleton, ni tampoco a su pretendida
   hermana, si la conoce usted de vista. También dispongo de tres
   testimonios escritos, que proceden de personas de confianza, con
   descripciones del señor y de la señora Vandeleur, cuando se ocupaban
   del colegio particular St. Oliver. Léalas y dígame si le queda alguna
   duda sobre la identidad de esas personas.


   La señora Lyons lanzó una ojeada a los papeles que le presentaba
   Sherlock Holmes y luego nos miró con las rígidas facciones de una mujer
   desesperada.


   —Señor Holmes —dijo—, ese hombre había ofrecido casarse conmigo si yo
   conseguía el divorcio. Me ha mentido, el muy canalla, de todas las
   maneras imaginables. Ni una sola vez me ha dicho la verdad. Y ¿por qué,
   por qué? Yo imaginaba que lo hacía todo por mí, pero ahora veo que sólo
   he sido un instrumento en sus manos. ¿Por qué tendría que mantener mi
   palabra cuando él no ha hecho más que engañarme? ¿Por qué tendría que
   protegerlo de las consecuencias de sus incalificables acciones?
   Pregúnteme lo que quiera: no le ocultaré nada. Una cosa sí le juro, y
   es que cuando escribí la carta nunca soñé que sirviera para hacer daño
   a aquel anciano caballero que había sido el más bondadoso de los
   amigos.


   —No lo dudo, señora —dijo Sherlock Holmes—, y como el relato de todos
   esos acontecimientos podría serle muy doloroso, quizá le resulte más
   fácil escuchar el relato que voy a hacerle, para que me corrija cuando
   cometa algún error importante. ¿Fue Stapleton quien sugirió el envío de
   la carta?


   —Él me la dictó.


   —Supongo que la razón esgrimida fue que usted recibiría ayuda de Sir
   Charles para los gastos relacionados con la obtención del divorcio.


   —En efecto.


   —Y que luego, después de enviada la carta, la disuadió de que acudiera
   a la cita.


   —Me dijo que se sentiría herido en su amor propio si cualquier otra
   persona proporcionaba el dinero para ese fin, y que a pesar de su
   pobreza consagraría hasta el último céntimo de que disponía para
   apartar los obstáculos que se interponían entre nosotros.


   —Parece una persona muy consecuente. Y ya no supo usted nada más hasta
   que leyó en el periódico la noticia de la muerte de Sir Charles.


   —Así fue.


   —¿También le hizo jurar que no hablaría a nadie de su cita con Sir
   Charles?


   —Sí. Dijo que se trataba de una muerte muy misteriosa y que sin duda se
   sospecharía de mí si llegaba a saberse la existencia de la carta. Me
   asustó para que guardara silencio.


   —Era de esperar. ¿Pero usted sospechaba algo?


   La señora Lyons vaciló y bajó los ojos.


   —Sabía cómo era —dijo—. Pero si no hubiera faltado a su palabra yo
   siempre le habría sido fiel.


   —Creo que, en conjunto, puede considerarse afortunada al escapar como
   lo ha hecho —dijo Sherlock Holmes—. Tenía usted a Stapleton en su
   poder, él lo sabía y sin embargo aún sigue viva. Lleva meses caminando
   al borde de un precipicio. Y ahora, señora Lyons, vamos a despedirnos
   de usted por el momento; es probable que pronto tenga otra vez noticias
   nuestras.


   —El caso se está cerrando y, una tras otra, desaparecen las
   dificultades —dijo Holmes mientras esperábamos la llegada del expreso
   procedente de Londres—. Muy pronto podré explicar con todo detalle uno
   de los crímenes más singulares y sensacionales de los tiempos modernos.
   Los estudiosos de la criminología recordarán los incidentes análogos de
   Grodno, en la Pequeña Rusia, el año 1866 y también, por supuesto, los
   asesinatos Anderson de Carolina del Norte, aunque este caso posee
   algunos rasgos que son específicamente suyos, porque todavía carecemos,
   incluso ahora, de pruebas concluyentes contra ese hombre tan astuto.
   Pero mucho me sorprenderá que no se haga por completo la luz antes de
   que nos acostemos esta noche.


   El expreso de Londres entró rugiendo en la estación y un hombre pequeño
   y nervudo con aspecto de bulldog saltó del vagón de primera clase. Nos
   estrechamos la mano y advertí enseguida, por la forma reverente que
   Lestrade tenía de mirar a mi compañero, que había aprendido mucho desde
   los días en que trabajaron juntos por vez primera. Aún recordaba
   perfectamente el desprecio que las teorías de Sherlock Holmes solían
   despertar en aquel hombre de espíritu tan práctico.


   —¿Algo que merezca la pena? —preguntó.


   —Lo más grande en mucho años —dijo Holmes—. Disponemos de dos horas
   antes de empezar. Creo que vamos a emplearlas en comer algo, y luego,
   Lestrade, le sacaremos de la garganta la niebla de Londres haciéndole
   respirar el aire puro de las noches de Dartmoor. ¿No ha estado nunca en
   el páramo? ¡Espléndido! No creo que olvide su primera visita.

   - 14 -
   El sabueso de los Baskerville



   Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que en realidad se le
   puede llamar defecto— era lo mucho que se resistía a comunicar sus
   planes antes del momento mismo de ponerlos por obra. Ello obedecía en
   parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a dominar y
   a sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a
   su cautela profesional, que le llevaba siempre a reducir los riesgos al
   mínimo. Esta costumbre, sin embargo, resultaba muy molesta para quienes
   actuaban como agentes y colaboradores suyos. Yo había sufrido ya por
   ese motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel largo
   trayecto en la oscuridad. Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque
   nos disponíamos a librar la batalla final, Holmes no había dicho nada:
   sólo me cabía conjeturar cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude
   contener mi nerviosismo cuando, por fin, el frío viento que nos cortaba
   la cara y los oscuros espacios vacíos a ambos lados del estrecho camino
   me anunciaron que estábamos una vez más en el páramo. Cada paso de los
   caballos y cada vuelta de las ruedas nos acercaban a la aventura
   suprema.


   Debido a la presencia del cochero no hablábamos con libertad y nos
   veíamos forzados a conversar sobre temas triviales mientras la emoción
   y la esperanza tensaban nuestros nervios. Después de aquella forzada
   reserva me supuso un gran alivio dejar atrás la casa de Frankland y
   saber que nos acercábamos a la mansión de los Baskerville y al
   escenario de la acción. En lugar de llegar en coche hasta la casa nos
   apeamos junto al portón al comienzo de la avenida. Despedimos a la
   tartana y ordenamos al cochero que regresara a Coombe Tracey de
   inmediato, al mismo tiempo que nos poníamos en camino hacia la casa
   Merripit.


   —¿Va usted armado, Lestrade?


   —Siempre que me pongo los pantalones dispongo de un bolsillo trasero —
   respondió con una sonrisa el detective de corta estatura— y siempre que
   dispongo de un bolsillo trasero llevo algo dentro.


   —¡Bien! También mi amigo y yo estamos preparados para cualquier
   emergencia.


   —Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, señor Holmes. ¿A
   qué vamos a jugar ahora?


   —Jugaremos a esperar.


   —¡Válgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! —dijo el detective
   con un estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas
   laderas de las colinas y el enorme lago de niebla que descansaba sobre
   la gran ciénaga de Grimpen—. Veo unas luces delante de nosotros.


   —Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles
   que caminen de puntillas y hablen en voz muy baja.


   Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos
   dirigiéramos hacia la casa, pero Holmes hizo que nos detuviéramos
   cuando nos encontrábamos a unos doscientos metros.


   —Ya es suficiente —dijo—. Esas rocas de la derecha van a
   proporcionarnos una admirable protección.


   —¿Hemos de esperar ahí?


   —Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase
   en ese hoyo. Usted ha estado dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson?
   ¿Puede describirme la situación de las habitaciones? ¿A dónde
   corresponden esas ventanas enrejadas?


   —Creo que son las de la cocina.


   —¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?


   —Se trata sin duda del comedor.


   —Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el
   terreno. Deslícese con el mayor sigilo y vea lo que hacen, pero, por el
   amor del cielo, ¡que no descubran que los estamos vigilando!


   Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca
   altura que rodeaba el huerto de árboles achaparrados. Aprovechando su
   sombra me deslicé hasta alcanzar un punto que me permitía mirar
   directamente por la ventana desprovista de visillos.


   Sólo había dos personas en la habitación: Sir Henry y Stapleton,
   sentados a ambos lados de la mesa redonda. Yo los veía de perfil desde
   mi punto de observación. Ambos fumaban cigarros y tenían delante café y
   vino de Oporto. Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet parecía
   pálido y ausente. Quizá la idea del paseo solitario a través del páramo
   pesaba en su ánimo.


   Mientras los contemplaba, Stapleton se puso en pie y salió de la
   habitación; Sir Henry volvió a llenarse la copa y se recostó en la
   silla, aspirando el humo del cigarro. Luego oí el chirrido de una
   puerta y el ruido muy nítido de unas botas sobre la grava. Los pasos
   recorrieron el sendero por el otro lado del muro que me cobijaba.
   Alzando un poco la cabeza vi que el naturalista se detenía ante la
   puerta de una de las dependencias de la casa, situada en la esquina del
   huerto. Oí girar una llave y al entrar Stapleton se oyó un ruido
   extraño en el interior. El dueño de la casa no permaneció más de un
   minuto allí dentro; después oí de nuevo girar la llave en la cerradura,
   el naturalista pasó cerca de mí y regresó a la casa. Cuando comprobé
   que se reunía con su invitado me deslicé en silencio hasta donde me
   esperaban mis compañeros y les conté lo que había visto.


   —¿Dice usted, Watson, que la señora no está en el comedor? —preguntó
   Holmes cuando terminé mi relato.


   —No.


   —¿Dónde puede estar, en ese caso, dado que no hay luz en ninguna otra
   habitación si se exceptúa la cocina?


   —No sabría decirle.


   Ya he mencionado que sobre la gran ciénaga de Grimpen flotaba una
   espesa niebla blanca que avanzaba lentamente en nuestra dirección y que
   se presentaba frente a nosotros como un muro de poca altura, muy denso
   y con límites muy precisos. La luna la iluminaba desde lo alto,
   convirtiéndola en algo parecido a una resplandeciente lámina de hielo
   de grandes dimensiones, con las crestas de los riscos a manera de rocas
   que descansaran sobre su superficie. Holmes se había vuelto a mirar la
   niebla y empezó a murmurar, impaciente, mientras seguía con los ojos su
   lento derivar.


   —Viene hacia nosotros, Watson.


   —¿Es eso grave?


   —Ya lo creo: la única cosa capaz de desbaratar mis planes. El baronet
   no puede ya retrasarse mucho. Son las diez. Nuestro éxito e incluso la
   vida de Sir Henry pueden depender de que salga antes de que la niebla
   cubra la senda.


   Por encima de nosotros el cielo estaba claro y sereno. Las estrellas
   brillaban fríamente y la media luna bañaba toda la escena con una luz
   suave, que apenas marcaba los contornos. Ante nosotros yacía la masa
   oscura de la casa, con el tejado dentado y las enhiestas chimeneas
   violentamente recortadas contra el cielo plateado. Anchas barras de luz
   dorada procedentes de las habitaciones iluminadas del piso bajo se
   alargaban por el huerto y el páramo. Una de las ventanas se cerró de
   repente. Los criados habían abandonado la cocina. Sólo quedaba la
   lámpara del comedor donde los dos hombres, el anfitrión criminal y el
   invitado desprevenido, todavía conversaban saboreando sus cigarros
   puros.


   Cada minuto que pasaba la algodonosa llanura blanca que cubría la mitad
   del páramo se acercaba más a la casa. Los primeros filamentos cruzaron
   por delante del rectángulo dorado de la ventana iluminada. La valla más
   distante del huerto se hizo invisible y los árboles se hundieron a
   medias en un remolino de vapor blanco. Ante nuestros ojos los primeros
   tentáculos de niebla dieron la vuelta por las dos esquinas de la casa y
   avanzaron lentamente, espesándose, hasta que el piso alto y el techo
   quedaron flotando como una extraña embarcación sobre un mar de sombras.
   Holmes golpeó apasionadamente con la mano la roca que nos ocultaba e
   incluso pateó el suelo llevado de la impaciencia.


   —Si nuestro amigo tarda más de un cuarto de hora en salir la niebla
   cubrirá el sendero. Y dentro de media hora no nos veremos ni las manos.


   —¿Y si nos situáramos a más altura?


   —Sí; creo que no estaría de más.


   De manera que nos alejamos hasta unos ochocientos metros de la casa, si
   bien el espeso mar blanco, su superficie plateada por la luna, seguía
   avanzando lenta pero inexorablemente:


   —Hemos de quedarnos aquí —dijo Holmes—. No podemos correr el riesgo de
   que Sir Henry sea alcanzado antes de llegar a nuestra altura. Hay que
   mantener esta posición a toda costa —se dejó caer de rodillas y pegó el
   oído al suelo—. Me parece que le oigo venir, gracias a Dios.


   El ruido de unos pasos rápidos rompió el silencio del páramo.
   Agazapados entre las piedras, contemplamos atentamente el borde
   plateado del mar de niebla que teníamos delante. El ruido de las
   pisadas se intensificó y, a través de la niebla, como si se tratara de
   una cortina, surgió el hombre al que esperábamos. Sir Henry miró a su
   alrededor sorprendido al encontrarse de repente con una noche clara,
   iluminada por las estrellas. Luego avanzó a toda prisa sendero
   adelante, pasó muy cerca de donde estábamos escondidos y empezó a subir
   por la larga pendiente que quedaba a nuestras espaldas. Al caminar
   miraba continuamente hacia atrás, como un hombre desasosegado.


   —¡Atentos! —exclamó Holmes, al tiempo que se oía el nítido chasquido de
   un revólver al ser amartillado—. ¡Cuidado! ¡Ya viene!


   De algún sitio en el corazón de aquella masa blanca que seguía
   deslizándose llegó hasta nosotros un tamborileo ligero y continuo. La
   niebla se hallaba a cincuenta metros de nuestro escondite y los tres la
   contemplábamos sin saber qué horror estaba a punto de brotar de sus
   entrañas. Yo me encontraba junto a Holmes y me volví un instante hacia
   él. Lo vi pálido y exultante, brillándole los ojos a la luz de la luna.
   De repente, sin embargo, su mirada adquirió una extraña fijeza y el
   asombro le hizo abrir la boca. Lestrade también dejó escapar un grito
   de terror y se arrojó al suelo de bruces. Yo me puse en pie de un
   salto, inerte la mano que sujetaba la pistola, paralizada la mente por
   la espantosa forma que saltaba hacia nosotros de entre las sombras de
   la niebla. Era un sabueso, un enorme sabueso, negro como un tizón, pero
   distinto a cualquiera que hayan visto nunca ojos humanos. De la boca
   abierta le brotaban llamas, los ojos parecían carbones encendidos y un
   resplandor intermitente le iluminaba el hocico, el pelaje del lomo y el
   cuello. Ni en la pesadilla más delirante de un cerebro enloquecido
   podría haber tomado forma algo más feroz, más horroroso, más infernal
   que la oscura forma y la cara cruel que se precipitó sobre nosotros
   desde el muro de niebla.


   La enorme criatura negra avanzó a grandes saltos por el sendero,
   siguiendo los pasos de nuestro amigo. Hasta tal punto nos paralizó su
   aparición que ya había pasado cuando recuperamos la sangre fría.
   Entonces Holmes y yo disparamos al unísono y la criatura lanzó un
   espantoso aullido, lo que quería decir que al menos uno de los
   proyectiles le había acertado. Siguió, sin embargo, avanzando a grandes
   saltos sin detenerse. A lo lejos, en el camino, vimos cómo Sir Henry se
   volvía, el rostro blanco a la luz de la luna, las manos alzadas en un
   gesto de horror, contemplando impotente el ser horrendo que le daba
   caza.


   Pero el aullido de dolor del sabueso había disipado todos nuestros
   temores. Si aquel ser era vulnerable, también era mortal, y si habíamos
   sido capaces de herirlo también podíamos matarlo. Nunca he visto correr
   a un hombre como corrió Holmes aquella noche. Se me considera veloz,
   pero mi amigo me sacó tanta ventaja como yo al detective de corta
   estatura. Mientras volábamos por el sendero oíamos delante los
   sucesivos alaridos de Sir Henry y el sordo rugido del sabueso. Pude ver
   cómo la bestia saltaba sobre su víctima, la arrojaba al suelo y le
   buscaba la garganta. Pero un instante después, Holmes había disparado
   cinco veces su revólver contra el costado del animal. Con un último
   aullido de dolor y una violenta dentellada al aire, el sabueso cayó de
   espaldas, agitando furiosamente las cuatro patas, hasta inmovilizarse
   por fin sobre un costado. Yo me detuve, jadeante, y acerqué mi pistola
   a la horrible cabeza luminosa, pero ya no servía de nada apretar el
   gatillo. El gigantesco perro había muerto.


   Sir Henry seguía inconsciente en el lugar donde había caído. Le
   arrancamos el cuello de la camisa y Holmes musitó una acción de gracias
   al ver que no estaba herido: habíamos llegado a tiempo. El baronet
   parpadeó a los pocos instantes e hizo un débil intento de moverse.
   Lestrade le acercó a la boca el frasco de brandy y muy pronto dos ojos
   llenos de espanto nos miraron fijamente.


   —¡Dios mío! —susurró nuestro amigo—. ¿Qué era eso? En nombre del cielo,
   ¿qué era eso?


   —Fuera lo que fuese, ya está muerto —dijo Holmes—. De una vez por todas
   hemos acabado con el fantasma de la familia Baskerville.


   El tamaño y la fuerza bastaban para convertir en un animal terrible a
   la criatura que yacía tendida ante nosotros. No era ni sabueso ni
   mastín de pura raza, sino que parecía más bien una mezcla de los dos:
   demacrado, feroz y del tamaño de una pequeña leona. Incluso ahora, en
   la inmovilidad de la muerte, de sus enormes mandíbulas parecía seguir
   brotando una llama azulada, y los ojillos crueles, muy hundidos en las
   órbitas, aún daban la impresión de estar rodeados de fuego. Toqué con
   la mano el hocico luminoso y al apartar los dedos vi que brillaban en
   la oscuridad, como si ardieran a fuego lento. — Fósforo —dije.


   —Un ingenioso preparado hecho con fósforo —dijo Holmes, acercándose al
   sabueso para olerlo—. Totalmente inodoro para no dificultar la
   capacidad olfatoria del animal. Es mucho lo que tiene usted que
   perdonarnos, Sir Henry, por haberlo expuesto a este susto tan
   espantoso. Yo me esperaba un sabueso, pero no una criatura como ésta. Y
   la niebla apenas nos ha dado tiempo para recibirlo como se merecía.


   —Me han salvado la vida.


   —Después de ponerla en peligro. ¿Tiene usted fuerzas para levantarse?


   —Denme otro sorbo de ese brandy y estaré listo para cualquier cosa.
   ¡Bien! Ayúdenme a levantarme. ¿Qué se propone hacer ahora, señor
   Holmes?


   —A usted vamos a dejarlo aquí. No está en condiciones de correr más
   aventuras esta noche. Si hace el favor de esperar, uno de nosotros
   volverá con usted a la mansión.


   El baronet logró ponerse en pie con dificultad, pero aún seguía
   horrorosamente pálido y temblaba de pies a cabeza. Lo llevamos hasta
   una roca, donde se sentó con el rostro entre las manos y el cuerpo
   estremecido.


   —Ahora tenemos que dejarlo —dijo Holmes—. Hemos de acabar el trabajo y
   no hay un momento que perder. Ya tenemos las pruebas; sólo nos falta
   nuestro hombre. Hay una probabilidad entre mil de que lo hallemos en la
   casa —siguió mi amigo, mientras regresábamos a toda velocidad por el
   camino—. Sin duda los disparos le han hecho saber que ha perdido la
   partida.


   —Estábamos algo lejos y la niebla ha podido amortiguar el ruido.


   —Tenga usted la seguridad de que seguía al sabueso para llamarlo cuando
   terminara su tarea. No, no; se habrá marchado ya, pero lo registraremos
   todo y nos aseguraremos.


   La puerta principal estaba abierta, de manera que irrumpimos en la casa
   y recorrimos velozmente todas las habitaciones, con gran asombro del
   anciano y tembloroso sirviente que se tropezó con nosotros en el
   pasillo. No había otra luz que la del comedor, pero Holmes se apoderó
   de la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. Aunque no
   aparecía por ninguna parte el hombre al que perseguíamos, descubrimos
   que en el piso alto uno de los dormitorios estaba cerrado con llave.


   —¡Aquí dentro hay alguien! —exclamó Lestrade—. Oigo ruidos. ¡Abra la
   puerta!


   Del interior brotaban débiles gemidos y crujidos. Holmes golpeó con el
   talón exactamente encima de la cerradura y la puerta se abrió
   inmediatamente. Pistola en mano, los tres irrumpimos en la habitación.



   Pero en su interior tampoco se hallaba el criminal desafiante que
   esperábamos ver y sí, en cambio, un objeto tan extraño y tan inesperado
   que por unos instantes no supimos qué hacer, mirándolo asombrados.


   El cuarto estaba arreglado como un pequeño museo y en las paredes se
   alineaban las vitrinas que albergaban la colección de mariposas diurnas
   y nocturnas cuya captura servía de distracción a aquel hombre tan
   complicado y tan peligroso. En el centro de la habitación había un
   pilar, colocado allí en algún momento para servir de apoyo a la gran
   viga, vieja y carcomida, que sustentaba el techo. A aquel pilar estaba
   atada una figura tan envuelta y tan tapada con las sábanas utilizadas
   para sujetarla que de momento no se podía decir si era hombre o mujer.
   Una toalla, anudada por detrás al pilar, le rodeaba la garganta. Otra
   le cubría la parte inferior del rostro y, por encima de ella, dos ojos
   oscuros —llenos de dolor y de vergüenza y de horribles preguntas— nos
   contemplaban. En un minuto habíamos arrancado la mordaza y desatado los
   nudos y la señora Stapleton se derrumbó delante de nosotros. Mientras
   la hermosa cabeza se le doblaba sobre el pecho vi, cruzándole el
   cuello, el nítido verdugón de un latigazo.


   —¡Qué canalla! —exclamó Holmes—. ¡Lestrade, por favor, su frasco de
   brandy! ¡Llévenla a esa silla! Los malos tratos y la fatiga han hecho
   que pierda el conocimiento.


   La señora Stapleton abrió de nuevo los ojos.


   —¿Está a salvo? —preguntó—.


   ¿Ha escapado?


   —No se nos escapará, señora.


   —No, no; no me refiero a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo?


   —Sí.


   —¿Y el sabueso?


   —Muerto.


   La señora Stapleton dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.


   —¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! ¡El muy canalla! ¡Vean cómo me ha
   tratado! —retiró las mangas del vestido para mostrarnos los brazos y
   vimos con horror que estaban llenos de cardenales—. Pero esto no es
   nada, ¡nada! Lo que ha torturado y profanado han sido mi mente y mi
   alma. Lo he soportado todo, malos tratos, soledad, una vida de engaño,
   todo, mientras aún podía agarrarme a la esperanza de que seguía
   queriéndome, pero ahora sé que también en eso he sido su víctima y su
   instrumento —unos sollozos apasionados interrumpieron sus palabras.


   —Puesto que no tiene usted motivo alguno para estarle agradecida —le
   dijo Holmes—, infórmenos de dónde podemos encontrarlo. Si alguna vez le
   ha ayudado en el mal, colabore ahora con nosotros y expíe el pasado de
   ese modo.


   —Sólo hay un sitio a donde puede haber escapado —respondió ella—.
   Existe una vieja mina de estaño en la isla que ocupa el corazón de la
   ciénaga. Allí encerraba a su sabueso y también allí hizo preparativos
   por si alguna vez necesitaba un refugio. Habrá ido en esa dirección.


   La niebla descansaba sobre la ventana como una capa de lana blanca.


   Holmes acercó la lámpara a los cristales.


   —Vea —dijo—. Esta noche nadie es capaz de adentrarse en la gran ciénaga
   de Grimpen.


   La señora Stapleton se echó a reír y empezó a dar palmadas. Sus ojos y
   sus dientes brillaron con una alegría feroz.


   —Tal vez haya conseguido entrar, pero no saldrá —exclamó—. No podrá ver
   las varitas que sirven de guía. Las colocamos juntos para señalar la
   senda a través de la ciénaga. ¡Ah, si hubiera podido arrancarlas hoy!
   Entonces seguro que lo tendrían ustedes a su merced.


   Evidentemente era inútil proseguir la búsqueda antes de que levantara
   la niebla. Dejamos a Lestrade para que custodiara la casa y Holmes y yo
   regresamos a la mansión con el baronet. Ya no podíamos ocultarle por
   más tiempo la historia de los Stapleton, pero encajó con mucho valor
   las revelaciones sobre la mujer de la que se había enamorado. De todos
   modos, la impresión producida por las aventuras nocturnas le había
   destrozado los nervios y poco después deliraba ya con una fiebre muy
   alta, atendido por el doctor Mortimer. Los dos estaban destinados a dar
   la vuelta al mundo antes de que Sir Henry volviese a ser el hombre
   robusto y cordial que fuera antes de convertirse en el dueño de aquella
   mansión cargada con el peso de la leyenda.


   Y ya sólo me queda llegar rápidamente al desenlace de esta narración
   singular con la que he tratado de conseguir que el lector compartiera
   los miedos oscuros y las vagas conjeturas que ensombrecieron durante
   tantas semanas nuestras vidas y que concluyeron de manera tan trágica.
   A la mañana siguiente se levantó la niebla y la señora Stapleton nos
   llevó hasta el sitio donde ella y su esposo habían encontrado un camino
   practicable para penetrar en el pantano. El interés y la alegría con
   que aquella mujer nos puso sobre la pista de su marido nos ayudó a
   comprender mejor los horrores de su vida con Stapleton. La dejamos en
   la estrecha península de suelo firme de turba que acababa
   desapareciendo en la ciénaga. A partir de allí unas varitas clavadas en
   la tierra iban mostrando el sendero, que zigzagueaba de juncar en
   juncar entre las pozas llenas de verdín y los fétidos cenagales que
   cerraban el paso a cualquier intruso. Los abundantes juncos y las
   exuberantes y viscosas plantas acuáticas despedían olor a putrefacción
   y nos lanzaban a la cara densos vapores miasmáticos(provenientes de la
   descomposición de la ciénaga), mientras que al menor paso en falso nos
   hundíamos hasta el muslo en el oscuro fango tembloroso que, a varios
   metros a la redonda, se estremecía en suaves ondulaciones bajo nuestros
   pies, tiraba con tenacidad de nuestros talones mientras avanzábamos y,
   cada vez que nos hundíamos en él, se transformaba en una mano malévola
   que quería llevarnos hacia aquellas horribles profundidades: tal era la
   intensidad y la decisión del abrazo con que nos sujetaba. Sólo una vez
   comprobamos que alguien había seguido senda tan peligrosa antes de
   nosotros. Del centro del matorral de juncias que lo mantenía fuera del
   fango sobresalía un objeto oscuro. Holmes se hundió hasta la cintura al
   salirse del sendero para recogerlo, y si no hubiéramos estado allí para
   ayudarlo nunca hubiera vuelto a poner el pie en tierra firme. Lo que
   alzó en el aire fue una bota vieja de color negro. «Meyers, Toronto»
   estaba impreso en el interior del cuero.


   —El baño de barro estaba justificado —dijo Holmes—. Es la bota perdida
   de nuestro amigo Sir Henry. —Arrojada aquí por Stapleton en su huida.


   —En efecto. Siguió con ella en la mano después de utilizarla para poner
   al sabueso en la pista del baronet. Luego, todavía empuñando la bota,
   escapó al darse cuenta de que había perdido la partida. Y la arrojó
   lejos de sí en este sitio durante su huida. Ya sabemos al menos que
   logró llegar hasta aquí.


   Pero no estábamos destinados a saber nada más, aunque pudimos deducir
   muchas otras cosas. No existía la menor posibilidad de encontrar
   huellas en el pantano, porque el barro que se alzaba con cada pisada
   las cubría rápidamente y, aunque las buscamos ávidamente cuando por fin
   llegamos a tierra firme, nunca encontramos ni el menor rastro. Si la
   tierra nos contó una historia verdadera, hay que creer que Stapleton
   nunca llegó a la isla que aquella última noche trató de alcanzar entre
   la niebla y en la que esperaba refugiarse. Hundido en algún lugar del
   corazón de la gran ciénaga, en el fétido limo del enorme pantano que se
   lo había tragado, quedó enterrado para siempre aquel hombre frío de
   corazón despiadado.


   En la isla del centro del pantano donde escondía a su cruel aliado
   hallamos muchos rastros de su presencia. Una enorme rueda motriz y un
   pozo lleno a medias de escombros señalaban la posición de una mina
   abandonada. Junto a ella se encontraban los derruidos restos de unas
   chozas; los mineros, sin duda, habían terminado por marcharse,
   incapaces de resistir el hedor apestoso que los rodeaba. En una de
   ellas una armella(anilla con un tornillo) y una cadena, junto a unos
   huesos roídos, mostraban el sitio donde el sabueso permanecía
   confinado. Entre los demás restos encontramos un esqueleto que tenía
   pegados unos mechones castaños.


   —¡Un perro! —dijo Holmes—. Sin duda un spaniel de pelo rizado. El pobre
   Mortimer nunca volverá a ver a su preferido. Bien; no creo que este
   lugar contenga ningún secreto que no hayamos descubierto ya. Stapleton
   escondía al sabueso, pero no podía impedir que se le oyera, y de ahí
   los aullidos que ni siquiera durante el día resultaban agradables. En
   los momentos críticos podía encerrarlo en una de las dependencias de
   Merripit, pero eso significaba correr un riesgo, y sólo el gran día, la
   jornada en que Stapleton iba a culminar todos sus esfuerzos, se atrevió
   a hacerlo. La pasta que hay en esa lata es sin duda la mezcla luminosa
   con que embadurnaba al animal. La idea se la sugirió, por supuesto, la
   leyenda del sabueso infernal y el deseo de dar un susto de muerte al
   anciano Sir Charles. No tiene nada de extraño que Selden, aquel pobre
   diablo, corriera y gritara, como lo ha hecho nuestro amigo, y como
   podíamos haberlo hecho nosotros, cuando vio a semejante criatura
   siguiendo su rastro a grandes saltos por el páramo a oscuras. Era una
   estratagema muy astuta, porque, además de la posibilidad de provocar la
   muerte de la víctima elegida, ¿qué campesino se atrevería a interesarse
   de cerca por semejante criatura en el caso de que, como les ha sucedido
   a muchos, la viera por el páramo? Lo dije en Londres, Watson, y lo
   repito ahora: nunca hemos contribuido a acabar con un hombre tan
   peligroso como el que ahí yace —y extendió su largo brazo hacia la
   enorme extensión de la ciénaga, cubierta de manchas verdes, que se
   prolongaba hasta confundirse con el color rojizo del páramo.

   - 15 -
   Examen retrospectivo



   En una fría noche de niebla, a finales del mes de noviembre, Holmes y
   yo estábamos sentados a ambos lados de un fuego muy vivo en nuestra
   sala de estar de Baker Street. Desde la trágica conclusión de nuestra
   visita a Devonshire, mi amigo se había ocupado de dos asuntos de
   extraordinaria importancia; en el curso del primero puso de manifiesto
   la conducta atroz del coronel Upwood en relación con el famoso
   escándalo de los naipes del Club Nonpareil, mientras que con motivo del
   segundo defendió a la desgraciada Madame Montpensier de la acusación de
   asesinato que pesaba sobre ella en relación con la muerte de su
   hijastra, Madmoiselle Carère, una joven que, como se recordará,
   apareció seis meses más tarde en Nueva York, después de haber contraído
   matrimonio. Mi amigo se hallaba de excelente humor debido a los éxitos
   conseguidos en una sucesión de casos difíciles a la vez que
   importantes, y no me fue difícil empujarle a que repasara conmigo los
   detalles del misterio de Baskerville. Yo había esperado pacientemente a
   que se presentara la oportunidad, porque sabía muy bien que Holmes no
   permitía nunca la superposición de casos, y que su mente, tan clara y
   tan lógica, no abandonaba nunca el trabajo presente para ocuparse de
   recuerdos. Pero Sir Henry y el doctor Mortimer se hallaban en Londres,
   a punto de emprender el largo viaje recomendado al baronet para
   restablecer sus nervios destrozados, y nos habían visitado aquella
   misma tarde, lo que me permitió sacar a relucir el tema con toda
   naturalidad.


   —Desde el punto de vista de la persona que se hacía llamar Stapleton
   —dijo Holmes—, el plan que había urdido era de una gran sencillez, si
   bien para nosotros, que al principio carecíamos de medios para
   averiguar el motivo de sus acciones y sólo disponíamos en parte de los
   hechos, resultara extraordinariamente complejo. Yo he tenido además la
   suerte de hablar en dos ocasiones con la señora Stapleton, por lo que
   el caso está totalmente aclarado y no queda ya secreto alguno. En el
   apartado Bertha de la lista de mis casos, que llevo por orden
   alfabético, encontrará algunas notas sobre este asunto.


   —Quizá sea usted tan amable como para esbozarme de memoria el curso de
   los acontecimientos.


   —Claro que sí, aunque no le garantizo que conserve todos los datos en
   la cabeza. Es curioso cómo la intensa concentración mental consigue
   borrar el pasado. El abogado que cuando conoce un caso con pelos y
   señales es capaz de discutir con los expertos en el tema, descubre que
   le bastan una semana o dos de un trabajo nuevo para que olvide todo lo
   que había aprendido. De la misma manera cada uno de mis casos desplaza
   al anterior y Mlle. Carère ha desdibujado mis recuerdos de la mansión
   de los Baskerville. Mañana quizá se me pida que me ocupe de otro
   problema insignificante que, a su vez, eliminará a la hermosa dama
   francesa y al infame Upwood.


   Por lo que se refiere al caso del sabueso, le expondré lo más
   exactamente que pueda los acontecimientos y siempre podrá usted
   interrogarme sobre cualquier punto que haya olvidado.


   »Mis investigaciones han demostrado sin lugar a dudas que el retrato
   familiar no mentía y que nuestro hombre era efectivamente un
   Baskerville, hijo de Rodger, el hermano menor de Sir Charles, que
   escapó, ya con una siniestra reputación, a América del Sur, donde se
   dijo que había muerto soltero. La verdad es que contrajo matrimonio y
   que tuvo un único hijo, nuestro personaje, que recibió el nombre de su
   padre, y que a su vez se casó con Beryl García, una de las beldades de
   Costa Rica; luego de robar una considerable suma de dinero del Estado,
   pasó a apellidarse Vandeleur y huyó a Inglaterra, donde creó un colegio
   en la zona este de Yorkshire. Su interés por este tipo particular de
   ocupación obedecía a que durante el viaje de vuelta a Inglaterra
   conoció a un profesor, enfermo de tuberculosis, cuya gran competencia
   profesional utilizó para que la empresa tuviera éxito. Pero al morir
   Fraser, el profesor, el colegio se desprestigió primero para caer
   después en el descrédito más absoluto, por lo que los Vandeleur
   juzgaron conveniente cambiar de nuevo de apellido, y así el hijo de
   Rodger Baskerville se trasladó, como Jack Stapleton, al sur de
   Inglaterra con los restos de su fortuna, sus planes para el futuro y su
   afición a la entomología. En el Museo Británico he podido saber que se
   le consideraba una autoridad en ese campo y que el apellido Vandeleur
   ha quedado identificado con cierta mariposa nocturna que él describió
   por vez primera durante su estancia en Yorkshire.


   »Llegamos ya a la parte de su vida que ha resultado de tan gran interés
   para nosotros. Stapleton hizo sin duda investigaciones y descubrió que
   sólo dos vidas le separaban de una cuantiosa herencia. Creo que cuando
   se trasladó a Devonshire sus planes eran aún extraordinariamente vagos,
   aunque el carácter delictivo de sus intenciones queda de manifiesto
   desde el principio por el hecho de que hiciera pasar a su esposa por su
   hermana. La idea de utilizarla como señuelo estaba ya en su mente,
   aunque quizá no supiera aún con claridad cómo iba a organizar todos los
   detalles del plan. Al final del camino se hallaba la herencia de los
   Baskerville, y estaba dispuesto a utilizar cualquier instrumento y
   correr cualquier riesgo para lograrla. El primer paso fue instalarse lo
   más cerca que pudo de su hogar ancestral y el segundo cultivar la
   amistad de Sir Charles Baskerville y de sus vecinos.


   »El mismo baronet le contó la historia del sabueso, preparándose, sin
   saberlo, el camino hacia la tumba. Stapleton, como voy a seguir
   llamándolo, sabía que el anciano estaba enfermo del corazón y que
   cualquier emoción fuerte podía acabar con él, información que le había
   facilitado el doctor Mortimer. También llegó a sus oídos que Sir
   Charles era supersticioso y que se tomaba muy en serio la macabra
   leyenda del sabueso. Su ingenio le sugirió de inmediato una manera para
   acabar con la vida del baronet sin que existiera en la práctica la
   menor posibilidad de descubrir al culpable.

   »Concebida la idea, Stapleton procedió a llevarla a la práctica con
   notable astucia. Un intrigante ordinario se habría dado por satisfecho
   con un animal suficientemente feroz. La utilización de medios
   artificiales para convertir al animal en diabólico fue un destello de
   genio por su parte. El perro lo adquirió en Londres, acudiendo a la
   firma Ross y Mangles, que tiene su establecimiento en Fulham Road. Era
   el más fuerte y el más feroz de que disponían. Para transportarlo hasta
   el páramo Stapleton utilizó la línea de ferrocarril del norte de Devon
   y recorrió luego a pie una gran distancia, con el fin de no despertar
   sospechas. Para entonces, y gracias a sus expediciones a la caza de
   insectos, ya se había adentrado en la ciénaga de Grimpen, lo que le
   permitió encontrar un escondite seguro para el animal. Después de
   instalarlo allí esperó a que se le presentara una oportunidad.


   »La ocasión, sin embargo, tardó algún tiempo en aparecer. De noche no
   era posible sacar de sus propiedades al anciano caballero. A lo largo
   de los meses Stapleton acechó por los alrededores con su sabueso, pero
   sin éxito. Durante esos intentos infructuosos lo vieron, o vieron más
   bien a su acompañante, algunos campesinos, gracias a lo cual la leyenda
   del perro demoníaco recibió nueva confirmación. Stapleton confiaba en
   que su esposa arrastrase a Sir Charles a su ruina, pero en ese punto
   Beryl resultó inesperadamente independiente. No estaba dispuesta a
   provocar un enredo sentimental que pusiera al anciano baronet en manos
   de su enemigo. Ni las amenazas ni, siento decirlo, los golpes lograron
   convencerla. Se negó siempre de plano y durante algún tiempo Stapleton
   se encontró en un punto muerto.


   »Finalmente halló la manera de superar sus dificultades por conducto
   del mismo Sir Charles, quien, por el afecto que le profesaba, delegó en
   él para todo lo relacionado con el caso de esa mujer tan desventurada
   que es la señora Laura Lyons. Al presentarse como soltero, adquirió muy
   pronto un gran ascendiente(influencia) sobre ella, y le dio a entender
   que si conseguía divorciarse de Lyons se casaría con ella. La situación
   llegó a un punto crítico cuando Stapleton supo que Sir Charles se
   disponía a abandonar el páramo siguiendo el consejo del doctor
   Mortimer, con cuya opinión él mismo fingía estar de acuerdo. Era
   preciso actuar de inmediato, porque de lo contrario su víctima podía
   quedar para siempre fuera de su alcance. De manera que presionó a la
   señora Lyons para que escribiera la carta, pidiendo al anciano que le
   concediera una entrevista la noche antes de emprender viaje a Londres y
   luego, con falsas razones, le impidió acudir, logrando así la
   oportunidad que esperaba desde hacía tanto tiempo.


   »Al regresar de Coombe Tracey a última hora de la tarde tuvo tiempo de
   ir en busca del sabueso, embadurnarlo con su pintura infernal y
   llevarlo hasta el portillo donde tenía buenas razones para confiar en
   que encontraría al anciano caballero. El perro, incitado por su amo,
   saltó el portillo y persiguió al desgraciado baronet que huyó dando
   alaridos por el paseo de los Tejos. En ese túnel tan sombrío tuvo que
   resultar especialmente horrible ver a aquella enorme criatura negra, de
   mandíbulas luminosas y ojos llameantes, persiguiendo a grandes saltos a
   su víctima. Sir Charles cayó muerto al final del paseo debido al terror
   y a su corazón enfermo. Mientras el baronet corría por el camino el
   sabueso se había mantenido en el borde de hierba, de manera que sólo
   eran visibles las huellas del ser humano. Al verlo caído e inmóvil es
   probable que el animal se acercara a olerlo; fue después, al descubrir
   que estaba muerto, cuando, al dar la vuelta para marcharse, dejó la
   huella en la que más tarde había de reparar el doctor Mortimer.
   Stapleton llamó al perro y se apresuró a devolverlo a su guarida en la
   ciénaga de Grimpen, dejando atrás un misterio que desconcertó a las
   autoridades, alarmó a todos los habitantes de la zona y provocó
   finalmente que se solicitara nuestra colaboración.


   »Es posible que Stapleton ignorase aún la existencia del heredero que
   vivía en Canadá, pero, en cualquier caso, lo supo muy pronto de labios
   de su amigo el doctor Mortimer, que le comunicó además todos los
   detalles sobre la llegada a Londres de Sir Henry Baskerville. La
   primera idea de Stapleton fue que, en lugar de esperar a que se
   presentara en Devonshire, quizá fuera posible acabar en Londres con la
   vida del joven extranjero. Como desconfiaba de su esposa desde que se
   negara a ayudarle a tender una trampa al anciano baronet, no se atrevió
   a dejarla sola por temor a perder su influencia sobre ella. Esa es la
   razón de que vinieran juntos a Londres. Se alojaron, según descubrí, en
   el hotel privado Mexborough, en Craven Street, uno de los que de hecho
   visitó mi agente en busca de pruebas. Stapleton dejó allí encerrada a
   su esposa mientras él, ocultando su identidad bajo una barba, seguía al
   doctor Mortimer a Baker Street y más tarde a la estación y al hotel
   Northumberland. Su mujer tenía barruntos(indicios) de los planes de su
   marido, pero era tanto su temor —temor fundado en los brutales malos
   tratos a los que la había sometido— que no se atrevió a escribir para
   advertir a Sir Henry del peligro que corría. Si la carta caía en manos
   de Stapleton también su vida se vería amenazada. Finalmente, como
   sabemos, recurrió al expediente de recortar palabras impresas y de
   escribir la dirección deformando la letra. El mensaje llegó a manos del
   baronet y fue el primer aviso del peligro que corría.


   »Stapleton necesitaba alguna prenda de vestir de Sir Henry, para, en el
   caso de que se viera obligado a recurrir al sabueso, disponer de los
   medios que le permitieran seguir su rastro. Con la celeridad y la
   audacia que le caracterizaban puso de inmediato manos a la obra y no
   cabe duda de que sobornó al limpiabotas o a la camarera del hotel para
   que le ayudaran en su empeño. Casualmente, sin embargo, la primera bota
   que consiguió era una de las nuevas y, por consiguiente, sin utilidad
   para sus planes. Stapleton hizo entonces que se devolviera y obtuvo
   otra. Un incidente muy instructivo, porque me demostró sin lugar a
   dudas que se trataba de un sabueso de verdad: ninguna otra explicación
   justificaba la apremiante necesidad de conseguir la bota vieja y la
   indiferencia ante la nueva. Cuanto más outré(fr. extravagante) y
   grotesco resulta un incidente, mayor es la atención con que hay que
   examinarlo, y el punto que más parece complicar un caso es, cuando se
   estudia con cuidado y se maneja de manera científica, el que
   proporciona mayores posibilidades de elucidarlo(dilucidar, resolver).


   »A la mañana siguiente recibimos la visita de nuestros amigos, siempre
   espiados por Stapleton desde el coche de punto. Dados su conocimiento
   del sitio donde vivimos y también de mi aspecto, así como por su manera
   general de comportarse, me inclino a creer que la carrera criminal de
   Stapleton no se redujo al asunto de Baskerville. Resulta interesante
   saber que durante los tres últimos años se han producido en esa zona
   cuatro robos con fractura de considerable importancia y que en ninguno
   de los casos se ha detenido a los culpables. El último, en el mes de
   mayo, con Folkestone Court como escenario, fue notable porque el ladrón
   enmascarado, que actuaba en solitario, disparó a sangre fría contra el
   botones que lo sorprendió. No me cabe la menor duda de que Stapleton
   renovaba de ese modo sus menguados recursos económicos y que era desde
   hacía años un individuo desesperado y sumamente peligroso.


   »Lo sucedido aquella mañana en que se nos escapó tan hábilmente, así
   como su audacia al devolverme mi propio nombre por medio del cochero,
   es un buen ejemplo de sus muchos recursos. A partir de aquel momento,
   sabedor de que me había hecho cargo del caso en Londres, comprendió que
   no tenía ya ninguna posibilidad de éxito en la metrópoli y regresó a
   Dartmoor para esperar la llegada del baronet.


   —¡Un momento! —dije yo—. No hay duda de que ha descrito usted
   correctamente la sucesión de los hechos, pero hay un punto que no ha
   mencionado. ¿Qué se hizo del sabueso durante la estancia de su amo en
   Londres?


   —He reflexionado sobre ese asunto, porque no hay duda de que tiene
   importancia. Es evidente que Stapleton tenía un confidente, aunque no
   es probable que se pusiera por completo a su merced comunicándole todos
   sus planes. En la casa Merripit había un anciano sirviente llamado
   Anthony. Su asociación con los Stapleton se remonta a años atrás, a los
   tiempos del colegio, por lo que debía de saber que su señor y su señora
   eran en realidad marido y mujer. Este hombre ha desaparecido, huyendo
   del país. Dese usted cuenta de que Anthony no es un nombre frecuente en
   Inglaterra, mientras que Antonio sí lo es en España y en los países
   americanos de habla española. Ese individuo, como la misma señora
   Stapleton, hablaba inglés correctamente, pero con un curioso ceceo.
   Tuve ocasión de ver cómo ese anciano cruzaba la ciénaga de Grimpen por
   el camino que Stapleton marcara. Es muy probable, por tanto, que en
   ausencia de su señor fuese él quien se ocupara del sabueso, aunque
   quizá sin saber nunca la finalidad para la que se lo destinaba.


   »Acto seguido los Stapleton regresaron a Devonshire, seguidos, muy poco
   después, por Sir Henry y usted. Un breve comentario sobre mi situación
   en aquel momento. Quizá conserve usted el recuerdo de que, cuando
   examiné el papel en el que estaban pegadas las palabras impresas, lo
   estudié con gran detenimiento en busca de la filigrana. Al hacerlo me
   lo acerqué bastante y advertí un débil olor a jazmín. El experto en
   criminología ha de distinguir los setenta y cinco perfumes que se
   conocen y, por lo que a mi propia experiencia se refiere, la resolución
   de más de un caso ha dependido de su rápida identificación. Aquel aroma
   sugería la presencia de una dama, por lo que mis sospechas empezaron a
   dirigirse hacia los Stapleton. Fue así cómo averigüé la existencia del
   sabueso y deduje ya quién era el asesino antes de trasladarme a
   Devonshire.


   »Mi juego consistía en vigilar a Stapleton. Era evidente, sin embargo,
   que no podía hacerlo yendo con usted, porque en ese caso mi hombre
   estaría siempre en guardia. De manera que engañé a todos, usted
   incluido, y me trasladé secretamente al páramo cuando se daba por
   sentado que seguía en Londres. Los apuros que pasé no fueron tan
   grandes como usted imagina, aunque cuestiones de tan poca importancia
   no deben nunca dificultar la investigación de un caso. Pasé la mayor
   parte del tiempo en Coombe Tracey y únicamente utilicé el refugio
   neolítico cuando era necesario estar cerca del escenario de la acción.
   Cartwright, que me había acompañado, me fue de gran ayuda con su
   disfraz de campesino. Dependía de él para la comida y las mudas de
   ropa. Mientras yo vigilaba a Stapleton, era frecuente que Cartwright lo
   vigilara a usted, de manera que controlaba todos los resortes.


   »Ya le he explicado que sus informes me llegaban enseguida, porque de
   Baker Street los enviaban inmediatamente a Coombe Tracey. Me fueron de
   gran utilidad y en especial aquel fragmento verídico de la biografía de
   Stapleton. Así pude averiguar la identidad de la pareja y saber por fin
   a qué carta quedarme. El caso se había complicado bastante debido al
   incidente del preso fugado y de su relación con los Barrymore. También
   eso lo aclaró usted de manera muy eficaz, aunque por mi parte hubiera
   llegado a la misma conclusión.


   »Cuando me encontró usted en el páramo tenía ya un conocimiento
   completo del caso, pero carecía de pruebas que pudieran presentarse
   ante un jurado. Ni siquiera el intento criminal contra Sir Henry la
   noche en que quedó truncada la vida del desventurado preso nos hubiera
   servido de ayuda para acusar a Stapleton de asesinato. No parecía
   existir otra alternativa que sorprenderlo con las manos en la masa y
   para ello teníamos que utilizar como cebo a Sir Henry, solo y sin
   protección en apariencia. Así lo hicimos y, a costa de un terrible
   sobresalto para nuestro cliente, logramos coronar nuestro trabajo y
   provocar el fin de Stapleton. He de confesar que supone un desdoro(daño
   al prestigio) para mi forma de llevar el caso el hecho de que Sir Henry
   se viera expuesto a semejante peligro, pero carecíamos de medios para
   prever el aspecto, terrible y sobrecogedor, que presentaba el animal,
   como tampoco podíamos predecir la niebla que le permitió aparecer ante
   nosotros casi de improviso. Logramos nuestro objetivo a un costo que,
   según me han asegurado tanto el especialista como el doctor Mortimer,
   será sólo momentáneo. Un viaje largo permitirá que nuestro amigo se
   recupere no sólo de sus nervios destrozados sino también de sus
   sentimientos heridos. Su amor por la señora Stapleton era profundo y
   sincero y para él lo más triste de todo este asunto tan tenebroso es
   que ella lo engañara.


   »Sólo queda ya dilucidar el papel de la señora Stapleton. No hay duda
   de que su marido ejercía sobre ella una influencia que puede haber sido
   amor, miedo, o muy posiblemente ambas cosas, dado que no son, desde
   luego, sentimientos incompatibles. En cualquier caso esa influencia era
   absolutamente eficaz. Al ordenárselo él, consintió en hacerse pasar por
   su hermana, aunque también es cierto que Stapleton descubrió los
   límites de su poder cuando quiso convertirla en cómplice de un
   asesinato. Beryl estaba dispuesta a prevenir a Sir Henry aunque sin
   descubrir a su marido, y trató de hacerlo una y otra vez. Es evidente
   que también Stapleton era capaz de sentir celos, de manera que cuando
   vio cómo el baronet cortejaba a su esposa, pese a que formaba parte de
   su plan, no pudo evitar interrumpir el idilio con un estallido de
   pasión que puso de manifiesto el alma fogosa que tan inteligentemente
   escondía bajo sus modales reservados. Al fomentar la intimidad entre
   ambos se aseguraba de que Sir Henry acudiera con frecuencia a la casa
   Merripit y de que más pronto o más tarde se presentase la oportunidad
   que esperaba. El día de la crisis definitiva, sin embargo, su mujer se
   revolvió inesperadamente contra él. Había llegado a sus oídos la
   noticia de la muerte de Selden, y no ignoraba, la noche en que habían
   invitado a Sir Henry a cenar, que el sabueso estaba en una de las
   dependencias de la casa. Beryl acusó a su marido de querer asesinar al
   baronet y eso provocó una escena violenta, durante la cual Stapleton
   reveló por vez primera a su mujer que tenía una rival. La fidelidad de
   la señora Stapleton se transformó inmediatamente en odio intenso y
   nuestro hombre comprendió que su mujer estaba dispuesta a traicionarlo.
   Entonces procedió a atarla para que no pudiera avisar a Sir Henry, sin
   perder la esperanza de que cuando todos los habitantes de la zona
   atribuyesen la muerte del barones a la maldición familiar, como sin
   duda sucedería, su mujer aceptara los hechos consumados y guardase
   silencio sobre lo que sabía. Por lo que a eso se refiere tengo la
   impresión de que calculó mal y que, aun sin contar con nuestra
   presencia, su caída era inevitable. Una mujer de sangre española no
   perdona fácilmente semejante afrenta. Y ya, mi querido Watson, no estoy
   en condiciones de hacerle un relato más detallado de este
   interesantísimo caso sin recurrir a mis anotaciones. Ignoro si ha
   quedado sin explicar algo esencial.


   —Stapleton tenía que saber que no iba a ser posible matar a Sir Henry
   de miedo, con el sabueso falsamente infernal, como sucediera en el caso
   de su tío.


   —Era un perro muy feroz y estaba hambriento. Si su apariencia no
   acababa con la víctima, el miedo podía al menos paralizarla, de manera
   que no ofreciese resistencia.


   —Sin duda. Queda tan sólo una dificultad. Si Stapleton hubiese llegado
   a tomar posesión de la herencia ¿cómo habría explicado el hecho de que
   él, el heredero, hubiese vivido sin darse a conocer y con otro nombre
   en un lugar tan próximo a la mansión de los Baskerville? ¿Cómo podría
   reclamar la herencia sin despertar sospechas ni provocar
   investigaciones?


   —Se trata de un problema muy arduo y temo que espera usted demasiado al
   pedirme que lo solucione. El pasado y el presente se hallan dentro del
   campo de mis investigaciones, pero lo que una persona vaya a hacer en
   el futuro es algo muy difícil de prever. La señora Stapleton oyó a su
   marido analizar el problema en varias ocasiones. Eran tres las
   soluciones posibles. Podía reclamar la propiedad desde América del Sur,
   demostrar su identidad ante las autoridades consulares británicas y
   obtener así la fortuna sin aparecer nunca por Inglaterra; podía también
   adoptar un disfraz que lo hiciera irreconocible durante el breve
   periodo de tiempo que necesitase permanecer en Londres y, finalmente,
   podía suministrar a un cómplice las pruebas y los documentos,
   haciéndolo pasar por el heredero, pero reteniendo el derecho a un
   porcentaje de sus ingresos. Por lo que sabemos de él, tenemos la
   seguridad de que habría encontrado algún modo de solucionar ese
   problema. Y ahora, mi querido Watson, permítame decirle que llevamos
   varias semanas trabajando con mucha intensidad y que, por una vez, no
   estaría de más que nos ocupáramos de cosas más placenteras. Tengo un
   palco para Les Huguenots(ópera de Giacomo Meyerbeer). ¿Ha oído usted a
   los De Reszke(familia polaca de tenores)? ¿Le importaría en ese caso
   estar listo dentro de media hora, para que podamos detenernos en
   Marciniʼs de camino hacia el teatro y tomar un bocado antes de la
   representación?











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